Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

9
Un mensaje

Antonia regresa al coche, esta vez de nuevo al asiento del copiloto, razonablemente limpio. Tampoco es como si a ella le fuera a molestar el olor.

Cuando Jon se sienta a su lado, tiene que apartar el teléfono, que había quedado abandonado sobre el asiento. Al volvérselo a meter en el bolsillo, siente miedo y asco ante un dispositivo que no solía traerle más que cosas buenas.

Bueno, unas cuantas cosas buenas. Como el Grindr, por ejemplo.

El inspector Gutiérrez se da cuenta de que ella había tenido razón desde el principio. Saber que había una tercera presencia con ellos en el interior del coche, otro par de oídos, es imposible de olvidar. El mismo principio que rige en Gran Hermano: por mucho que intenten venderlo como realidad, todo es una actuación. Así que decide hablar lo menos posible.

Porque la bomba de su cuello es, desde luego, imposible de olvidar.

—¿Qué crees que va a pasar ahora? —le dice a Antonia, esforzándose por sonar natural. Es decir, agobiado, cansado y muerto de miedo.

—Nos escribirá. Aún tiene que darnos la tercera dirección. El tercer crimen que resolver.

—¿Crees que ese puto enfermo…

Antonia abre mucho los ojos, y le hace un gesto con la mano.

Jon intenta moderarse. Confirmado, es imposible de olvidar que estás hablando para la misma persona que tiene tu vida a tan sólo un botón de distancia.

—… puede darnos la solución ahora?

—¿A qué te refieres?

—Cuando buscamos la solución al asesinato de Raquel Planas, no pudiste encontrarlo. Cuando estabas buscando al asesino de Soler, encontraste al asesino de Planas, el propio Soler.

—No te falta razón —dice Antonia, tras reflexionar un momento.

—A lo mejor tenías razón antes en lo que dijiste. A lo mejor simplemente no es posible ganar este juego.

—Jon, ya sabíamos que todo estaba amañado. Es un asesino psicópata, no el Tribunal Supremo.

—No, lo que quiero decir es que nunca tuvo intención de apretar este botón —dice Jon, señalándose el cuello—. No hasta ahora, quiero decir. No sé qué vendrá ahora, pero estoy convencido de que lo que quería de verdad era traernos hasta aquí.

—No lo sé. No lo sé —dice Antonia—. Ahora mismo estoy demasiado cansada, demasiado vacía, demasiado superada. Haré lo que me pida, mientras tengas eso ahí. No queda ningún otro remedio. Y tú harás lo que yo te diga.

El inspector Gutiérrez escucha a su compañera con recelo. No sabe cómo juzgar lo que acaba de escuchar.

Resulta que el señor White interpreta mejor que él.

Jon sonríe, sin poder evitarlo. De pronto, el omnipresente y poderoso White ha perdido algo de su fuerza, de su intimidación. Porque, de no haber sabido que su teléfono se había convertido en un micrófono involuntario, Jon se hubiera cagado encima al escuchar el mensaje

(dos pitidos, vibración)

en el móvil de Antonia, sonando justo al terminar ella la frase.

Con la perfección y la sincronía de un montador de películas de Hollywood.

Jon, que con el cine tiene más vicio que una puerta vieja, se había quedado un día prendado de un documental que vio sobre el trabajo de Skip Lievsay en El silencio de los corderos. De cómo había logrado mezclar el sonido de manera que las voces de los actores de una escena comenzaran a escucharse cuando aún no había terminado la escena anterior. Es la posición superior del narrador, conociendo lo que va a suceder antes que nosotros, lo que nos provoca la sensación de amenaza.

Pero en realidad Jon no temía que White les escuchara. Temía que fuera omnipotente.

Y no lo es. Es un señor con un micrófono.

Podemos con él. Puede que sea muy listo. Incluso puede que sea más listo que Antonia. Puede que lo tenga todo pensado.

Pero si al final tengo que elegir entre él o yo, si tengo que llevármelo por delante, lo haré. Y eso es una fuerza que él no podrá nunca igualar, piensa Jon.

Antonia, entretanto, levanta el teléfono y mira el mensaje.

Y el rostro le cambia.

Le enseña la pantalla del móvil a Jon.

Y a Jon le cambia también.

Esta vez no necesitan buscar en Heimdal qué crimen se ha cometido en esa dirección. Ni tiene que programar el GPS para que le ayude a encontrarla.

Porque el crimen que se cometió en ella lo sabe de sobra.

Porque la dirección que acaba de llegarle al móvil es la dirección de Madrid que mejor conoce.

MELANCOLÍA, 7

La dirección de Antonia Scott.

10
Un ático

Al llegar al último piso, se encuentran la puerta del ático.

Verde. Antigua de narices. Descascarillada.

Abierta. De par en par.

Jon saca el arma, con cuidado, y se coloca delante de Antonia. Hace meses que consiguió quitarle el mal hábito de dejar la puerta abierta.

No es que haya cambiado gran cosa dentro del piso. Sigue casi vacío, sin nada que merezca la pena robar. Salvo un precioso ficus de plástico, situado en el distribuidor.

Jon avanza por el pasillo, sujetando el arma con las dos manos. La cocina está vacía, a oscuras. El antiguo estudio de Marcos, también.

De la habitación principal lo único que asoma es el cañón de una pistola, apuntando directamente a su sien derecha. Jon iguala la cortesía, apuntando a la oscuridad.

Dos pasos hacia delante revelan el rostro de Sandra, sonriente. Una cara que inspira la misma confianza que la cena de una rata.

—Inspector —saluda ella.

—Loca del coño —saluda él.

—Sería bueno que se guardara el arma.

—Tú primero, tesoro.

Sandra aumenta la sonrisa aún más, hasta convertirla en una mueca imposible.

—Con mucho gusto —dice, ocultando la pistola bajo la gabardina. Saca las manos y las muestra, como un mago que acabase de meter la paloma en el sombrero. Le falta enseñar los antebrazos desnudos.

—Jon.

Antonia le advierte, desde la entrada. Jon, sin embargo, sigue con el arma levantada. El cañón está a menos de un palmo del rostro de Sandra.

Una ligera presión, sería todo lo que haría falta.

Un pequeño tirón del gatillo, y eliminamos una alimaña de este mundo, piensa Jon. Una asesina de policías.

La tentación —física, urgente, imperativa—, tensiona todos los músculos de su cuerpo. Su brazo está rígido como el larguero de un campo de fútbol. Podría colgarse de él toda la plantilla del Athletic. La punta de la pistola palpita, perceptiblemente, al ritmo de su corazón.

Sandra se fija, pero la sonrisa no le flaquea. Si acaso muda de naturaleza. Se vuelve pervertida, casi sensual. Da un paso hacia Jon, y se inclina un poco hacia la pistola. Por un momento Jon cree —es la mirada en sus ojos, una mirada que anuncia que le falta una patata para el kilo— que Sandra va a sacar la lengua y pasarla por el cañón. Pero lo que hace es apoyar la frente sobre él.

El inspector Gutiérrez nota una vibración en la muñeca, que llega hasta él desde la punta del arma. Por un instante es capaz de percibir la locura a través del metal.

—No te atreves —susurra Sandra, con voz tersa de reptil—. Aunque acabo de matar a tu jefe y a todos tus compañeros. No te atreves. ¿A que no, gordito?

Oh, eso sí que no, piensa Jon.

No llega a apretar el gatillo, porque una mano pequeña y blanquecina se posa sobre el acero negruzco y aceitoso. Muy suave y muy despacio, le obliga a bajar el arma.

Jon aparta la vista de la mirada venenosa y burlona de Sandra, y sigue la dirección de la mirada de Antonia, temblorosa y llena de ira. A través del pasillo, hasta el salón.

Afuera, el sol se pone.

Adentro, el señor White está sentado en el suelo, en mitad de la habitación, en la posición del loto. Cuarenta y pocos. Vestido con unos pantalones negros y una camiseta blanca. Tiene los pies descalzos. Frente a él hay una carpeta marrón, de cuero, cerrada por un cordón de fieltro rojo.

—Adelante, señora Scott —la invita, en inglés—. Pase y cierre la puerta.

—No —dice Jon, adelantándose.

—Inspector, su subconsciente está tan cerca de la superficie que puedo ver asomar el periscopio —dice White, en un torpe y arrastrado español.

Le muestra un pequeño dispositivo que tiene en la mano. Del tamaño y forma del mando de un garaje de los antiguos. Jon se hace una idea muy concreta de qué es lo que activará ese mando a distancia. Un fuerte picor en la herida del cuello acompaña la intuición.

—Haga el favor de quedarse fuera —añade White, ante la indecisión de Jon.

—No me pasará nada —dice Antonia, rodeando el cuerpo de su compañero.

Antes de cerrar la puerta tras ella, le hace una última recomendación, señalando con la cabeza hacia Sandra.

—Intenta no matarla, Jon.

—No prometo nada.

Antonia se da la vuelta y se enfrenta a White.

—Está en mi sitio —dice, en inglés, señalando el punto exacto del suelo donde ella se sienta siempre.

White no hace ademán de haberla escuchado, y señala a su vez un espacio de suelo frente a ella.

—Siéntese, por favor. Está usted en su casa.

Una oleada de furia invade el rostro de Antonia. La vez anterior que se encontraron White y ella, pasó por un proceso similar. Calmar a los monos, impedir que la rabia la desborde, decidir una estrategia.

La otra vez iba desarmada. Esta vez lleva su P290 en la diminuta pistolera, disimulada apenas por la chaqueta.

Mueve el brazo hacia ella. Sólo un poco.

—Más rápido que una bala —pregunta él, alzando la mano que contiene el mando a distancia.

Bien lo sabe ella. Ni se molesta en hacer los cálculos, aunque aparecen los números frente a ella, casi visibles, con todos sus ceros. Pero no hay forma humana de que desenfunde la pistola y le meta un tiro en la cabeza antes de que él apriete el botón que mataría a Jon.

Atrapada a medio camino entre la ira y el sentido común, no le queda otra que volver a colocar ambos brazos frente a ella.

White disfruta con ese movimiento, abortado en el último instante. Como quien observa a un perro bien entrenado.

La mayoría de los animales, a fin de cuentas, tienen mejor aspecto enjaulados, piensa Antonia, pensando en los suyos propios.

Muy despacio, se sienta frente a White.

La habitación tiene un aspecto extraño desde esa perspectiva.

Que es exactamente lo que él pretende.

Y, hablando de monos, aquí llegan unos cuantos. A gritarle, a llamar su atención sobre el hombre sentado frente a ella. Los detalles la inundan, imponen sus propias, abrumadoras condiciones.

—Respire hondo —dice White—. Usted y yo estamos frente a nuestro problema final. Y a nadie le gustan los finales apresurados.

Antonia es capaz de descifrar muy bien el tono de amenaza en la voz de su interlocutor. Lo que debería haber aumentado su nerviosismo, produce en ella el efecto contrario.

—¿Qué hace usted en mi casa?

—Creo que ya iba siendo hora de que tuviéramos nuestro primer encuentro —responde él, encogiéndose de hombros.

—¿Tiene alguna clase de trastorno en la memoria, además de en el lóbulo prefrontal?

White menea la cabeza con desaprobación.

—El viejo prejuicio. Un fallo en mi sistema límbico, en mi lóbulo prefrontal, es lo que me convirtió en psicópata. Malvado desde la cuna. Sin empatía. ¿Eso piensa?

—No me cabe la menor duda.

—No voy a molestarme en debatir con usted, señora Scott. Verá, en realidad, me alegra que mencione el tema. Hubo una persona, hace años, que también se dirigió a mí en esos términos. El único que se ha atrevido. No le fue muy bien.

—¿Qué es lo que quiere, White?

—De hecho, el médico, ¿era médico, sabe? El médico, le decía, tuvo un aleccionamiento relativamente corto. Me llevé a su hija y le dejé en el sótano el cuerpo de la niñera. No hizo falta más.

Antonia tiene —no por primera, ni última vez— visiones de su ansiedad y su miedo en el túnel, cuando Jorge estaba en manos de Sandra.

—Esta vez no podrá tocarlo.

—Bueno, eso es opinable —dice White, abriendo la carpeta que hay en el suelo, entre ambos. Saca una fotografía de ella, y la coloca frente a Antonia.

No.

No puede ser.