Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

—¿Estás jugando con el aire otra vez, Mentor? —pregunta ella, con la voz rota.

—Qué máquina más maravillosa es el cerebro. Una variación del 2 por ciento de oxígeno en el hipocampo, y se alteran las funciones ejecutivas. Entre otros efectos, disminuye la capacidad para la mentira.

La mujer se apoya en el espejo. Tiene la frente sudorosa aplastada contra el cristal. Su puño izquierdo golpea el cristal con poca fuerza. Aun así, Mentor retrocede un poco. De no mediar los doce milímetros de cristal entre ambos, casi podrían besarse.

O podría matarme, comprende Mentor.

En muchos aspectos, es como si la viera por primera vez. Sin los velos que ella ha tendido, o los que él ha querido tender.

—Era el camino más corto a la victoria —dice la mujer, entre largas aspiraciones.

—Por fin una verdad —dice Mentor, apretando el botón que libera el oxígeno de las paredes. Hay un leve siseo en los tubos del techo. Aún tardará unos segundos en llenar los treinta metros cúbicos de la sala de pruebas.

—No es la que querías, ¿verdad?

—Ni yo ni las familias de los ochenta tripulantes del petrolero.

—¡Sólo era un ejercicio teórico!

—Para el que no mostraste ni un leve atisbo de duda.

—Sin cadáveres no hay gloria. Lamentarlo sería como lamentar las mondas de una naranja.

—¿Harías cualquier cosa por ganar? —dice él, con un escalofrío recorriéndole la columna.

Mentor apenas reacciona cuando ella cae al suelo, medio desmayada. Aún sigue conmocionado por su propio fracaso.

Quizás por eso no escucha la última frase que dice ella. Susurrada, con los últimos restos de aliento, al duro y frío hormigón.

Haría cualquier cosa por ti.

Dos hombres vestidos con monos azules entran en la habitación, y se acercan a ella.

Van a incorporarla. Van a prestarle ayuda. Van a conducirla a la salida.

Ya no tiene sitio en el proyecto Reina Roja.

Nada de todo eso ocurre.

Ella sabe que el velo ha caído. Que ya no tiene la necesidad de retenerse. De ocultarse. Ahora él la ha visto como es. Es, en cierto modo, un alivio. Una liberación.

Ha llegado el momento de revelarse por completo.

Cuando el primero de los dos hombres le pone una mano en el hombro, ella se convierte en peso muerto, para obligarle a inclinarse un poco más. Es entonces cuando reacciona.

Tira de la muñeca de él hacia delante, hasta dejar el cuello a la altura de su boca. Se abalanza hacia él, y muerde con fuerza. La piel se desgarra bajo sus dientes. No logra cerrarlos del todo, pero sí dañar lo suficiente la garganta. El hombre no llega a soltar un alarido, porque la laringe destrozada no se lo permite. Bastante tiene con tratar de no ahogarse, mientras se lleva las manos a la herida abierta y chorreante.

El segundo hombre se ha quedado congelado en el sitio mientras se producía la breve carnicería.

Una cosa es atar, amordazar e insultar a una mujer indefensa, por un experimento científico

(y un sueldo bastante bueno, en plena crisis, a ver dónde voy a encontrar yo otro trabajo a mi edad, y hasta me da tiempo a llegar a casa a ayudar a los niños a hacer los deberes)

y otra cosa muy distinta es ver cómo le clavan los dientes en el cuello a tu compañero de trabajo.

Tan sólo reacciona cuando ella se vuelve hacia él. Apenas tiene sangre en la boca, un resto deslizándose barbilla abajo y goteando en la bata blanca. Lo que le aterra son los ojos, con las pupilas minúsculas como cabezas de alfiler.

Es entonces cuando echa a correr hacia la salida. Casi ha alcanzado la manija de la puerta, cuando algo tira de él hacia atrás. No mucho, unos centímetros tan sólo. Se lleva la mano al cuello, en el punto en el que la mujer le está ahogando usando los cables de los electrodos. Cae al suelo, hacia atrás, sobre ella, intentando liberarse. Es inútil. Uno de los cables se rompe, los demás se le escurren entre los dedos, le laceran la piel. Tratando de incorporarse, de apartarse de ella, lo único que hace es aumentar la presión sobre su cuello. Nota, en los últimos instantes de su conciencia, con la lengua amoratada asomándole entre los labios, los pies de ella afianzándose sobre sus hombros, asegurándose de que la tarea queda completa.

Cuando otros tres hombres irrumpen en la habitación, ella aún sigue aumentando la presión sobre el cuello del hombre. Está agotada, pero no ha dejado de tirar.

Ni de sonreír.

5
Una escena

—Cuando quieran— les reclama la voz de Aguado, desde lo alto de la escalera, al cabo de unos minutos.

La casa tiene ahora todas las luces encendidas. La escalera parece un fotograma de American Psycho, con la sangre secándose sobre el suelo de microcemento. Un decorado al que contribuye el mono de plástico de Aguado. La forense ha colocado plástico con bridas para ayudar a salvar los escalones problemáticos.

En el pasillo, no hay mucho que ver, a juzgar por la escasa cantidad de marcas de señalización que ha colocado Aguado. Las huellas del intruso, las manchas de sangre, y poco más.

Antonia Scott, sin embargo, tiene su propia forma de hacer las cosas. Ignora los triangulitos de plástico naranja de Aguado, y se deja llevar por su entrenamiento. Absorbe cada detalle de la escena del crimen. Su mirada pasa de uno a otro elemento en un bucle incesante en el que las paradas son:

La barandilla de la escalera, donde uno de los remaches está ligeramente separado.

La posición del cuerpo, con el rostro hacia abajo, los brazos debajo del torso.

El pijama, la herida defensiva, loscorteseltraumatismoenlacaraocurremuydecercayesorequiereunaexplicaciónbastaporfavo

—Va a necesitar una de éstas —le susurra Aguado a Jon, que se ha colocado junto a ella, a distancia prudencial.

Le muestra una cajita metálica, pequeña. Jon la coge y se la guarda en el bolsillo.

—Yo me encargo de esto, doctora.

Le arrebata la cajita de los dedos, amarillentos por la nicotina. Normalmente la doctora Aguado huele mucho a tabaco, pero en los últimos días el olor se ha solidificado, parece que lo lleve puesto.

—¿No va a darle una? —pregunta, extrañada.

—No, si puedo evitarlo. En Málaga tuvo una crisis, y la superó.

—No es la primera vez. Verá…

La doctora parece querer decirle algo, pero Jon ataja el tema sin contemplaciones.

—Saldrá por sus propios medios.

—No me parece la mejor solución, dado que…

Aguado no completa la frase. Pero no hace falta. Jon ya sabe a qué se refiere.

Dado que tu vida depende de ello.

—Confío en ella.

—Comprendo —dice ella, alargando lo justo las sílabas de la palabra—. Es su decisión.

La voz escéptica y educada de Aguado suena a «es tu funeral, idiota», pero aun así, Jon no tiene dudas. O muy pocas. O muchas, de acuerdo, pero se aguanta como un auténtico campeón.

No piensa traicionar a Antonia.

Más importante que mantenerse vivo, es mantenerse humano.

—Confío en ella —repite. Más bien para sí mismo.

6
Dos escaleras

El objeto de los desvelos de Jon no inspira demasiada confianza ahora mismo.

Se tambalea, se apoya en la pared, sujetándose la cabeza con las manos. No representa el colmo del equilibrio, ni externo ni interno. Respira fuerte y rápido, y parece bailar a milímetros de un ataque de ansiedad.

Cuenta hasta diez, dejando una respiración entre cada número, descendiendo un peldaño cada vez, hacia el lugar donde necesita estar, hacia la oscuridad. Adonde no consigue llegar.

Los koan apenas sirven. Las palabras ya no la sujetan a nada.

Tienes que hallar tu historia, le había dicho Mentor. Tu historia. Entre la rabia y la serenidad.

En Málaga no había descendido una escalera, sino cruzado un puente. Su historia la había hallado en el recuerdo de su madre. Había ido a un lugar de ella misma donde no había estado nunca. Había regresado herida, pero más fuerte.

No quiere usar ese lugar de nuevo. El dolor es demasiado grande, demasiado reciente. Desde que esto empezó —y Antonia está bastante segura que ese comienzo coincide con el momento en que Jon entró en su vida— sus rituales de paz, sus tres minutos al día, se han vuelto un lujo esporádico. Y, en los últimos días, imposible. La serenidad no es una opción. La culpa la sigue a cada paso que da. A veces tiene la sensación de que, si se da la vuelta lo suficientemente rápido, podrá verlos detrás de ella. La hilera de muertos que ha dejado sembrados en el suelo con su torpeza, con su incompetencia. Por no ser lo suficientemente fuerte.

Y quizás ése sea el problema, razona, parada en mitad de la escalera de su mente, a tan sólo dos escalones de la oscuridad. Quizás estoy equivocada. Quizás lo está Mentor.

Entonces hace algo que nunca había hecho antes.

Se da la vuelta.

Detrás de ella no hay ocho escalones, como antes. Ahora son más, muchos más. Y la escalera no es recta, sino intrincada. Gira sobre sí misma, volviéndose más estrecha a medida que asciende.

Antonia comienza a subir.

Abre los ojos.

De pronto el mundo se vuelve más lento, más pequeño. La electricidad que le hormiguea en las manos, el pecho y la cara, se disuelve.

Toma una última bocanada de aire, y comprueba que los monos de su cabeza están casi silenciosos. No es como la cápsula roja, nada puede serlo. Pero no recuerda haber sentido esta

(cordura)

serenidad desde hacía

(nunca)

mucho tiempo.

Vuelve sus ojos a la escena del crimen. Y comienza a ver.

—El asesino entró por la puerta del jardín. Tienen sensor de presión, así que deduzco que tuvo que desconectar la alarma. A no ser que se olvidaran, que no creo. ¿Doctora?

—Lo comprobaré —dice Aguado.

Antonia no contesta, sigue metida en su burbuja, visualizando los detalles de la escena del crimen, cada uno de ellos, casi como si pudiera rebobinar una película en su cabeza. O, mejor dicho, volverla a filmar. Porque va moviendo a los personajes, en su esquema mental, hasta que encajan con las evidencias.

—Subió las escaleras, y aquí fue donde se encontró con el marido. ¿Cómo se llama?

—Él, Jaume Soler. Ella, Aura Reyes.

—Jaume atacó al intruso con el palo de golf. El intruso debió de protegerse…

Antonia alza el brazo, y luego mueve el cuerpo hacia un lado. Después se agacha y coge el palo de golf, que Aguado ya ha embolsado y etiquetado. Lo estudia detenidamente.

—Es zurdo. Levantó el brazo para protegerse, el mismo en el que tenía el cuchillo.

—¿Cómo…?

—Las marcas en el palo de golf. Probablemente al partirse, resbaló por la hoja. Entonces el asesino y Jaume forcejearon. Uno de los dos fue empujado contra la barandilla.

Señala el punto en el que los remaches se han abierto un poco, las juntas desviadas.

—La pelea fue muy breve. Un hombre medio dormido y desentrenado no tiene nada que hacer contra un asesino experimentado.

Antonia mira al cadáver en el suelo, y luego a la pared, donde la sangre de la mujer ha dejado un semicírculo irregular en la pintura plástica.

—Él era el objetivo —dice.

—Podría haber sido la mujer.

—Primero le apuñaló a él, y luego fue a por ella.

—Quizás fue para eliminar la amenaza que suponía el hombre.

Antonia señala la herida en el costado del cadáver. El desgarrón en el pijama es pequeño, a pesar de haber sangrado con profusión.

—Observe la incisión intercostal. Creo que cuando haga la autopsia verá que ni siquiera ha rozado el hueso.

—Coincido. Esto es obra de un profesional. Una cuchillada certera —le reconoce Aguado.

—La herida de ella era… distinta. ¿Una herida en el estómago, como herida primaria? Eso no es lo que hace un profesional. El objetivo era él. Ella era…

Jon, que ha estado callado todo este tiempo, atento al intercambio entre Antonia y la forense, elige este momento para intervenir.

—El postre. Estaba jugando con la mujer. Pero nosotros aparecimos.