Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Mentor no contesta.

Caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos. Eso le dije. ¿Sabes de quién es esa frase?

Claro que lo sabe. Pero no va a admitirlo.

—Tuya, Mentor. Esa frase es tuya. Una de esas con las que excusamos actos de los que no estamos particularmente orgullosos. Nuestras mentiras, nuestros engaños, nuestros atajos.

—¿No crees que Jon…?

Antonia alza un dedo.

—Ni se te ocurra. Ni se te ocurra volver a usar el nombre de la persona más honesta y buena que he conocido para justificar lo que has hecho.

—Teníamos que averiguar qué había ocurrido, Antonia. Había matado a su compañera. Eso no viene de la nada.

—Está bien. Cuéntamelo todo.

—No puedo decirte más, Scott.

—¿No puedes, o no quieres?

Mentor se cruza de brazos. Lo que le queda aún de dignidad, no va a consumirlo de una sentada. Pretende dejarse algo para después.

—No puedo, y no quiero.

Pero Antonia aún sigue con hambre.

—Déjame que te cuente yo qué es lo que sucedió, a ver si soy capaz. Tú limítate a asentir, si es que acierto. ¿De acuerdo?

Mentor duda, pero sabe que está acorralado, y que la única manera de salir del rincón en el que él mismo se ha encerrado es hacia delante.

Así que, asiente.

—Los jefes de equipo os pusisteis de acuerdo después del atentado de Colonia en que había una amenaza externa que justificaba la tortura de un miembro del proyecto Reina Roja que no colaboraba.

Asentimiento.

—Ninguno de vosotros os atreveríais a hacer algo así personalmente —sigue Antonia, hablando despacio, camuflando el interrogatorio de pensamiento en voz alta—. Quizás se lo encargaste a alguien.

No hay asentimiento.

—Quizás alguien te lo encargó a ti.

La cabeza de Mentor sigue quieta. Gracias al cielo por los pequeños favores.

—Ocurrió, sin más. No es que importe —miente Antonia, no demasiado bien—. Alguien lo hizo. Supongo que nada demasiado brutal. No somos unos salvajes. Tampoco nada demasiado lento, vamos con prisa. Nada de terapia de insensibilización, privación de sueño… ¿Holandés errante? ¿Suspensión boca abajo? ¿Waterboarding?

Antonia recita hasta que uno de los nombres provoca una reacción mínima en las pupilas de Mentor.

Waterboarding. Un clásico, casi infalible. Dime una cosa, ¿lo viste?

No hay asentimiento.

—No, claro que no. No es tu estilo. Delegar y esperar resultados es tu estilo. Bueno, pues déjame que te refresque el procedimiento. Se introduce al sujeto en una bañera llena hasta la barbilla. Se le coloca una toalla sobre la cara. Después se vierte agua sobre la toalla.

Mentor se enciende otro cigarro, pretendiendo aparentar indiferencia, o quizás distancia. Antonia no olvida que fue él quien le enseñó las técnicas básicas de interrogatorio.

Pero ella, a su vez, ha aprendido unas pocas.

—A través de la tela, el líquido comienza a inundar la nariz y la tráquea del sujeto. El cerebro cree que está sumergido por completo en el agua, así que vienen espasmos incontrolables, vómitos. El sufrimiento es atroz, porque el sujeto está en el umbral de la muerte, pero sin cruzarlo en ningún momento. Un minuto entero muriendo. Sesenta segundos completos.

Mentor continúa con el cigarro en la mano, pero la mano no viaja a la boca. El fuego va transformando el papel y el tabaco en un irregular cilindro de ceniza que amenaza colapsar sobre el cristal.

—El sujeto se derrumba en menos de un minuto. Nadie resiste más. Muchos se hacen todo encima. Cuando les quitan la toalla de la boca, cuentan todo lo que saben, sin importar las consecuencias.

—No se le puede mentir al agua —dice Mentor, ausente. Sin darse cuenta de que la brasa del cigarro está a punto de quemarle la falange del dedo.

—No se puede. Así que Seedorf habló. A ver si adivino lo que os contó: un hombre había contactado con él. Quizás primero por mensaje, después por teléfono. Probablemente acompañaría el primer contacto con una demostración de fuerza. Una foto, un dedo arrancado.

—Un pañuelo manchado de sangre —reconoce Mentor, dándose cuenta por fin de que el fuego le ha alcanzado. Apaga el pitillo sin mirar.

—De un familiar de Seedorf. ¿La esposa?

—La madre.

—Y unas instrucciones claras. Tenía que matar a su Reina Roja, la mujer a la que había jurado proteger, para salvar a la mujer que le había dado la vida.

Asentimiento.

—Tampoco podía deciros nada. Se suponía que debía suicidarse después. Era el modo de salvarla.

Asentimiento.

—Vosotros le robasteis incluso ese consuelo. ¿Aún sigue vivo?

Asentimiento.

—¿Y su madre?

La cabeza de Mentor no se mueve.

La de Antonia da vueltas.

Se toma unos instantes para digerir todo aquello. No demasiados. No puede permitírselo, o dejará que la furia y la indignación se apoderen de ella. En ese momento, para ella, los sentimientos son un objeto de lujo al otro lado de un grueso escaparate.

—Intuyo que antes de que obtuvierais esa información, White no era sospechoso.

Asentimiento.

—Porque nadie consideraría sospechoso a un fantasma. A un invento de la española rarita. La desquiciada inestable que perdió el asidero de la realidad. Tus compañeros me habían puesto algún mote, ¿verdad?

No hay asentimiento. No hay nada. Lo cual termina de confirmar las sospechas a Antonia.

—Dime una cosa… ¿Habías mencionado a White a los demás jefes de equipo, una sola vez? ¿Aunque fuese sólo para reírte de mí?

Mentor, que ya ha logrado recomponer un poco su dignidad ante sí mismo, dice una verdad, para variar.

—No —admite.

Antonia menea la cabeza. Lo que siente no es dolor. Ni siquiera decepción.

Lo que siente es åselichibå. En oromo, lengua hablada por cuarenta millones de personas en el cuerno de África, el lago de aburrimiento que produce la estupidez ajena.

Un enorme, angustioso hastío. Un mar de tedio en el que ahogarse, en el que dejarse ir. Cuando la más digna acción del ánimo no es alzar los brazos, sino bajarlos.

Quizás en otras circunstancias Antonia se habría limitado a marcharse. A levantarse e irse, sin mirar atrás.

Pero no puede hacerle eso a Jon.

Ni a Marcos. Ni a Carla.

Ni a ella misma.

Así que respira hondo, se levanta de la mesa y se acerca a Mentor.

—Torturaste a un hombre para que te dijese algo que ya sabías. Te lo dije yo, hace años. Si entonces me hubierais apoyado, si me hubierais ayudado a encontrar a White, ahora tú y yo no estaríamos aquí.

Antonia le arrebata el ordenador, y vuelve a encender las pantallas.

Comienza a apretar teclas a toda velocidad, recuperando las imágenes de la base de datos, acumulándolas en los monitores, acorralándole poco a poco.

Las fotos de la escena del crimen de La Finca. Un niño desangrado, el primer asesinato de Sandra Fajardo.

—No habrían muerto inocentes.

El desastroso resultado de la intervención de la USE en casa de Nicolás Fajardo, cuando Sandra hizo detonar dos bombas consecutivas.

—No habrían muerto policías.

Las recientes muertes de Holanda, Inglaterra, Alemania.

—No habrían muerto nuestros compañeros.

Antonia cierra el portátil, con manos temblorosas. Las pantallas están inundadas de los pecados de Mentor, de los pecados por omisión, de los que ella, por supuesto, se siente igualmente responsable.

—Ya es suficiente, Scott —dice Mentor, con la voz rota.

—No. Falta lo más importante. Falta que me digas cómo, cuando logre recuperar a Jon, voy a ser capaz de pedirle que vuelva. Sabiendo que algún día tú podrías justificar su tortura.

Mentor abre la boca para contestar, pero nunca llega a hacerlo. Porque en ese momento suena el móvil de Antonia.

Dos pitidos, vibración.

Ella lo saca del bolsillo.

Lee el mensaje.

Echa a correr.

7
Una puerta de garaje

Desoye los gritos de Mentor a su espalda. Ignora la cara de sorpresa de Aguado cuando pasa corriendo a su lado. No tiene tiempo para nada de eso.

El Audi A8 está abierto, y la llave puesta. No se pone el cinturón de seguridad, ni ajusta el asiento, configurado para alguien treinta y cinco centímetros más alto que ella. Tampoco hay tiempo para eso.

El mensaje no le deja mucho margen. Contiene una localización, y cuatro palabras.

OCHO MINUTOS.
TÚ SOLA.

Así que Antonia pone el motor en marcha y se dirige hacia la puerta del parking, que permanece firmemente cerrada. Antonia rebusca por el coche, pero el mando a distancia no aparece. Y los segundos corren.

El teléfono de Antonia, entretanto, se ha emparejado automáticamente con el manos libres del Audi, y la voz de Mentor suena por los altavoces.

—Espero que tengas una buena explicación.

—Claro que la tengo.

El silencio posterior aclara que no piensa darla.

—Te ha llamado él, ¿verdad? Dame la dirección, puedo montar un operativo.

Antonia se muerde un labio mientras considera las opciones. El lugar de la cita es enorme, el tiempo del que disponen es mínimo. No es una buena idea.

—No es una buena idea —dice, en un ejercicio de coherencia—. Abre la puerta.

—Scott…

—Habrá pensado en todo. Y es la vida de Jon lo que nos estamos jugando. Por una vez en tu vida, déjame hacer las cosas a mi modo.

—La excepción será cuando eso no suceda —dice Mentor.

—Sin que protestes —aclara Antonia.

Aclara tarde, porque Mentor ya ha colgado. El sonido de la llamada terminando coincide con el zumbido metálico de la puerta del parking abriéndose.

Antonia pisa a fondo, y el bastidor del coche suelta chispas cuando roza con la rampa al salir.

8
Una excepción

Mentor reflexiona unos instantes sobre la situación, con el puño apoyado contra la pared, la frente sobre el puño, los ojos cerrados. Su cuerpo forma un juego de contrapesos.

Hay demasiado en juego, concluye, como para confiar en que Antonia Scott haga las cosas a su modo.

Con esta decisión, su anatomía parece recuperar el equilibrio.

—Envíe un mensaje a los demás. Que vuelvan inmediatamente. Y no la pierda de vista —ordena a la doctora Aguado, que ya está de nuevo en la sala de reuniones, sentada frente al portátil. En las pantallas se ve un mapa en el que la localización del Audi A8 se muestra como un punto rojo en movimiento.

9
Una cita

El puntito rojo en movimiento va a setenta kilómetros por hora, doblando esquinas de calles con nombres de mes. Pasa por Febrero, Marzo y Diciembre, recorre una manzana en contradirección y toca el claxon repetidas veces cuando alguien tiene la inoportuna idea de cruzarse en su camino. Para Antonia Scott las normas de tráfico son más bien sugerencias, recordatorios bienintencionados a los que hacer caso tan sólo cuando no tienes nada mejor que hacer, como cuando Facebook te notifica el cumpleaños de un primo.

Así llega a la avenida Invierno, con su límite de velocidad de treinta, a unos considerables ochenta kilómetros por hora. Hay varios autobuses aparcados, pero las cosas sólo se ponen complicadas cuando llega a la calle de Samaniego. Que es de doble sentido, y está completamente atascada.

Antonia maniobra, sube las ruedas derechas a la acera. Conduce así durante quinientos metros más, entre los pitidos cabreados —y más de una mirada de envidia— de los padres de familia que hacen cola, con los coches repletos de niños con vejigas repletas, para entrar en el parking del centro comercial.

Antonia no puede hacer la cola, ni quiere dejar el coche abandonado en mitad de la calle, porque no sabe si lo va a necesitar después. Así que pega un volantazo y enfila el parking del Aldi que hay frente al centro comercial. Hay una barrera de esas que te hacen aguardar a que cojas un tíquet, pero Antonia la ignora (su infracción grave número treinta y seis en los últimos siete minutos), y se limita a apretar el acelerador. La barrera metálica deja una preciosa raya triple al arrastrarse sobre el capó antes de partirse contra el parabrisas.

Milagrosamente, la plaza de minusválidos junto a la entrada no ha sido malocupada aún por ningún imbécil, así que Antonia se echa a la espalda la tarea.