Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Mentor le alarga un cigarro. Nuno forma un tejadillo con las manos, tan tembloroso que Mentor tiene miedo de quemarle. El médico exhala el humo antes de continuar.

—Entre todas esas imágenes insertábamos material gráfico extremadamente violento. Cuerpos humanos desgarrados en un accidente de tráfico, fragmentos de asesinatos, llagas purulentas, deformidades faciales. La peor clase de carnicería y muerte que se pueda encontrar. Y créame, nos empleamos a fondo.

Hay algo en el tono de Nuno que hace que Mentor se estremezca. De alguna manera, el horror imaginado es siempre peor que el real. Lo cual se revela profético unos instantes después.

—Los sujetos mostraron señales de respuesta de estrés. Incremento en el ritmo cardíaco, presión sanguínea elevada, palmas sudorosas. Eso era lo esperable. Lo que no esperábamos era lo que sucedió a continuación.

El médico se queda mirando la punta del cigarro, que va consumiéndose lentamente. Sopla la ceniza, que cae al suelo, desvelando una brasa que colorea con tonos anaranjados su cara arrugada en la semipenumbra de la sala de control.

—Las imágenes se mostraban de forma aleatoria. Podía aparecer una imagen violenta cada quince imágenes positivas, cada seis, cada treinta. No había un patrón establecido.

—¿El algoritmo tampoco tenía en cuenta la reacción del sujeto? —pregunta Mentor.

—Aleatoriedad pura. Ruido blanco.

Nuno deja caer el cigarro al suelo de hormigón, y pone el pie encima. No lo aplasta, ni lo restriega contra el suelo. Simplemente deposita la suela encima, confiando en que la física haga su trabajo.

—Lo increíble fue que, al cabo de suficientes horas de exposición, algunos sujetos comenzaron a mostrar las señales de estrés justo antes de que se mostrara la imagen.

—Eso es imposible —dice Mentor—. De lo que me está hablando…

Nuno sacude la cabeza.

—No fue en un caso aislado. Fueron siete de los cincuenta. Dos hombres y cinco mujeres. Los siete manifestaron el mismo comportamiento. Idéntico. La respuesta anticipada se manifestaba el 84 por ciento de las veces.

—No puede ser, doctor. Eso sería como predecir el futuro.

——Eso, mi querido señor, es una tontería de enorme calibre. Dedica usted demasiado tiempo a esa bazofia llamada televisión. No, lo que ocurre en el cerebro de los sujetos es que sus capacidades cognitivas empezaban a verse potenciadas. Concretamente la intuición.

—La intuición puede funcionar si veo a una persona ladearse e intuyo que se va a caer por las escaleras. Pero esto…

—Pero ¿quién se cree? Usted no tiene ni la más remota idea de nada que tenga que ver con el cerebro, amigo —dice Nuno. Su acento portugués se vuelve más pronunciado y cantarín cuando se enfada, restándole potencia a la reprimenda—. Y yo, tampoco. Nadie la tiene.

Mentor deja reposar lo que acaba de escuchar durante unos instantes.

—¿Qué sucedió con el experimento?

—No se continuó.

—Pero…

—Lo que estábamos haciendo se consideró una violación de la ética. Estábamos modificando el cerebro de los participantes empleando el trauma. Muchos tuvieron pesadillas durante semanas.

Hay un silencio. Largo.

—Hubo amenazas —confiesa Nuno, en voz baja—. Se pronunciaron palabras de grueso calibre.

—¿Cómo de grueso?

—Tortura. Mengele. De ese calibre.

Y con razón, piensa Mentor, tragando saliva.

Ambos se vuelven hacia el cristal. En la sala, la mujer ha iniciado un nuevo ciclo de pruebas. Pero no consigue completar los ejercicios. Se pone en pie, se arranca los electrodos, camina en círculos, como un animal enjaulado.

—Scott es muy diferente a ésta —dice Nuno—. Ambas tienen unas capacidades asombrosas. Pero son distintas. De ahí los métodos tan… particulares que he diseñado para ella.

Mentor, por fin, comprende lo que le está diciendo el doctor. La certeza no llega de golpe, como una cuchillada traicionera, o una puerta que te da en las narices. No, más bien se desvela poco a poco, como un objeto que palpas en la oscuridad, intentando descubrir qué es durante horas, hasta que comprendes que estabas sosteniendo, literalmente, una mierda.

Lo único que este cabrón quería era experimentar con ella. Llevar a cabo lo que no pudo completar años atrás.

—Es usted un hijo de puta, Nuno.

—Por primera vez en todo el proyecto Reina Roja teníamos dos. Recambios. Merecía la pena probar —dice Nuno, encogiéndose de hombros. Cuando uno es tan viejo que ya no se le posan ni las moscas verdes, gana a cambio cierta indiferencia.

Mentor le mira, sin poder creer esa frialdad. A base de mirarle, consigue esperar algo remotamente parecido a una mirada de culpabilidad.

—Esta mujer tenía algo. Una configuración interna, que creí que serviría para protegerla.

—¿A qué se refiere?

—¿De verdad no lo ha visto? Fíjese bien en ella, Mentor. Mírela bien. Pero no la mire como lo ha hecho hasta ahora, como a un trozo de carne que usar para su propio triunfo. Usted y yo nos equivocamos, cada uno a nuestra manera. Y ahora tendrá que tomar una decisión.

Nuno abandona la sala.

Mentor se queda atrás, observando la colilla del cigarro que el médico había pisado. Un tenue hilo de humo apestoso aún se desprende del extremo ennegrecido.

Al final no se puede uno fiar de nada, piensa Mentor.

2
Una dirección

Jon consigue vestirse en un tiempo récord, y alcanzar el coche cuando Antonia aún está acabando de atarse las deportivas. Demasiado tarde. Ya se ha hecho con el volante. Y Jon ha sido lo bastante idiota como para dejar las llaves puestas.

—Conduciré con cuidado —le promete Antonia, con seriedad, al verle allí, plantado, probablemente decidiendo si la saca a rastras o no.

—¿Respetando el límite de velocidad? —precisa Jon, porque no es lo mismo.

—Respetando el límite de velocidad.

Jon la cree. Contra todo raciocinio. Inmediatamente. Se da cuenta, de forma extrañamente lúcida —mientras rodea el coche, abre la puerta del copiloto, se abrocha el cinturón— de que sus conexiones cerebrales se han ido recableando para confiar ciegamente en Antonia Scott. De la misma forma que su cuerpo lo ha hecho para protegerla. Parte de él rechaza, no sin motivo, ese servilismo incondicional. No sin motivo, pero tampoco con madurez. Hay algo infantil, minúsculo y egoísta, en rechazar el propio propósito.

Cierra la puerta del coche con fuerza para alejar ese pensamiento.

—¿No ha habido un segundo mensaje? —dice Jon, señalando el móvil de Antonia, que ha colocado en el salpicadero.

Para Jon, la pregunta más importante. Con el primero de los encargos de White, habían recibido una dirección de un lugar donde se había cometido un crimen con el primer mensaje, y un margen de tiempo con el segundo: seis horas.

Preguntar por un segundo mensaje es preguntar cuánto le queda.

Es posible que haya dos clases de personas en el mundo. Los que quieren saber con exactitud la hora de su muerte, y se sentirían exasperados por la necesidad de saber. Con un buen chuletón en el cuerpo, un par de cervezas y dando una palmada en la mesa, el inspector Gutiérrez hubiera respondido, sin dudar un momento, que pertenecía a esa primera categoría. De sus cien kilos de peso, noventa y ocho son de chicarrón del norte. De bañarse en pelotas en la ría en pleno invierno, levantar piedras y partirle el alma a cualquiera que se le ocurra mentarle a la amatxo.

Pero.

A lo mejor, un dos por ciento, acurrucado en la cama con el relajo poscoital, se pensaría dos veces esa afirmación. Pensaría que es mejor no saber, desmintiendo al chicarrón del norte.

—Sólo el primer mensaje —responde Antonia, arrancando el coche.

Jon descubre que no tener que poner una cuenta atrás, no ver los numeritos haciéndose cada vez más pequeños, le produce un considerable alivio.

Tener una bomba atornillada bajo la piel es fantástico para el descubrimiento interior, piensa Jon, anotando mentalmente que debe expresarle su agradecimiento al señor White a la primera ocasión que se le presente.

De todas formas —que Bilbao es Bilbao, y los polis son polis—, el que contesta es el chicarrón del norte, exasperado.

—Pues qué bien. ¿Sabemos al menos ya qué es lo que tenemos?

—No, aún no. Mentor está en ello. Pero cuando lo averigüe, quiero llevar la delantera.

Hay algo en la manera que ha tenido de pronunciar esa frase que le chirría a Jon.

No por sí solo, sino porque vibra en la misma frecuencia que la conversación que tuvo al teléfono con White. Jon no la captó entera. Su inglés no es muy fuerte, las series las ve dobladas. Pero captó lo suficiente. Un both —ambas— que lleva rondándole por la cabeza desde la noche anterior.

—Esto no es más que un juego para ti, ¿verdad?

—¿Eso es lo que crees?

—Creo que estás disfrutando con esto. Aunque no quieras reconocértelo a ti misma. Pero creo que estás disfrutando.

En crudo y por derecho, suena obsceno. Por mucho que haya intentado evitarlo Jon. Pero es la verdad, está ahí, está dicha.

Tengo derecho a estar enfadado, joder.

Y, si es así, ¿por qué demonios me siento tan mal?

Antonia hace una de sus pausas valorativas, en lo que alcanzan la avenida de Logroño, y luego otra y luego otra, y cuando finalmente parece que va a decidirse a hablar, suena el teléfono.

La voz de Mentor se abre paso a través del manos libres del coche.

—Ya tengo la información. En Cisne, 21, hay una vivienda unifamiliar. Los datos del catastro indican que un matrimonio compró el terreno y edificó un chalet en autopromoción hace diez años.

No añade nada más.

—¿Y? —pregunta Jon.

—Y eso es todo —dice Mentor—. No tengo nada en esa dirección.

—¿Y en esa calle?

—Lo he comprobado, también. El registro más cercano de un crimen mayor es un asesinato-suicidio, una pareja de ancianos, en los años noventa.

—¿Distancia?

—Seis manzanas.

Jon menea la cabeza. Parece demasiado lejos —en el tiempo y en el espacio— para tratarse de un error.

De pronto cae en la cuenta, abriendo mucho los ojos, de lo que está ocurriendo De por qué aún no han recibido el mensaje con la cuenta atrás.

Antonia tiene esa expresión que Jon ha visto antes y ha aprendido a reconocer. Los ojos vidriosos, la mandíbula tensa. Esa expresión que indica que su cerebro está trabajando a más revoluciones de lo normal.

Y que ha llegado a la misma conclusión que él, pero unos segundos antes. Por eso mantiene el coche aún a 120 kilómetros por hora, y se queda mirándole, esperando a que la libere de su promesa.

Porque en la calle Cisne, 21, no se ha cometido ningún crimen.

Aún.

—Tú dirás —dice Antonia, poniendo la mano en la palanca de cambios.

Jon se agarra fuerte a las manijas de acero y asiente con la cabeza, por toda respuesta.

—Mentor —dice Antonia—, avisa a la Policía Nacional que envíen un zeta a Cisne, 21, con la sirena puesta. Nosotros vamos de camino.

—¿Por qué deberí…?

Jon interrumpe la llamada, para reducir las distracciones innecesarias.

Antonia respira hondo, cuenta de diez a uno hacia atrás. Parece sentarse más recta, con los hombros más altos. Y sus ojos ya no están vidriosos, sino que se han convertido en dos rayos láser. Mete la sexta marcha, y aprieta el acelerador al máximo, arrancando un bramido exaltado del motor V8. Al igual que ella, parecía estar esperando su momento para soltar todo su potencial.

A esa hora la autovía tiene poco tráfico.

Aun así, a 180 kilómetros por hora y subiendo, los pocos que hay parecen obstáculos inmóviles, muros contra los que estrellarse.

—Seis minutos.

Jon no tiene la prodigiosa habilidad de cálculo de Antonia, pero sabe que eso es mucho.

—Estamos a veintiún kilómetros, cari.

—Exacto —dice ella, pegando un volantazo para esquivar a un camión que parece haber surgido de la nada (en realidad, del carril de incorporación), y acelerando un poco más, hasta que el indicador rebasa los doscientos kilómetros por hora.

La noche anterior, Jon no vio pasar su propia vida ante sus ojos. A Dios gracias, piensa, que bastante malo es morirse, como encima hacerlo viendo cine español. El terror que le había producido la inmediatez de la muerte había sido distinto. Una especie de oscuridad, de túnel. No sólo el cuerpo había dejado de responderle, también sus ojos. Apenas podía registrar nada de lo que ocurría.