Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

En búlgaro, el que le lanza leones al titiritero.

Antonia cierra los ojos y desaparece por unos instantes dentro de su mundo interior. Frente a ella aparecen de pronto todas las piezas del puzle. Los monos aúllan, desesperados, mientras se las muestran. Antonia grita, interiormente, para callarlos a su vez.

Y, por primera vez, las ordena en un sentido lógico.

– Jaume Soler, un consultor informático de alto nivel que busca su ayuda para librarse del acoso de White.

– Raquel Planas, la amante de Soler, asesinada antes de que Soler fuera a buscar a Antonia, su amante inculpado falsamente.

– Marcos y ella, tiroteados en su propio domicilio.

– Jaume Soler comienza a recibir cuantiosos pagos de una misteriosa empresa offshore en un paraíso fiscal.

– Alguien oculta pruebas en el asesinato de Marcos y hace creer a una Antonia hundida que Soler ha muerto.

– Tres años después, aparece Ezequiel. Un primer intento de White de doblegarla, que fracasa.

Y aquí están, de nuevo. Con una segunda partida de ajedrez, ya que la anterior quedó en tablas. Con tres crímenes interconectados, que les devuelven exactamente al principio. A aquella misma habitación.

Kuklenlěva.

La única pieza del puzle en la que nunca pensó, la única que nunca había sido capaz ni siquiera de imaginar, aparece frente a ella, en el centro de la imagen. Un enorme agujero, hacia el que todas las demás apuntan sin remisión.

Kuklenlěva.

La imagen que las piezas forman frente a Antonia, en su complejo y extraño mundo interior, es una figura de ajedrez. Una figura incompleta, de color blanco. A la que le falta tan sólo una pieza para estar terminada.

Pero eso es lo fascinante de los puzles. Cuando sólo queda una pieza, las demás te indican su forma exacta.

La forma de esa pieza es redondeada, con una cruz en lo alto.

El rey blanco.

Kuklenlěva.

En búlgaro, el que le lanza leones al titiritero. Teniendo en cuenta que la palabra con la que los búlgaros designan a su moneda es lěv, león, no hace falta explicar mucho más.

El proceso tan sólo ha durado unos cuantos segundos. Un mundo, para Antonia Scott. Pero cuando regresa, algo ha cambiado. El aire ha mutado su naturaleza. La densidad oleosa de antes parece haberse aclarado. La noche se ha impuesto al día, y White no ha encendido la luz. Sin embargo, ambos pueden distinguirse perfectamente en la penumbra.

Quizás, por primera vez.

White está sonriendo. De una forma extraña. Casi respetuosa.

—Ha sido un privilegio poder contemplar esto.

Antonia respira hondo, apartando la mirada. Sigue odiándole, con cada fibra de su ser. Nada va a modificar eso. Y, sin embargo, algo ha cambiado también entre ellos.

—Todo este tiempo…

Él asiente, comprendiendo.

Cuando Marcos fue atacado, Antonia decidió que el asesino implacable y misterioso tenía que ser el responsable de la muerte de su marido, el que había destruido su vida.

White se desabrocha los tres primeros botones de la camisa, y se retira la tela un poco, hasta descubrir el lado izquierdo. Su piel está cuidada, los pectorales bien marcados, el cuello fibroso forma un triángulo perfecto con los hombros musculosos.

En el hombro izquierdo, sin embargo, hay una cicatriz. Una estrella irregular de cinco brazos, retorcidos allá donde la piel había decidido cómo curarse.

Una cicatriz en el lugar en el que Marcos le había clavado el cincel, justo antes de que White le disparase.

Una cicatriz más pequeña, pero no muy distinta de la que Antonia tiene en su propio hombro izquierdo, causada por el disparo de White.

—La reina es la figura más poderosa del tablero —dice él—. Pero por poderosa que sea una pieza de ajedrez no debe olvidar…

—… que siempre hay una mano que la mueve —completa Antonia.

—Exacto. Así que ya está usted un paso más cerca de resolver el crimen, ¿verdad?

La mirada de White vuelve a endurecerse. Antonia no se ha olvidado ni por un instante de con quién estaba hablando, pero la máscara se lo había dificultado por unos minutos.

La tregua ha terminado.

—Usted ha sostenido todos los triunfos desde el principio, White. No he hecho más que correr en la dirección que usted ha pretendido que corriese.

Agotarnos, minar nuestra confianza. Matar a todos nuestros compañeros. Cortar nuestros lazos con la policía. Destruir el proyecto Reina Roja.

—¿Por qué tomarse tantas molestias? —pregunta ella.

—Para completar su educación. Y ahora, termine el trabajo. Resuelva el crimen.

—Sería más sencillo si me dijese quién le contrató.

—Quizás. Pero menos interesante. En lugar de eso, he decidido responder a la pregunta que me formuló en el ascensor. La respuesta está frente a usted.

Antonia extiende el brazo y abre la carpeta de cuero, de la que White antes había sacado la foto de su familia, tomada en San Salvador.

Dentro hay otra fotografía, en blanco y negro. Tamaño 21 x 28.

A pesar de que es de noche, Antonia reconoce la calle, y la casa de los Soler. Si la foto estuviera encuadrada un poco más a la derecha, mostraría la ventana de la habitación principal. Quizás con Jon Gutiérrez a punto de asomarse a ella.

Lo que sí muestra es a un hombre junto a una moto de gran cilindrada, aparcada a unos treinta metros de la casa, detrás de un contenedor. Vestido con vaqueros y chaqueta de cuero negra. Tiene el casco en la mano, y el rostro hace un pequeño escorzo hacia la cámara.

—Nuestra Sandra es toda una paparazza. No era una imagen fácil de obtener, con tan poca luz, y el objetivo moviéndose. No le atraparon ustedes por muy poco —dice White, separando el índice y el pulgar un par de centímetros.

Antonia no ve el gesto de burla. Sus ojos no se han apartado de la fotografía, del hombre cuyo rostro está a oscuras, pero aun así claramente reconocible.

Intenta hablar, pero tiene la garganta seca.

—Usted habría llegado a este mismo sitio hace mucho tiempo. Si no le hubieran repartido cartas marcadas, por supuesto.

Antonia menea la cabeza, sin poder creer lo que está viendo.

—No.

—Le aseguro que mis tarifas no son baratas, señora Scott. No lo son, en absoluto. Hay muy pocos que puedan pagarlas.

—Está usted mintiendo.

—Supongo que únicamente hay una forma de comprobarlo, ¿verdad? Así que, ya sabe. Póngase en marcha.

Antonia se pone en pie, y le da la espalda, pero la voz de White la alcanza antes de que llegue a la puerta.

—Vamos a subir las apuestas. Nada de policía. Nada de ayudas externas. Solamente ustedes dos. ¿Me ha comprendido?

Antonia asiente, sin volverse.

—Excelente. Ah, y por cierto, he visto que disfrutaban mis dos anteriores cuenta atrás, así que…

Dos pitidos, vibración.

Un mensaje llega al teléfono móvil de Antonia.

TIENE TRES HORAS

14
Un primer error

Es Jon quien conduce. Ella está demasiado nerviosa, demasiado alterada. Su cabeza es un caos, su cuerpo suspira por una cápsula roja. Tan sólo el hecho de que White estuviese esperando a que ella cayera de nuevo en el hábito ha impedido que se tire encima de Jon y le arrebate la caja del bolsillo de la chaqueta. Cuyo bulto es claramente visible a través de la tela del traje.

Saber que están ahí debería hacerle la vida más difícil. Como un niño al que han puesto a dieta antes de que ruede cuesta abajo, y que pega la nariz al cristal de la pastelería. Sin embargo, es al contrario.

—¿Vas a contarme qué es lo que ha pasado?

Antonia no contesta. Saca su iPad y hace una breve búsqueda en Heimdal. Con el rabillo del ojo, Jon ve un mapa, con varios puntos marcados.

El inspector Gutiérrez sabe muy bien que, cuando su compañera está en esas condiciones, debe dejarle espacio.

—Por fin. Por fin ha cometido su primer error —dice ella, al cabo de un rato.

—El segundo error.

—¿Cuál fue el primero? —pregunta Antonia, extrañada.

—Su primer error —dice Jon, alzando una ceja— fue meterse con nosotros.

Antonia le mira, con los ojos entrecerrados.

—¿Cuánto rato has estado ensayando eso?

Jon piensa un momento.

—¿Cuánto rato has estado con tu amiguito White?

—Unos veinte minutos.

—Digamos diez minutos, entonces. Mentalmente. El resto del tiempo lo he dedicado a pensar en formas de matar a esa cabrona.

—La violencia no es la solución —dice Antonia, volviendo a centrarse en el iPad.

—Se nota que nunca has pegado lo suficientemente fuerte, cari. Se ha tirado todo el rato mirándome, sin hablar. El papel de secundaria creepy, lo borda, tu amiguita.

—No es mi amiguita. Y alégrate. Ahora mismo podría ser ella quien estuviera sentada a tu lado.

Jon tiene que esperar hasta pararse en el siguiente semáforo, que está a unos veinte metros, antes de girarse hacia Antonia y ponerle su cara de peroquémestáscontandomaricón.

—Ya te explicaré. Lo importante es que tenemos una oportunidad, Jon.

El inspector Gutiérrez no se ha olvidado de que sigue llevando el teléfono en el bolsillo. Tiene que hacer un enorme esfuerzo para contestar con naturalidad.

—Me gustaría mucho saber adónde vamos y qué es lo que estamos haciendo.

El rostro de Antonia se ensombrece.

—Vamos al peor lugar sobre la faz de la tierra. Enseguida te contaré. Pero antes quiero hacer una parada en un sitio. Gira a la derecha cuando termine Atocha.

Se pone a rebuscar, mientras tanto, en la guantera, sin más explicaciones.

A sus órdenes, princesa.

15
Un municipal

Ruano está aparcado enfrente de El Brillante, cuando el universo le hace un regalo inesperado.

Hasta un minuto antes, nada hacía presagiar aquello. Su nuevo compañero es un tipo agradable, callado. Más novato que él. Ruano le está enseñando el truco para ponerse al día con las multas. Sólo hay que esperar a que alguien aparque en doble fila para ir a por un bocadillo y zas, receta.

—Esto es demasiado fácil —dice el novato, cuando cae el tercero. Un idiota con un Mini verde, que, para colmo, no tenía ni seguro ni había pasado la ITV. La grúa se acaba de llevar el coche.

—Uy, si vieras cómo era antes de la señalización nueva. Eso sí que era…

Se da cuenta de cómo suena, exactamente un instante después de que las palabras salgan de su boca. Como un viejo acabado contando batallas.

Los médicos no querían que volviera al trabajo tan pronto, pero Ruano dijo que estaba bien. Que si se quedaba en casa, solo, se volvería loco o se pegaría un tiro. Y ahí está. Dando vueltas, con un nuevo compañero, a los pocos días de la muerte de Osorio.

Ocultarle a los demás los síntomas de trastorno de estrés postraumático es fácil. Siempre ha sido un tipo tranquilo, reservado. Ocultárselos a sí mismo no es tan sencillo. Cada vez que cierra los ojos, vuelve al tiroteo. A la puerta de la Vito abriéndose, a las balas golpeando la carrocería del coche. A la mujer de Osorio, negando con incredulidad la noticia, sacudiéndole airada, diciendo que no le mintiese, que cómo iba a estar muerto su marido, si ella está embarazada y eso no se hace.

No fue el mejor día en la vida de Ruano. Y eso que, en su antiguo trabajo, había visto cosas jodidas. Dos misiones en Afganistán y una en Somalia. Y luego había entrado directamente en la Municipal, a través de las plazas reservadas al ejército. Un trabajo sencillo, buena paga, buena jubilación. Nada de complicaciones.

Y, aun así, cada vez que cierra los ojos, siente los puñetazos del plomo sobre la carrocería, el olor del aceite y la grasa del motor, cosido a balazos, el aire entrando a través de la puerta abierta del copiloto, los fragmentos de cristal cayendo sobre su cabeza. Ve el cuerpo muerto de Osorio, doblado sobre la puerta abierta del coche.

Así que no cierra mucho los ojos.

Tampoco es que haya podido hacer nada al respecto de lo que les sucedió. Estamos en Madrid, no en una peli de Liam Neeson. Ni siquiera se llevó un solo rasguño durante el tiroteo, más allá de unos pocos arañazos del cristal que no dejaron marca. Ni siquiera puede optar al aumento de paga por haber sido herido en acto de servicio.

Lo único que le tocaba, unas semanas de descanso, es lo último que quiere.

Así que ahí está, poniendo multas.

Lo que el agente Ruano no se imagina, cuando ve un Audi A8 negro pararse junto a ellos, es el regalo inesperado que le va a hacer el universo.

—Aquí no se puede parar —dice, a través de la ventanilla abierta. Hace el gesto de continuar, que irrita a los conductores de todo el mundo.

La ventanilla del Audi baja, y en ella aparece el rostro de una mujer hermosa. No una belleza, tampoco nos volvamos locos. Pero tiene algo. A pesar de las dos ojeras que le cuelgan como hamacas de los ojos, de que lleva el pelo hecho un asco.

—Compañero —dice la mujer, enseñando una placa de la Policía Nacional. El conductor se asoma a su vez, enseñando la suya—. Inspectores Scott y Gutiérrez.

—Hola, compañeros. ¿Qué necesitáis?