Dentro de un rato verá lo acertado que está, aunque por ahora está demasiado ocupado con otra cosa que le produce disonancia cognitiva.
—Hay algo que no entiendo. Si este tipo es informático, ¿por qué no hay ni un solo Funko en las estanterías? Ni una figurita de Cazafantasmas, ni un triste y básico Darth Vader… ¿Algo?
—Creía que no te gustaban los tópicos.
—¿A qué tópicos te refieres?
—Los estereotipos. Como que los gais vestís de forma extravagante.
—Cielo, llevo literalmente un traje de Gucci de color verde. Por tu culpa casi muero dentro de este espanto.
Jon se da cuenta, demasiado tarde, que no está hablando únicamente de Antonia eligiendo su traje de fiesta, en lugar de los habituales modelos sobrios que suele llevar al trabajo. Se arrepiente al instante de haber pronunciado esas palabras, pero por suerte, la proverbial sordera con respecto al sarcasmo viene en su ayuda.
—A mí me parece elegante.
—No para una escena del crimen. Y menos que ninguna, la mía.
Respira hondo y mira alrededor.
—No sé, cari. Este tipo no me parece trigo limpio. Hay algo aquí que no me termina de cuadrar.
Antonia está revolviendo el archivador situado junto a la mesa. Sus manos, enfundadas en guantes de látex, parecen picotear los distintos objetos —útiles de papelería, en su mayor parte— sin dirección ni motivo aparente.
—Desde un punto de vista heurístico, las intuiciones son información no procesada de forma racional que pueden producir un resultado cognitivo que se ha saltado procesos lógicos de pensamiento.
Jon pondera detalladamente lo que acaba de escuchar.
—Ojalá te entendiera.
Antonia pondera a su vez cómo traducirle a Jon lo que acaba de decir. No tiene ninguna palabra en ningún idioma, pero sí una experiencia íntima de la que ha hecho partícipe a Jon. La única persona viva que lo sabe, además de su abuela.
—Quizás —dice, despacio, aún le cuesta hablar de ello en voz alta— tú también tengas un mono que te está enseñando algo.
Eso Jon lo entiende perfectamente. El problema es que el mono no aparece, el despacho no es muy grande, y el único sitio que queda por escudriñar es la mesa. Una superficie de caoba apoyada en dos caballetes de acero. Un modelo reciente, de esos en los que se puede controlar la altura del tablero simplemente apretando un botón. Sobre ella hay un portátil cabalgando en un soporte de acero, dos monitores de treinta pulgadas, y un teclado mecánico.
Antonia aprieta el botón de encendido en el ordenador, y se encuentra con una pantalla de acceso. Observa detenidamente el ordenador, y después sale de la sala a grandes zancadas. Grandes para ella, se entiende. Jon la sigue, extrañado, sólo para descubrir que le ha dado el alto a los de la científica, que están sacando una camilla en la que han cargado una bolsa enorme de color negro.
—Esperen un instante —les dice.
Va corriendo a la isla de la cocina, revuelve en los cajones, y regresa enseguida con algo metálico y alargado en cada mano.
—¿Un cascanueces? Para qué quieres un…
Antonia no contesta, se limita a descorrer la cremallera de la bolsa y extraer la mano derecha del cadáver. El propósito del cascanueces queda claro cuando sostiene el dedo índice del muerto en alto, a la altura de la articulación interfalangiana proximal, y aprieta con todas sus fuerzas. El primer intento no produce nada. El segundo, un crujido sordo y desagradable. Como abrir un pistacho que estuviera envuelto en jamón de York.
—Oh.
Es todo lo que dice Jon. Una interjección lo suficientemente ambigua para significar cualquier cosa en el amplio espectro que recorre el camino desde:
Oh, para eso era el cascanueces. hasta
Oh, estás como una regadera.
Para cuando llega el turno de usar el otro elemento que se ha traído de la cocina (unas tijeras de pescado), Jon ya no necesita mirar. Tampoco es que pueda, porque está ocupado intentando evitar que los de la científica se le echen encima a Antonia. De una forma bastante enérgica, que incluye agarrar a uno por la pechera y a otro por el brazo. Por suerte están más acostumbrados a levantar placas de Petri que piedras de trescientos kilos, así que Jon se apaña más o menos bien. Al menos hasta que Antonia corta el dedo del cadáver y regresa al despacho, dejando a Jon con la incómoda tarea de dar explicaciones.
—Mirad, os comento…
9
Un dedo
Cuando Jon regresa al despacho de Jaume Soler —unos tensos diez minutos más tarde—, Antonia está sentada delante del ordenador, abstraída en su contenido. Encima de la mesa de caoba está el dedo, abandonado junto al sensor de huellas que protegía el inicio de sesión.
—¿Te puedo pedir un favor?
Antonia emite lo que parece un vago ruido de asentimiento.
—¿Te importaría no volver a mutilar cadáveres de las víctimas sin avisarme antes? Si no es mucho pedir.
Otro vago murmullo.
Jon rodea la mesa, y se coloca tras ella. Cuando pasa la tentación de estrangularla —cuando pasa lo bastante, ya que con Antonia es una sensación que no te abandona, como los desodorantes—, le presta atención a lo que está haciendo.
Antonia ha accedido a los archivos del ordenador, y va pasando carpeta tras carpeta, buscando algo comprensible. Por ahora, sin suerte. Cada vez que abre una de ellas se encuentra con un aparente galimatías.
—¿Entiendes algo de esto?
—No. Son bloques de código, archivos de proyectos, pero nada que pueda entender. ¿Tú tienes idea de programación?
—A amatxo le programaba el VHS para que le grabara Aquí Hay Tomate. ¿Te sirve?
—Me temo que no —dice Antonia, volcándose de nuevo en la pantalla.
—Si lo que estamos buscando es un motivo para que le matasen, podemos empezar por el sitio tradicional: su dinero. ¿Por qué no buscas en tu satélite fascista mágico, y me dejas a mí el ordenador del sospechoso? Total, voy a entender lo mismo que tú, parece.
De mala gana, Antonia cede a Jon la silla. Ella echa mano de su iPad y abre la aplicación de Heimdal. Al cabo de unos minutos, levanta la cabeza y le muestra a Jon las cuentas corrientes del fallecido.
—Desde luego, no les iba mal —aprecia Jon, soltando un silbido al ver el saldo total.
Casi dos millones de euros. No llega por unos céntimos.
—En absoluto —dice Antonia.
—¿Sabemos de dónde venía la pasta?
—Hay transferencias mensuales de cincuenta mil euros. El remitente es una LLC, una empresa extranjera con capital limitado.
—¿Siempre la misma?
—Sí. Voy a ver si averiguo quiénes son.
Antonia se pelea contra la aplicación, mientras Jon sigue enfrascado en el ordenador. Para ambos, esas tareas son, de ordinario, tediosas. Obligados por la cuenta atrás que pende sobre sus cabezas, se vuelven insoportables. Cada pocos minutos la mirada de Jon se desvía a la esquina de la pantalla donde el reloj avanza, inexorablemente, a la siguiente hora límite que les ha dado White.
Mantener la concentración se vuelve mucho más difícil con esa ansiedad. La mente de Jon se escapa durante un instante, y le hace vagabundear por una extraña reflexión. Que su vida no se puede contabilizar sólo por los minutos que le restan, sino por las palabras no dichas. Todas las que quedarán dentro de él, sin alcanzar su destino. Algunas, las menos, serían un desahogo final, al puñado de seres humanos a los que aún les debe cuatro verdades bien dichas.
Y luego están las otras.
Las que curan, las que salvan.
Sin duda, a amatxo.
A Antonia, también.
A sí mismo, al que más le debe.
Siempre nos decimos que mañana será otro día, que tendremos tiempo para arreglar las cosas. Hasta que no.
Antonia arroja el iPad encima de la mesa, con un gesto de frustración extrema. Tan inusual en ella que Jon se vuelve a mirarla, asustado.
—No puedo más —dice.
—No me falles ahora, no me jodas, cari.
Antonia menea la cabeza y se apoya en la mesa.
—No hay nada. La empresa de las transferencias, he logrado ubicarla en la isla de Jersey. Es un paraíso fiscal. A partir de ahí, nada. Es como si no existiera.
Jon se rasca el cogote, como suele hacer cuando necesita pensar. Salvo que este gesto, tan habitual en él, se vuelve un recordatorio de la amenaza cuando sus dedos se encuentran con el abultamiento de la piel y con la cicatriz. Retira la mano enseguida.
—Te diría que nos fuéramos a casa a descansar y a consultarlo con la almohada. Pero nos hemos quedado sin fechas.
—Ya lo sé. Ya lo sé. Y siento que todo está delante de nosotros. Que lo ha estado todo el tiempo. Desde…
De ordinario, a Jon le molesta mucho esa expresión que Antonia acaba de poner. La cara de «me has dado una idea con lo que has dicho, aunque no tengas ni la más remota idea de qué es, y ahora mis procesos mentales están funcionando a toda máquina y no voy a molestarme en explicártelo». Pero esta vez siente un alivio muy comprensible.
Antonia vuelve a coge el iPad y teclea a toda prisa.
—Los pagos empezaron hace cuatro años.
—¿Antes o después de que te encontraras con él?
—Un mes después es el primero. Hazme un favor, abre la aplicación de calendario.
El icono está en la barra de herramientas, bien visible. Un doble clic, y se abre, desplegando completo el mes actual. Cada uno de los días está lleno de anotaciones, con nomenclaturas extrañas.
«Ensamblar bloque 34HCV»
«Depuración errores str.substring»
—No entiendo nada.
—Yo tampoco. Ve hace cuatro años.
Jon retrocede en el programa, mes a mes, cuatro años. Hasta el junio que lo cambió todo.
—Éste es el día en el que nos encontramos —dice Antonia, señalando el día 11.
Ni una sola anotación en el calendario. Un día en blanco, algo extraño en un hombre que tiene anotados todos y cada uno de ellos.
Tan sólo hay otro día en blanco.
Una semana antes.
—¿Sabes qué día es? —pregunta Antonia, con un hilo de voz.
Jon sabe que ha escuchado esa fecha antes. De pronto vuelve a escuchar a Víctor Blázquez.
El día que pasó era seis de junio…
—No puede ser —dice Jon—. ¿Crees que…?
—Busca en el correo.
Jon obedece. Prueban de todas las formas posibles, pero nada. La aplicación de email de Soler no tiene apenas correos. Casi todos están en la bandeja de spam. Publicidad u ofertas millonarias de herederos guineanos, lo normal. El resto, correos de familiares, la factura del teléfono, de la luz…
—No. Es demasiado listo para haber dejado un rastro aquí. Ayúdame con esto. ¿Cómo guardáis los hombres en el ordenador las cosas que no queréis que vea vuestra pareja?
Tras cavilar un momento, Jon dice:
—En una carpeta que se llame COSAS, que tenga dentro otra que se llame POCO INTERESANTE, y dentro de esa otra que se llame NADA DE PORNO AQUÍ DENTRO.
—Prueba en las fotografías.
Jon abre de nuevo el buscador de archivos, y modifica la búsqueda para que muestre únicamente las carpetas que contienen imágenes.
—Son muchísimas.
—Ponlas en mosaico y dale al scroll —dice Antonia, muy consciente del reloj. Apenas queda una hora.
—Esto no son formas de trabajar —dice Jon.
Las carpetas se van sucediendo en la pantalla, todas aparentemente idénticas. Hasta que una de ellas llama la atención de Antonia.
—Para. Abre ésta.
El icono que señala Antonia es una carpeta normal, en todo salvo en que tiene un minúsculo candado en una esquina.
El nombre de la carpeta es Recursos Gráficos.
—Supongo que podría valer como cosas —dice Jon, haciendo doble clic sobre ella.
La carpeta no se abre. Lo que se abre es, de nuevo, la aplicación de protección biométrica. Antonia recoge el dedo del muerto de encima de la mesa y lo coloca con cuidado sobre el sensor. La parte superior tiene una lucecita que no para de iluminarse en rojo.
—¿Qué demonios le pasa ahora?
—Los sensores capacitivos funcionan detectando la electricidad de nuestros cuerpos. Es lo que permite leer la huella. Cuanto más tiempo pases muerto, menos electricidad.
—¿Fue así como robaste las pastillas rojas? —pregunta Jon, como quien no quiere la cosa.
—¿Has visto que a Mentor le falten dedos?
—No voy por ahí contándole las falanges a la gente.
—Yo no voy por ahí robando pastillas. No me hizo falta —dice Antonia, que sigue peleándose con el sensor, sin éxito.
—En la máquina de café del cuartel, si no te coge el euro, lo frotas en el lateral de la máquina un poco y ya tira —sugiere Jon. Un poco por ayudar, y otro más por joder.
Antonia se le queda mirando, inclina la cabeza un poco. Como ponderando la sugerencia. Después acerca la punta del dedo a la manga de la chaqueta de Jon.