Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

La puerta se cierra a sus espaldas, cuando Jon y Antonia entran. Lo que tienen enfrente, encadenado a la mesa de acero inoxidable, no se parece en nada a la foto que habían visto de camino aquí.

El pelo ha desaparecido, para empezar. Se comprende enseguida por qué lo llevaba largo: sus orejas son dos grumos de cera caliente.

Detrás del pelo ha ido la masa muscular. En ausencia de los esteoroides, la piel de sus brazos aparece ahora descolgada, sobrante. Su barriga es claramente visible a través de la camiseta, incluso sentado. Pero lo peor no está ahí, sino en el rostro. La cara lleva pintada una expresión que Jon conoce bien. Ese look de presidiario, esa cura de humildad. La ceja partida, costras en la cabeza, la nariz hundida. Ha envejecido una década.

No es la cara de un hombre inocente, piensa Jon, que de pronto siente miedo de que este tiro al aire de Antonia no sea más que una enorme pérdida de tiempo. Hace un esfuerzo enorme por no mirarse el reloj, que en su muñeca parece haber aumentado tres kilos de peso y cincuenta grados de temperatura.

—Señor Blázquez —dice Antonia, sentándose frente a él—. Somos los inspectores Scott y Gutiérrez.

Lo que hicieron entonces

La sala es negra y está llena de luz. Paredes y techo están alfombrados de material aislante, tan grueso que no deja pasar el sonido. Cuando Mentor habla por los altavoces, su voz parece venir de todos sitios al mismo tiempo.

La candidata 798 está sentada en el centro, en la posición del loto, vestida sólo con camiseta negra y pantalones blancos. Está descalza. El aire de la habitación es frío, aunque eso puede cambiar en cualquier momento. Mentor controla la temperatura a su antojo, para poner las cosas más complicadas durante el entrenamiento

—Te has dejado olvidado en casa el permiso de conducir. No te detienes en un paso a nivel, te saltas un ceda el paso, vas siete manzanas en dirección prohibida. Hay un policía de movilidad siguiéndote, pero no hace nada para impedírtelo. ¿Por qué?

—Porque voy andando —responde la mujer al momento.

—Fácil. Abre los ojos.

La mujer mira el enorme monitor situado frente a ella. La pantalla a oscuras deja paso a una instantánea con dos grupos de personas a punto de cruzar un semáforo.

—¿Qué ves?

Los ojos de la mujer escanean la imagen a toda velocidad, y encuentran la discordancia enseguida.

—A un lado de la acera sólo hay hombres, al otro lado sólo mujeres.

—Demasiado fácil y demasiado lento.

Debajo del monitor hay un cronómetro con los números en rojo. Mide el tiempo con una precisión de milésimas de segundo. Ahora marca 03:138. Tres segundos y ciento treinta y ocho milésimas.

—Un pueblo tiene cien parejas de habitantes. Si nacen dos hijos por cada uno de los habitantes del pueblo, pero veintitrés mueren, ¿cuántos habitantes tiene el pueblo?

La mujer está agotada. apenas ha dormido esta noche, Mentor exigía que hiciera ejercicios de memoria, casi seis horas seguidas recitando números primos. Duda.

—Seisc… No. Quinientos setenta y siete.

Los números se detienen en 04:013.

—Demasiado lento. No progresas lo suficientemente rápido.

—¡Necesito descansar un poco!

La mujer siente los ojos pesados, la cabeza ligera. Mentor está jugando de nuevo con la cantidad de oxígeno de la habitación. Ella se pregunta por primera vez si está haciendo lo suficiente para conseguir su objetivo. Si va a lograr estar a la altura. Tampoco es que haya nadie esperándola en casa. Tampoco es que tenga nada más importante que hacer.

Ella quiere esto. Necesita esto.

Está muy segura. Tan segura como no lo ha estado nunca de nada.

Mentor le habla cada día de alcanzar su pleno potencial. De hacer cosas que nadie más es capaz de hacer, de llegar más lejos de lo que nadie ha llegado antes. Y ella está de acuerdo, como si cada palabra que él dice fuera un pensamiento que surge de su propia cabeza. Haría cualquier cosa por satisfacerle, por conseguir de él una alabanza, un elogio.

Pero está tan cansada.

—Si tan sólo pudiera… —comienza a decir.

No logra concluir la frase. La puerta se abre, y entran tres hombres con monos azules. La mujer se gira, extrañada, pero no tiene tiempo de protestar. Uno de ellos le inmoviliza los hombros rodeándole con los brazos y la derriba, el otro le sujeta la cabeza contra el suelo.

El tercero y lleva una jeringuilla en la mano.

Cuando entra en el campo de visión de la mujer, ésta contiene un grito a mitad de camino entre el alivio y el triunfo. Sabía que esto iba a ocurrir. Lleva exigiéndole a Mentor que pase, desde hace mucho tiempo. Aun así, ella se resiste, lucha. Porque es lo que él espera que haga.

En la cabina de observación —ya no están en la Universidad Complutense, sino en un lugar mucho más pequeño y secreto, en un polígono cercano al aeropuerto—, Mentor conversa con un octogenario pequeño, tembloroso, calvo y medio ciego, vestido con una chaqueta de cuadros escoceses. El viejo no tiene muy buen aspecto. Hace mucho que se desliza por la ladera descendente de la vida haciendo slalom.

Tampoco nos quedemos con su edad. Quizás sea el genio neuroquímico más grande de su generación. Su nombre sonaría entre los candidatos al Nobel si no estuviera un tanto desequilibrado.

—Es la segunda vez que presencia el procedimiento. Ya debería estar un poco más tranquilo —dice el doctor Nuno, observando la incomodidad de su acompañante.

Mentor apoya en el cristal una mano con los dedos algo amarillentos por la nicotina, y observa cómo la inyecta a la aspirante antes de hablar.

—Uno no termina de acostumbrarse a según qué cosas, doctor.

—Como a levantarse temprano, ¿verdad? Los que somos hipotensos nunca logramos hacernos a ello.

Mentor no menciona la sutil diferencia entre madrugar y ver cómo se inyecta una droga experimental en el cerebro de un ser humano, por más que ella se haya mostrado como una voluntaria más que dispuesta.

—Debería estar orgulloso —insiste Nuno—. España iba a la cola del proyecto Reina Roja. Los jefes estaban, por así decirlo, descontentos con su falta de progreso…

Como si no lo supiera.

—…, de repente, logra encontrar no una, sino dos candidatas viables. Hubo cierto revuelo en Bruselas, ya sabe…

Eso sí que no lo sabía.

—… «el Mentor de España se ha vuelto inseguro», decían. Tenían miedo de que hubiera decidido presentar a dos candidatas para maquillar lo mucho que había tardado en encontrar a una sola.

Lo cual es cierto. En parte.

—… hubo murmullos. Nadie había presentado a dos candidatas al mismo tiempo y con la misma convicción. No faltaron voces que pidieron una auditoría, digamos, severa…

Lo cual significa darme una patada en el culo.

—… pero tras la intervención de la semana pasada en la 794.

—Scott. Antonia Scott —interrumpe Mentor.

—Son números para mí —desestima el doctor, agitando la mano como quien dispersa el humo de una vela—. Y de números quiero hablarle. Los resultados iniciales son muy prometedores.

Nuno ha estado encerrado más de una hora a solas con Antonia, haciéndole toda clase de pruebas. Se suponía que Mentor no podía escuchar, aunque lo ha hecho, claro. No le gusta que se acerquen a su gente sin estar él presente.

Aunque sólo sea para sentirse culpable cuando les ve sufrir.

—Lo que intento decirle es que mi informe a Bruselas será sumamente elogioso. Y aún más si esta segunda candidata consigue unos resultados al menos la mitad de buenos que los que ha arrojado la primera. Simple y llanamente.

—Simple y llanamente —repite Mentor, sombrío.

Se da la vuelta. En la habitación, los dos hombres han soltado a la mujer. Ella no parece muy consciente de lo que está ocurriendo. De hecho apenas recordará el proceso por el que tanto anhelaba pasar. En el futuro llegarán retazos, imágenes que obviarán que fue ella quien pidió todo esto y se centrarán en el dolor y el rencor que subsiguieron. Por ahora, se limita a permanecer en el suelo, con las piernas encogidas, la mirada perdida y los brazos sacudiéndose lenta y espasmódicamente.

—Aún no saben la una de la existencia de la otra, ¿verdad?

—No. Tenemos un protocolo para evitar que coincidan. Sólo pueden acceder al complejo acompañadas. Se las lleva directamente al módulo de pruebas, se las encierra dentro, y nunca lo abandonan sin supervisión.

Nuno asiente con aprobación.

—Como en los burdeles finos de Lisboa.

—No sabría decirle. ¿Ya hemos concluido? —pregunta Mentor, ansioso por volver a casa.

Nuno se ajusta las gafas sobre el puente de la nariz y esboza una sonrisa llena de ausencias. De su maletín extrae un sobre de papel de Manila que le tiende a Mentor.

—Ya tengo uno de ésos —dice Mentor, sin extender la mano. Como quien se desentiende de los vándalos que te asaltan por la calle carpeta en mano para que te apuntes a Médicos sin Fronteras.

—No, como éste no.

Mentor coge el sobre, a regañadientes. En su interior hay una carpeta de anillas. A medida que hojea la información contenida ahí, su rostro va perdiendo color.

—Esto… es muy distinto de los métodos que estamos usando con Scott.

—También esta candidata es muy distinta.

—¿Qué se supone que significa eso?

El doctor Nuno vuelve a sonreír.

Mentor desearía que dejara de hacerlo.

—Ya lo descubrirá, amigo mío. Será, sin duda… interesante.

13
Una carcajada

Jon se apoya en la pared, de forma que pueda ver al mismo tiempo a Antonia y a Blázquez. El preso mira a los dos, alternativamente, y luego se dirige a Jon.

—¿Qué es lo que quieren?

—Hemos venido a hacerle unas preguntas sobre Raquel Planas Mengual, señor Blázquez —dice Antonia.

Blázquez no se vuelve hacia ella, sigue con el cuello girado hacia Jon.

—¿Por qué ahora? ¿Por qué a estas horas?

Jon no contesta. No hace falta mucho esfuerzo para ver lo que está ocurriendo.

—Míreme, señor Blázquez —ordena Antonia.

El preso gira el cuerpo hacia Antonia. No del todo, tan sólo un poco.

—Estaba durmiendo —dice, al cabo de un momento.

—Sentimos mucho haberle despertado, señor Blázquez, pero es un asunto muy urgente.

Blázquez va vestido con unos vaqueros bastante limpios. Intenta llevarse la mano al bolsillo derecho, pero la cadena de las esposas no le deja. Tiene que ponerse en pie para poder alcanzar el tabaco del bolsillo. Un paquete de Fortuna arrugado, con el mechero dentro.

—Raquel está muerta —dice, tras exhalar el humo—. ¿Dónde está la urgencia?

Antonia elige sus palabras con sumo cuidado.

Cualquier pequeño desliz puede poner sobre aviso a Blázquez, puede pedir un abogado, o simplemente negarse a hablar con ellos. No tienen tiempo para negociar, ni nada que ofrecer. Tampoco pueden contarle la verdad.

Mlakundhog.

En javanés, idioma que hablan setenta y cinco millones de indonesios, la suavidad del que camina sobre huevos sin hacer ruido.

—Estamos trabajando en un caso relacionado con el suyo, señor Blázquez. Si tenemos razón en lo que estamos investigando, podría ayudarle a usted.

—No veo cómo podría ayudarme.

No digas inocente, piensa Jon.

—No puedo decírselo, señor Blázquez.

El hombre da una nueva calada, pensativo. Vuelve a mirar a Jon.

—¿Usted no dice nada?

Jon se encoge tanto de hombros que puede notar cómo la herida del cuello protesta, los puntos le tiran. Hace una mueca de dolor involuntaria, que el preso toma por burla.

—¿Se están cachondeando de mí? Es eso, ¿verdad? Es por las quejas que he puesto. Por mis cartas. Pues pienso seguir mandándolas. Pienso seguir contando qué es lo que está pasándome.

—¿Y qué es lo que está pasándole?

—Como si no estuviera a la vista —dice Blázquez. La mano que sostiene el cigarrillo hace un semicírculo con el pulgar, señalando su rostro. Las heridas, las nuevas y las viejas.

Antonia mira a su compañero, en silencio.

Y Jon comprende.