Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Tan sólo una familia normal, de camino a pasar un día anodino en el centro comercial junto a otras familias normales. Antonia se pregunta qué han hecho ellos para obtener aquella vida y qué ha hecho ella para merecerse la que lleva. No halla respuesta, por supuesto. Sólo…

Pothos.

En griego, el deseo de lo inalcanzable.

Antonia desea, no por primera vez, tener una familia en la que refugiarse, un lugar en el que esconderse. Pero no hay nada, más que el feroz chillido de los monos en las profundidades de su mente. Con tan cuestionable arrullo, se queda dormida.

Cuando despierta, el sol está bien alto en el cielo.

Baja del coche, frotándose los ojos, con la vejiga repleta y la lengua pastosa. Están en el aparcamiento de una nave industrial anodina en mitad de un barrio anodino. Rejas, al sur del aeropuerto Adolfo Suarez Madrid Barajas, es un rectángulo desconocido, el último borrón que los viajeros ven antes de que el taxista les avise de que son treinta euros, muchas gracias. Cierto, millones de personas visitan Plenilunio cada año, es el centro comercial más grande de la ciudad. Pero ninguno se aventura más allá del aparcamiento. En las cercanías hay un barrio relativamente consolidado. Pero en el lado este, a un par de kilómetros, el panorama se transforma. Los edificios medianamente ordenados dejan sitio al caos. Naves vacías al lado de viviendas unifamiliares destartaladas, huertas con caballos, edificios de oficinas a medio construir. Solares en cuyas vallas cuelga un SE VENDE, carteles de los que el sol ha devorado el rojo y el negro, para vomitar un rosa pálido y un gris pretérito. Carteles en los que ya no se lee el teléfono. Pero, si se leyera, se vería que tiene sólo siete cifras.

Un lugar dejado de la mano de Dios y de sus superiores directos, los concejales de Urbanismo.

Un puñado de calles con nombres de meses, en los que agosto y diciembre se parecen demasiado.

No hay camino que llegue hasta aquí y luego pretenda salir, y por eso fue el lugar que Mentor eligió para erigir el cuartel general del proyecto Reina Roja en España.

Desde fuera sólo es una nave industrial más, con un aparcamiento vallado, un nombre respetable de una empresa de fabricación de áridos, un edificio de aluminio arriba y cemento abajo.

Mentor está sentado en las escaleras de cemento del edificio, apurando un cigarro. A juzgar por la altura de la montaña que han hecho las colillas entre sus pies, no se ha movido de ahí desde hace horas.

—Estás fumando demasiado —dice Antonia, mientras recorre la distancia entre el coche que le ha servido de cama y los escalones que le han servido a Mentor de sala de espera.

—Mi mujer opina lo mismo. Pero nunca es buen momento para dejarlo.

—¿Por qué no me has despertado?

—Ya sabes por qué. Acabas de volver de una misión larga. Y te has pasado la noche en vela.

—No tenemos tiempo que perder.

—Cuando no duermes te pones irritable y consentida.

Antonia protestaría y daría una patada en el suelo, pero ha podido dormir lo suficiente como para limitarse a respirar fuerte y subir en dos zancadas las escaleras.

Al otro lado de una puerta de cristal —sin cerradura ni nada— hay un mostrador de melanina descascarillado, un suelo de linóleo, una zona de espera con dos butacas que dejan ver el relleno y unas cuantas revistas sobre áridos, incluyendo los últimos números de ANEFA, la revista oficial del ramo. En el número de este mes, ¡todo sobre las arenas silíceas!

—Identificación, por favor —dice un joven, desde detrás del mostrador.

Antonia mira a Mentor con hastío. Mentor se encoge de hombros.

—El chico es nuevo.

—El chico es obediente —dice el chico.

—No puedo relajar las costumbres. Además, hace mucho que no vienes por aquí. Tiene que comprobar que eres tú.

Antonia cede y se acerca a lo que parece la carcasa sucia y remendada con celofán de una webcam que ya era vieja antes de que Zuckerberg fundase Facebook.

En su interior, por supuesto, se esconde un escáner retinal de última generación, que hace que suene un pitido en la pantalla oculta tras el mostrador.

—Todo listo, señor.

—Gracias, agente. Vamos, Scott —dice Mentor, señalando la puerta. Ella le mira, sin moverse del sitio.

—¿Has acabado con las lecciones?

—No sé de qué me hablas.

Con un gesto de fastidio, Antonia sigue a Mentor hasta una puerta metálica, que se desbloquea con un zumbido. Mentor tira de la manija, pero Antonia agarra la puerta, impidiéndole abrir.

—Me has dejado dormir cuatro horas en el coche. Ahora, el numerito de la entrada. Intentas decirme algo, eso no se me escapa.

—Scott, realmente te hemos echado de menos.

—Ahorraríamos tiempo si me dijeras directamente qué es.

Mentor se muerde el labio inferior, intentando reunir paciencia.

—El mensaje es que no estás sola en esto y que tenemos que tener más cuidado que nunca.

—Mensaje recibido. Y ahora, si no te importa, tenemos que empezar a buscar a Jon Gutiérrez.

—¿Qué te crees que hacíamos mientras dormías? —dice Mentor, abriendo la puerta, por fin.

Antonia contiene la respiración al entrar. Casi había olvidado lo imponente que es el lugar.

Casi, porque Antonia no olvida nada.

5
Un cuartel

La recepción cochambrosa con muebles de los años noventa da paso a un espacio abierto y diáfano de seis metros de alto. Del techo cuelgan potentes focos de 1250 vatios, que iluminan una serie de estructuras interconectadas, fabricadas en hormigón y fijadas al suelo con vigas de acero, un pueblo en miniatura. Una zona a la entrada sirve de parking para los Audi A8 modificados. De las cuatro plazas, sólo una está ocupada. Sobre el resto, alguien ha pegado en el suelo fotos a tamaño DIN A3 de los sucesivos siniestros.

Antonia se permite una media sonrisa al ver las imágenes. A Mentor no se le escapa el gesto.

—No tiene gracia. Habéis mandado al desguace trescientos mil euros en menos de un año.

—Yo sólo cien mil. Los otros se los cobras a Jon.

—Me estoy pensando lo de rescatarle.

El primero de los módulos de cemento junto al que pasan es una estructura cúbica con una ventana enorme en uno de sus lados. El interior está a oscuras, pero Antonia no necesita luz para saber lo que hay dentro. Conoce de memoria hasta el último centímetro de la sala de entrenamiento. Y no son recuerdos felices.

Aparta la mirada y aprieta el paso. Delante del laboratorio de la doctora Aguado está aparcado el MobLab, y más allá el bloque que contiene la sala de reuniones. Un espacio abierto con una gran mesa en el centro, y una docena de monitores de treinta pulgadas fijados a la pared.

Nadie ha dedicado ni un minuto, ni una gota de pintura a adecentar el cuartel general del proyecto Reina Roja. No hay ni un solo elemento en el lugar que no sea funcional o que no parezca comprado en la ferretería de Blade Runner. Quizás por eso a Antonia le resulta tan hermoso.

Y a pesar de ello no ha entrado en esa sala de reuniones desde hace casi cuatro años.

Mentor se hace a un lado, para permitirle el paso. Pero, al fijarse en su mirada, en sus puños apretados, se lo piensa dos veces.

—Cuando estés lista, Scott.

No parece que eso vaya a suceder pronto.

El corazón de Antonia está acelerado, el aliento entrecortado. Ahora que Jon depende de ella, el pánico la invade. O quizás —más bien— es que ella permite al pánico entrar porque ya no le quedan excusas.

Después de todo este tiempo huyendo de lo que es, de lo que puede hacer, la realidad ha acabado alcanzándola. Antonia es cinturón negro en mentirse a sí misma, pero incluso ella es capaz de reconocer que desea tanto como teme cruzar la puerta y entrar de nuevo en esa habitación.

Aunque no sea una buena idea.

Aunque el hombre al que le hizo la promesa de no regresar jamás a esa sala, esté ahora en una funeraria, sin nadie para velarle.

Aunque un peso plomizo en la boca del estómago le pida darse la vuelta y huir de la jaula de cemento. Del lugar que la transformó para siempre en algo infinitamente mejor, infinitamente más odioso.

Entonces mira a través del hueco de la puerta, y ve que todas las pantallas se han unido para ofrecer una única imagen fragmentada. El rostro del inspector Jon Gutiérrez. Con su pelo ondulado tirando a pelirrojo, su barba espesa, tirando a cana. Con esa mandíbula cuadrada del tamaño de un diccionario. Los ojos, entrecerrados por el resplandor del flash.

Incluso en su estado alterado, Antonia percibe el truco sucio de Mentor. Le enfurece la capacidad que tiene para manipularla.

—Tómate tu tiempo —susurra la voz de Mentor, junto a su oído.

Antonia abre la boca para hablar, pero él la interrumpe, desde más cerca. Sus labios casi llegan a tocarla. Su aliento caliente y amargo de fumador le eriza la piel.

—Si lo siguiente que me vas a decir es que no puedes, ahórratelo. Sea lo que sea lo que esté pasando en tu cabeza, supéralo. Te he dejado una noche para poner a salvo a tu familia y una mañana para que descanses. Eso es todo. Porque ese hombre cuyo rostro estás mirando te ha salvado la vida más veces de las que puedes contar.

Al oír esto, a Antonia le invade una repentina certeza.

El peso en el pecho se aligera, la respiración se ralentiza. Los monos de su cabeza gritan un poco más bajo. Eso es lo hermoso de las certezas. Nos nutren con un cierto alivio.

Antonia exhala el aire que había estado reteniendo y se vuelve hacia Mentor.

—Sí que puedo.

—Ésta es mi chica.

—No me has entendido. Sí que puedo contarlas. Son siete —dice Antonia, entrando en la sala.

6
Una pregunta

La doctora Aguado se levanta al ver entrar a Antonia. Rondará los cuarenta. Pestañas largas, maquillaje desvaído, piercing en la nariz, una pícara languidez en la mirada. Ahora con una chispa de miedo.

—No sabe cómo lamento lo de…

Aguado se detiene, porque en realidad no sabe ni por dónde empezar. Antonia asiente, con respeto. Se alegra de verla allí.

—Vamos a trabajar.

—Por supuesto. Ah, casi me olvido —dice la doctora, alargándole un vaso con agua y otro, más pequeño y de plástico, que contiene una cápsula roja.

Antonia menea la cabeza, intentando que los ojos no se le cuelen dentro del segundo vaso.

La forense mira a Mentor, extrañada, pero éste le hace un gesto, y Aguado retira la pastilla de encima. Sólo entonces Antonia se sienta, en su sitio de siempre, frente a las pantallas. Las ruedas de la silla, una Herman Miller Aeron (de la talla más pequeña, para que no le cuelguen los pies), hacen un característico sonido metálico sobre el cemento cuando se aproxima a la mesa.

—¿Qué tenemos?

—Todo eso —dice Mentor, señalando frente a ella.

La superficie de cristal de la mesa está cubierta por decenas de informes y fotografías. Antonia se inclina un poco, apoya los codos en la mesa y comienza a recorrer con los ojos cada uno de los documentos. Cincuenta segundos después, alza la cabeza de nuevo.

—O sea, nada.

—La matrícula de la furgoneta era falsa, pero eso ya lo sabes.

—El número era el mismo que el del coche en el que se suicidó la auténtica Sandra Fajardo —interviene Aguado.

—¿Una broma macabra, Scott?

—Nos deja su firma. Como si no estuviera por todas partes.

Antonia aún recuerda cómo se había parado a saludarla antes de subir a la furgoneta en la que se llevaban a Jon. Una mujer elegante, de rostro amable.

Un rostro amable que nadie más que ella ha visto.

—¿Hay alguna cámara de seguridad? ¿Tráfico? ¿Algo?