Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

No añade «Así que le salvamos la vida, después de todo», porque no está de humor para aguantar a Antonia rebatiéndole. Pero aun así, deja la frase en el aire, para que al menos ella tenga algo a que aferrarse.

Antonia asiente, muy seria.

Tiene los ojos encendidos, brillantes.

Si Jon no supiera que le ha resultado imposible —porque la ha estado vigilando muy atentamente—, sospecharía que ha vuelto a meterse una de las rojas. Pero no. Esta vez parece que lo ha conseguido por sus propios medios. Aún tiene el pulso trémulo, y sigue inclinando la cabeza, quizás intentando escuchar a esos monos suyos, o apartarse de ellos. Pero, al menos, esta vez no ha salido corriendo, ni tampoco se culpa.

Pequeñas victorias, piensa Jon.

—Es posible. Pero no llegamos lo suficiente rápido —dice, señalando al cadáver del suelo.

Con sus derrotas, piensa Jon.

—¿Podemos darle la vuelta?

La forense asiente con la cabeza, y se agacha junto al cuerpo. Con habilidad —y la experiencia de haber girado decenas de cadáveres— Aguado introduce el antebrazo por debajo del pecho de la víctima, para hacer palanca. Con la otra, tira del hueso de la cadera. El difunto se da la vuelta enseguida.

Jon también se agacha y contempla horrorizado la herida del cuello, profunda y desagradable. Como una segunda boca en el lugar inadecuado. Una obscenidad que ofende a la vista y a otro sentido, el común.

Cuesta mirar sin apartar la vista, que es lo que Jon hace. Pero, al girar la cabeza, se encuentra con Antonia. En cuclillas, su rostro está mucho más cerca, casi de frente, en lugar del plano picado y oblicuo habitual.

Así, el inspector Gutiérrez se encuentra a pocos centímetros del desastre. Es testigo privilegiado de la confusión y la extrañeza en sus ojos, que no se apartan de las dos cuencas frías e inmóviles del cadáver.

—No —dice.

Antonia se levanta, muy despacio, sin añadir nada, y se aleja unos metros, adentrándose en el dormitorio.

Jon y la doctora Aguado intercambian una mirada. Ella le hace un gesto, y Jon sigue a Antonia, que se ha detenido frente a la ventana.

Incluso desde el pasillo, puede ver que está temblando.

Jon se acerca, pisando con cierta rotundidad en el suelo de parquet, para no sobresaltarla. Se coloca junto a ella, y se asoma por la ventana del dormitorio. Está orientada al este, de forma que el amanecer bañe la cama. Una aberración, en opinión de Jon, que odia cualquier mínima luz durante el descanso. Dormiría dentro de un depósito de gasolina si pudiera.

Aún no ha despuntado el sol, pero afuera la claridad vira del índigo al magenta. Los policías, en la calle, se arrebujan en los abrigos y patean el suelo, intentando alejar el frío. Los cuatro vecinos curiosos ya han desaparecido dentro de sus casas.

Dentro, el aliento de Antonia se condensa en el cristal, formando una nube tenue, un semicírculo de forma casi idéntica a la sangre de la mujer, en la pared, a su espalda. Algo de lo que ni Jon, ni Antonia, se darán cuenta nunca.

—¿Y bien? ¿Vas a contarme qué es lo que le ha sorprendido a Antonia Scott? ¿La que normalmente mira los cuerpos desmembrados sin arquear una ceja?

Jon deja ahí el anzuelo, y espera.

Pasa un minuto.

Pasan dos.

—A tu ritmo. No es como si tuviéramos prisa —dice Jon, cuando se le hinchan las narices de esperar.

Antonia sigue mirando por la ventana, con los brazos cruzados. Cuando arranca a hablar lo hace con una lentitud exasperante, como si cada palabra la estuviese extrayendo, a pico y pala, de un pasado sepultado bajo una tonelada de rocas.

—Me ha sorprendido tanto porque ese hombre lleva cuatro años muerto.

El muerto, hace cuatro años

—Ni siquiera has probado las alcachofas.

Antonia mira a su marido, luego a la bandeja vacía, y de nuevo a su marido.

—No quedan —dice, sin comprender.

Marcos sonríe. Es una sonrisa dulce, ligeramente desviada. Esa clase de sonrisa que tienes cuando ves a un niño que se salva por los pelos de meter los dedos en un enchufe, o a un concursante de la tele eligiendo la pregunta obviamente incorrecta —era la sal, piensas, meneando la cabeza, y sonríes de medio lado.

—¿Quieres que pida otro plato? —dice él, conociendo de antemano la respuesta.

—No. Apenas tengo hambre.

Marcos mira a su esposa, luego a la bandeja de callos a la madrileña vacía, luego a su esposa de nuevo.

—Es un misterio cómo te mantienes con tan poco.

Antonia tiene el vago conocimiento de que Marcos está tomándole el pelo, pero no le importa demasiado. En los últimos días apenas han tenido tiempo para estar juntos, así que aprovecha el momento. Cuando extiende la mano a través de la mesa, la coge, y aprieta con fuerza. Es imposible hacer daño a Marcos de esa forma. Sus manos de palmas cuadradas son duras, callosas, parecen labradas en la misma piedra en la que él trabaja a diario.

—Es mi turno —dice ella, cogiendo la nota, cuando el camarero les trae la cuenta.

—Es mi turno —dice él, tratando de adelantarse.

Es una vieja costumbre.

Desde que eran novios, los dos han peleado por quién pagaba la cuenta. Al principio era una cuestión de orgullo para Antonia, ya que Marcos viene de una familia con posibles. Y ella también, pero haber cortado los lazos con su padre le dejó a ella sujeta a sus propios medios.

Ahora Antonia tiene un sueldo mensual de cinco cifras, así que puede competir en condiciones de igualdad con Marcos. Sus padres ya no están, pero le dejaron en herencia el edificio donde viven.

Los alquileres le rentan una bonita suma todos los meses, aun después de pagar todos los gastos. Los inquilinos, hipsters en su mayor parte. Ansiosos de pagar sobreprecio —y subiendo— por vivir lo más cerca posible del centro, de sus bares con cerveza artesanal y de sus cafeterías estéticamente compatibles con sus stories de Instagram.

Marcos puede dedicarse a la escultura, que es su pasión. El arte le absorbe y le llena, y está mejorando a pasos agigantados. Ha conseguido ya dos exposiciones medio decentes, y todo apunta a que su carrera está en la rampa de lanzamiento. Tiene hueco para su hijo, que es lo importante, sobre todo teniendo en cuenta que Antonia tiene horarios extraños y pasa temporadas fuera de casa. Por lo de su trabajo como «consultora» de la policía. Un trabajo que a Marcos le intriga, pero sobre el que nunca pregunta, porque Antonia ha dejado claro que no hablará.

—No quiero —fue toda la explicación que dio.

Marcos ha aprendido a comprender esa faceta de su mujer. Le saca de quicio, pero sabe que es parte de lo que la hace única. Tiene que ver con la raíz de su profesión. Extraer la belleza del mundo, incluso aunque esté oculta a simple vista.

Cuentan de Miguel Ángel que encontró un día un pedazo de mármol de Carrara en el patio de obras de la catedral de Florencia. El joven escultor tenía veintiséis años, y no le asustaban los retos. Aquel pedazo de roca comido por la maleza tenía fama de maldito. Incluso el escultor Agostino di Duccio le había hecho un agujero enorme, dejándolo casi inutilizado. Cinco metros de mármol que nadie quería.

Miguel Ángel lo miró durante meses, paseaba a su alrededor, se sentaba en él, incluso apoyaba la oreja en su costado. Los estudiantes y los religiosos pasaban a su lado y le miraban, como si estuviera loco.

Un día, Miguel Ángel cogió un cincel y se puso a trabajar. No tenía un molde de yeso, ni bocetos. Simplemente, comenzó a golpear. Al cabo de una semana, pidió que levantaran un enorme muro alrededor del bloque. Lo que iba a hacer requería privacidad.

Cuatro años tardó.

Un día, Miguel Ángel anunció que en unas horas dejaría caer los muros. Toda Florencia se reunió en el patio y sus alrededores, intrigados y seguros de que el joven había fracasado. Los obreros empujaron los ladrillos, éstos se vinieron abajo. Y el mundo contempló, por primera vez, el David. La obra cumbre del Renacimiento y, quizás, de toda la historia de la Humanidad.

Mudo de asombro y admiración, el obispo de Florencia se acercó a Miguel Ángel y le preguntó cómo había logrado hacer algo tan perfecto. Miguel Ángel se encogió de hombros y dijo:

—David estaba en el bloque de mármol, yo sólo quité lo que sobraba.

Marcos no es Miguel Ángel, pero comparte con él su profesión. Y sabe que de los bloques más difíciles es de donde se extraen las esculturas más bellas. Su amor por Antonia es inmenso, precisamente porque no es sencillo. Porque es esforzado, porque es noble, pero satisfactorio. Porque ella se entrega, como él, sin traicionar. Por eso la quiere con locura.

Aunque a veces, Antonia le saca completamente de quicio. Como, por ejemplo, ahora.

No deja de mirar el reloj, y eso que aún queda una hora para que la niñera se tenga que ir a casa.

—Jorge está bien. Relájate. Vamos a tomarnos un helado.

Antonia menea la cabeza.

—Tengo que hacer un par de llamadas. ¿Te importa adelantarte? Te lo compensaré.

Marcos suspira, pero presiente la debilidad, así que la usa a su favor para negociar.

—Depende.

—¿De qué?

—De si compensar tiene un propósito oculto.

—Por supuesto que no, ¿qué clase de propósito…?

Antonia se detiene cuando ve el gesto que está haciendo Marcos con su dedo índice de la mano derecha y el índice y el pulgar de la izquierda. Sonríe, le riñe un poco y se ruboriza, las tres cosas al mismo tiempo. A Marcos se le calienta el corazón al ver aquello, así como otros músculos.

—Esta noche podemos hablar de polisemia —se rinde Antonia— si tienes alguna palabra nueva para nuestro diccionario especial.

—Tengo una. Es del latín. Luego te explico cuál es.

Marcos le da un beso, se despide y se encamina hacia la puerta. Antonia se lo queda mirando, aún con los restos de una leve sonrisa, que se esfuma en el momento en el que se ha ido. Se saca del bolsillo de la chaqueta una pequeña caja metálica y extrae una cápsula roja, la que lleva para las emergencias. Rompe la gelatina de la cápsula con los incisivos, liberando el polvo amargo, y lo recibe debajo de la lengua, dejando que la mucosa absorba el cóctel de substancias químicas y lo lleve a su torrente sanguíneo a toda velocidad.

Espera un poco, notando cómo el mundo a su alrededor va reduciendo su velocidad, hasta que se centra en la amenaza a su espalda.

—Espero que sepa usted dónde y con quién se está metiendo —dice, en voz alta, sin darse la vuelta.

El ocupante de la mesa contigua, detrás de Antonia, se levanta y se coloca en el lugar que Marcos acababa de abandonar.

—Con su permiso.

—No lo ha necesitado para seguirnos por toda la calle Preciados, ni cuando hemos entrado a las tiendas, de compras. Ni cuando le ha dado dinero al camarero para que le sentasen en esa mesa —enumera Antonia.

El hombre tendrá unos cuarenta y cinco o cuarenta y seis años. Es alto, ancho de espaldas, algo cargado de hombros. Acento catalán. Tiene una leve perilla, gafas, y esa mirada encogida y miope de los que pasan muchas horas delante de la pantalla. Contable, quizás. No ha sido entrenado para la violencia. En la cabeza de Antonia, el nivel de alerta desciende de amenaza a preocupación. Ha hecho bien en dejar que les siga, durante horas, sin avisar a Mentor. Intuía, por su actitud, que sólo quería hablar con ella. Pero hacerlo delante de Marcos no era una opción.

—Hubiera jurado que no me había visto —dice el hombre—. Realmente es usted tan impresionante como dicen.

—¿Quién lo dice?

—Todo el mundo. Los que saben lo de Valencia, al menos.

Antonia observa a su interlocutor con algo más de detenimiento.