Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Antonia se pone en pie, con la derrota pintada en el rostro. White la observa con una sonrisa triunfal. Saltaba a la vista que no es una mujer a quien le guste perder. Pero ¿qué diversión tendría derrotar a alguien a quien le gustara?

—Si fuera tan amable de sacar el disco duro de la caja fuerte, se lo agradecería —pide White, señalando con el arma.

Antonia rodea el escritorio y mete la mano en la caja fuerte. Detrás de unos cuantos papeles y carpetas encuentra una forma rectangular, forrada de goma roja.

Se lo enseña a White con la mano izquierda.

Con la derecha saca su propia pistola de detrás de la espalda.

—Vaya, Antonia Scott con un arma. Esto es una novedad —dice White, sonriendo.

—No voy a permitirle que se lleve esto —dice Antonia—. Aunque nos mate. Millones de personas sufrirán.

White mira, divertido, al brazo de su rival.

—No tiene usted la mejor puntería del planeta, señora Scott. Si aprieta el gatillo ahora mismo…

Antonia lo hace. Una y otra vez, hasta vaciar el cargador. Las seis balas de .9 mm impactan en el ventanal, abriendo seis agujeros en el cristal a más de metro y medio de White, que no se ha movido mientras Antonia hablaba.

—… fallará, sin duda.

La corredera de la P290 se ha quedado atascada atrás, avisando de que ahora sólo es un trasto inútil. Antonia lo deja caer, y rodea el escritorio.

—No saldrá de aquí, White —dice ella—. ¿Por qué no se rinde?

—¿Rendirme? ¿Con todos los ases en la mano?

White extiende el brazo, reclamando el disco duro. Antonia mira a Jon, inconsciente en el suelo, de cuyo cuello siguen brotando los mortíferos pitidos. No contaba con que, en la última de todas las jugadas, él no pudiera moverse. Así que no le queda otro remedio que confiar en el agente Ruano.

No todos —dice.

White suelta una carcajada, metálica y desagradable.

—¿Aún no ha aprendido que siempre voy cuatro pasos delante de usted, señora Scott? Ya sé que ha pedido la ayuda de unos cuantos agentes de la Policía Municipal. De hecho sé todo lo que ha estado hablando con el inspector, desde el comienzo de nuestro juego —dice, inclinando la cabeza hacia ella, señalándose un auricular en la oreja.

Ella no responde. No se mueve. Sólo le mira, con el disco duro en la mano extendida. Aún a tres metros de él.

—Qué oportuno para su plan que este rascacielos sólo tenga una sola entrada —continúa White—. Pero no ha contado con que la azotea es enorme. Suficiente como para que aterrice un helicóptero.

Antonia asiente con la cabeza, y suelta una carcajada.

Ja.

Es una carcajada sarcástica. Pequeña, pero lo bastante grande y poderosa como para abrirse paso a través de la pena, la rabia y el miedo que le atenazan la garganta.

—¿Qué le parece tan gracioso?

Antonia se encoge de hombros.

—Que ha perdido, sólo que aún no lo sabe.

White entrecierra los ojos.

—¿Y por qué he perdido, si puede saberse?

—Porque dedico tres minutos al día a pensar en el suicidio —dice Antonia.

No ha terminado la frase cuando le arroja el disco duro a la cara. White da un paso hacia atrás de forma instintiva, y su espalda golpea contra el cristal de la ventana.

Un cristal extragrueso, diseñado para ser irrompible.

Pero no para resistir el impacto de seis balas de .9 mm, más el impacto de un cuerpo de ochenta kilos. Enormes resquebrajaduras se forman en el centro del cristal.

No las suficientes para romperlo.

Al menos hasta que Antonia se arroja con todo su peso sobre White, impactando en su cintura, agarrándose a él mientras se lanza hacia delante.

El cristal se despedaza con un crujido.

White suelta la pistola, intentando mantener el equilibrio y deshacerse del peso de Antonia, pero es demasiado tarde. La ventana cede, mientras los cuerpos de ambos, enganchados, caen al vacío.

24
Una negativa

Se tarda cuatro segundos en impactar contra el suelo cuando caes desde el piso dieciocho de un edificio.

Cuatro segundos puede parecer un período minúsculo.

No para Antonia Scott.

En cuatro segundos —con los ojos cerrados, firmemente enganchada al cinturón de White mientras cae al vacío— Antonia es capaz de:

  • calcular la velocidad a la que se desplazan (cuadrática, depende del cuadrado del tiempo de caída). Cada segundo que pasa, caen el doble de pisos que el segundo anterior debido al movimiento acelerado que provoca la única religión verdadera: la Ley de la Gravedad;
  • comprobar que mientras cae, White aprieta el botón que activa la bomba en el cuello de Jon, sin darse cuenta de que el Bluetooth tiene un rango muy reducido de alcance, de menos de quince metros, y que la caída le ha separado demasiado de su objetivo;
  • sentir una extraña sensación de paz al saber que, ocurra lo que ocurra, habrá salvado a su amigo.

No hace más, porque incluso Antonia Scott tiene límites.

Lo único que no los ha encontrado aún es su voluntad inquebrantable.

Ella sigue, incluso cuando se acaba la carretera. Cuando ha caído por el risco, y está cayendo. E incluso cayendo, Antonia simplemente se niega a golpear contra el suelo.

En el último instante, abre los ojos.

No puede ver nada.

Todo es un borrón acelerado. Hecho de viento, de oscuridad, de la nada hacia la que se dirige.

Pero, incluso cayendo, Antonia Scott simplemente se niega a golpear contra el suelo.

Contra lo que golpean el cuerpo de White y el suyo es contra el gigantesco colchón inflable del Parque de Bomberos #11 de Hortaleza. El mismo que tan específicamente había indicado a Ruano en la nota que le pasó en el coche, hace tan sólo tres horas.

Ignore todo lo que le he dicho antes. Acuda al Parque de Bomberos #11 de Hortaleza y consiga el inflable antisuicidios y personal que le ayude. Despliéguenlo en el suelo, en la esquina del edificio más cercana al quiosco de prensa de Torre Espacio. A una distancia exacta de dos metros de la pared del edificio. Porcentaje de dureza: 92%. Exactamente dentro de dos horas y cincuenta minutos, no antes. Entonces detendrá al hombre que mató a su compañero.

Ruano había seguido las instrucciones de Antonia al pie de la letra. Setenta y ocho palabras exactas, pero nada fáciles de cumplir. El jefe de Bomberos del #11 de Hortaleza discutió con él durante más de una hora hasta que se dejó convencer de que sacara su carísimo equipo en dirección a lo que parecía una broma. Y no sólo necesitaba su ayuda para que le entregara el colchón, sino también la de otros ocho bomberos para transportar y desplegar los 371 kilos de goma y tela que pesaba, y manejar el tiempo de inflado, que era de varios minutos y requería a un especialista para calibrar el porcentaje de dureza. Al final, lograron tener listo el dispositivo tan sólo un par de minutos antes de que dos cuerpos saltaran al vacío desde el piso dieciocho del rascacielos, ante la mirada atónita del jefe de bomberos y de sus seis hombres.

Antonia tampoco lo tiene nada fácil.

Incluso con el colchón antisuicidios.

Incluso firmemente agarrada a White para concentrar la masa.

Incluso con todas las veces que ha anticipado un momento como éste durante sus sesiones de tres minutos.

Nada la ha preparado para algo así.

El choque es brutal, aterrador.

El estómago de White le golpea en la cara con el primer rebote, partiéndole la nariz y llenándole la boca de sangre, mandando minúsculas gotas escarlata en todas direcciones.

La fuerza del impacto envía los cuerpos de ambos a una altura de casi seis metros.

Separándoles.

Haciéndoles cruzarse en el aire.

El antebrazo derecho de Antonia impacta con el rostro de White, rompiéndose, y fracturando el pómulo del asesino, que pierde el conocimiento en ese mismo instante.

Cuando caen de nuevo sobre el colchón, el segundo rebote les mandó el uno contra el otro, rodando en un abrazo deslavazado que termina con los dos en el centro de la goma.

Maltrechos, pero vivos.

Antonia, antes de perder a su vez el conocimiento, puede ver las esposas del agente Ruano cerrándose sobre las muñecas de White.

Quiere añadir toda clase de precauciones, de avisos, de prevenciones.

Le es imposible.

La oscuridad se adueña de ella.

EPÍLOGO

Una convalecencia

A partir de ahí, las cosas fueron bastante aburridas.

Antonia acabó en el hospital. Hubo que operarla de urgencia aquella misma noche para volver a colocar el hueso del brazo en su sitio. Resultó que tenía rotas también tres costillas, que le provocaban un daño insoportable. Pese a todos los ofrecimientos de los médicos, no aceptó ninguna medicación para el dolor.

En lugar de eso, se dedicó a hacer llamadas, tan pronto como despertó. El primer asunto —encontrar a Aguado— fue infructuoso. A la forense se la había tragado la tierra. Decidió posponerlo.

El segundo asunto era más importante.

Habría ido en persona a encargarse de los detalles, pero había un policía en la puerta puesto ahí para evitar ese punto concreto. La ausencia de Mentor complicó mucho el proceso, pero Antonia no es de las que se dan por vencidas fácilmente.

El propósito de sus llamadas —largas y extenuantes para todos sus interlocutores— fue desarrollar un protocolo específico para evitar que el señor White escapase.

—Le aseguro que… —comenzaban todas las conversaciones.

—Le aseguro yo a usted que, si no obedece al pie de la letra mis instrucciones, la seguridad de usted y de toda su familia está en riesgo.

En los casos más desesperados, Antonia obligaba a un contacto suyo de la Agencia Tributaria a llamar al reticente. Nadie, ni siquiera los más honrados de ellos, se resistió a esa amenaza.

—Es usted una mujer cruel. Pero se hará lo que dice.

—Me alegro, porque tengo una nueva sugerencia. Un único envío de comida al día. Se depositará en la primera habitación. La primera puerta se cierra, se abre la segunda. En ningún momento se permitirá a ninguno de los celadores tener contacto directo con el preso, ¿de acuerdo?

—Está bien, señora. Jesús, qué carácter.

—Con esto a lo mejor son capaces de retenerlo cinco semanas —dijo Antonia, tras unos cálculos rápidos—, mientras buscamos algo definitivo.

—¿Cómo que definit…?

Antonia colgó, sin despedirse. Tenía otra llamada, una que estaba esperando con el corazón encogido.

—Buenos días.

—Me han dejado un mensaje en recepción diciendo que llame a este número —respondió Carla Ortiz.

—¿Cómo sabías que no era una trampa?

Antonia no se había atrevido a pactar ningún modo de comunicarse con Carla tras su huida para poner a salvo a su familia, ni tampoco un código. Ninguno le parecía lo suficientemente seguro. Le había dicho «Yo te encontraré», creyendo genuinamente que eso pasaría. Pero sin tener ni la más remota idea de cómo hacerlo.

Después de que White le dijera que estaban en San Salvador, esa tarea se había vuelto más fácil. Había dejado un mensaje en recepción, porque era muy tarde cuando llamó. Pero había añadido un toque que le recordaría a Carla la aciaga noche en el túnel.

—Al parecer, la persona que dejó el mensaje pidió que dibujase debajo un pato.

—¿Lo ha hecho bien? La mayoría de la gente no sabe dibujar.

—El animal era reconocible, si exceptuamos que lo ha dibujado fumando —rio Carla—. Creo que hay dos personas que quieren hablar contigo. Pero antes dame buenas noticias.

—Volvéis a casa.

—¿Se ha acabado?

—Se ha acabado.

Carla soltó un suspiro de alivio y le pasó el teléfono a Jorge.

—¡Mamá, he ido en avión! Nos pusieron una película. Es mi película favorita ahora. ¿Sabes cuál es?

Antonia no lo sabía, le dijo. Pero estaría encantado de saberlo.

¿Y Jon?

El inspector Jon Gutiérrez se despertó en el hospital, con más incertidumbre y hambre que dolor de cabeza. Lo primero que hizo fue preguntar por Antonia y por Sandra. En cuanto le confirmaron que una estaba viva y la otra muerta, entró en juego el apetito. Hubo que recurrir a varios enfermeros para impedirle bajar a la cafetería a por un sándwich al grito de «estoy perfectamente, sólo ha sido un golpe de nada». Se negó a probar bocado de los platos insípidos y descoloridos que le ponían delante, alimentándose a base de manzanas y yogures, lo único que le inspiraba cierta confianza.

Al final, fue la propia Antonia —con un brazo en cabestrillo y la bata de hospital dejando asomar las bragas— la que acabó yendo a un restaurante cercano a buscarle algo decente que comer.

—Cinco huevos fritos y tres chorizos —dijo Jon, con voz neutra, cuando abrió el recipiente plástico del restaurante.

—Me ha parecido apropiado. Si quieres puedo bajar a por otra c…

Antonia detuvo su ofrecimiento cuando vio a Jon atacar los huevos, con lágrimas en los ojos.