Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Cuando vuelve a entrar en el restaurante, ella tiene que hacer uso de toda su capacidad de persuasión para impedir que Jon le arrebate las llaves del Audi y se plante en Bilbao.

—Cálmate —dice—. Era necesario. Yo también he hecho lo mismo con mi familia.

Al oír aquello, Jon consigue calmarse un poco.

Antonia le explica cómo ha enviado lejos a la abuela Scott y al pequeño Jorge. Jon atiende sólo a medias, como si alguien le estuviese narrando unos sucesos completamente ficticios en una galaxia muy, muy lejana.

—¿No tienes miedo de que estén por ahí, sin poder comunicarse contigo, sin saber dónde están?

Antonia medita la respuesta mientras se termina el kebab. Porque la pregunta es de esas que hay que pesar, medir, hacerles el carbono 14 y usar el escalímetro.

—Sí que lo tengo. Pero tendría mucho más si estuviesen aquí, al alcance de ese psicópata sin escrúpulos. Sandra ya se llevó a Jorge una vez, y volvería a hacerlo.

—Aún no me puedo creer que se llevara al crío —dice Jon, meneando la cabeza. Unas visiones muy oscuras de la estación abandonada de Goya Bis vienen a su memoria. Visiones de él mismo intentando no saltar por los aires en un túnel plagado de trampas, mientras procuraba rescatar al hijo de Antonia. Las despacha con un resoplido. Al fin y al cabo tiene otros explosivos de los que preocuparse, mucho más cerca.

—Ése es su sistema. Encuentra la vulnerabilidad de una persona, y la utiliza en su propio beneficio.

—No es muy diferente de un extorsionador barato, entonces. En Otxarkoaga hay un tipo al que los polis conocemos bien. Le llaman el Banano. El cabrón tiene un método. Te roba el coche, y te llama por teléfono. Si no te presentas en tal sitio con quinientos euros en menos de una hora, le prende fuego al coche.

Antonia sonríe de medio lado.

—¿Cuál es tu plato favorito, Jon?

—Toma, ésa es fácil. Las kokotxas de la ama.

—Tu Banano se parece a White como ese kebab a las kokotxas.

Jon se limpia —es un decir— la comisura de los labios con una de esas servilletas en las que pone GRACIAS POR SU VISITA. El brillo en los ojos de Antonia no le gusta nada. Así que elige sus siguientes palabras con cuidado.

—Debe de haberme sentado mal la porquería esta. He creído detectar un tono de admiración en tu voz.

—Es la mente más brillante que nos hemos encontrado jamás, Jon. Mucho más inteligente que yo.

—También es un asesino. Es el hombre que dejó a tu marido en coma, y que me ha hecho esto —dice Jon, señalándose la espalda.

—Todo ello acciones que tienen más mérito que prenderle fuego a los coches.

Jon se rasca el pelo —ondulado tirando a pelirrojo, habíamos dicho— y respira hondo. Llenar ese torso enorme lleva unos cuantos segundos y bastantes litros de oxígeno. En este caso con aroma a grasa requemada y especias morunas.

—¿Mérito? Te juro que a veces no te entiendo, cari.

Antonia se cruza de brazos.

—Sus métodos son más complejos que los del Banano, eso es todo. Sólo así se explica que lleve tantos años en activo. Sin que nadie le haya detectado. O sin que nadie escuchase a quien lo hizo —dice, apartando la mirada.

Decir que Jon es de natural orgulloso sería como decir que su envergadura está por encima de la media. Jon lleva el orgullo como los baños de los noventa. Alicatado hasta el techo, y con flores de colores.

—Tendrás que reconocer que la historia de un asesino a sueldo fantasma era un poco difícil de creer.

—Supongo que ahora te costará menos, ¿no?

Jon encaja el golpe bajo en el sitio en el que se encajan los golpes bajos, y a la manera tradicional. Encogiendo un poco la cabeza y los hombros, y preparándose para devolverlo. Abre la boca, prepara el veneno, pero no llega a escupirlo. Ni a tragárselo. Se le queda a mitad de camino, corroyéndole la lengua.

Los dos permanecen en silencio durante unos minutos, evitando cruzarse la mirada, sin más compañía que el adormecedor ruido del televisor. En la pantalla hay un montón de gente poniéndose los cuernos unos a otros en no sé qué isla, así que tampoco es lugar en el que la vista encuentre reposo. Cuando se cansa de mirar la masa informe de carne semicocinada y giratoria, se levanta y sale del local.

Éste sería un momento excelente para empezar a fumar, piensa, cuando se descubre con dos manos desocupadas. Sin dinero, sin teléfono, sin cartera, y junto a un coche cuyas llaves no tiene. Tampoco es que vaya a darle tiempo a matarme.

5
Un compromiso

Antonia sale al cabo de un rato, tras despedirse del dueño en turco. Se acerca al coche despacio, con esos andares suyos, solitarios. Como si flotase en su propio espacio. Jon la ha visto andar así, evitando el más mínimo roce, incluso en mitad de una Gran Vía rebosante. Verla hacer lo mismo en una calle estrecha de un solo sentido de un polígono a las afueras le provoca a Jon una ternura y una tristeza infinitas, incluso en su situación.

—Escucha… —dice ella.

—Ya lo sé.

Ella le mira, extrañada.

—¿Qué es lo que sabes?

—Que no nos queda otra que trabajar juntos. Yo, porque si no, me matan. Y tú… porque sola duras menos que un dantzari en una cristalería.

—¿Eso es poco? —pregunta Antonia, algo confusa.

—Luego te mando un vídeo. En cuanto consiga aprenderme este cacharro nuevo.

—¿Y qué pasó con tu móvil, por cierto?

—Se lo quedaron ellos.

Antonia asiente, despacio.

—¿Qué es lo que recuerdas de las últimas horas?

—Lo mismo que le dije antes a la doctora, mientras me mirabais el culo. Alguien me abordó en la calle, y todo se volvió negro. Escuché hablar a gente, pero eran voces lejanas. Luego escuché la tuya. Y eso es todo.

—No es gran cosa. ¿Eso es todo lo que recuerdas?

Por supuesto que no.

También estaba el miedo.

El miedo. El miedo atroz, insoportable.

Porque Jon estaba dormido durante el proceso, pero no del todo inconsciente. No podía ver nada, apenas podía escuchar. Pero estaba despierto, al menos lo suficiente para saber que algo malo estaba ocurriendo. Algo malo, de lo que él era objeto. Recuerda intentar mover los brazos y las piernas, enviar la orden a su cerebro, y no obtener a cambio ninguna respuesta. Recuerda sentirse indefenso, violado. Recuerda el ruido del taladro al penetrar en su columna vertebral. La sensación del metal contra su cuerpo, contra los cimientos de su existencia, era desquiciante. Un sentimiento inexplicable.

Indoloro, pero aterrador.

Algo de lo que Jon no va a hablar, porque le resulta imposible.

Y porque lo mejor que se puede hacer con el miedo es fingir que no se tiene.

—Sí, eso es todo —miente Jon, casi convincente.

Antonia se sienta a su lado en el capó del coche. Los dos miran a lo lejos, disfrutando de la puesta de sol sobre el tejado de la nave de Ferrallas Domínguez, S.L. Las últimas luces del atardecer dibujan inciertos presagios en el tejado de uralita, recortando una sombra alargada y repleta de dientes que avanza hacia ellos, amenazando con devorarlos.

—Va a ponerse el sol —dice Antonia—. En breve se pondrá en contacto con nosotros, y nos pedirá algo.

Jon no contesta.

—Siempre hace lo mismo. Pide algo. Y eso que pide, te destruye.

—¿Cómo sabes tanto sobre él?

—No tanto. He ido reuniendo fragmentos de información sobre él. Algunos, meras intuiciones. Otros, suposiciones bien fundadas. Nada demasiado útil. Ni una sola prueba de su existencia. Hasta hoy.

Jon se lleva los dedos al cuello, donde hay una prueba bastante tangible.

—Algo te tuvo que dar la primera pista. ¿Cómo descubriste su existencia?

Antonia hace una pausa larga.

—De eso no quiero hablar ahora —dice, al final.

Pues nada, cuando a ti te venga bien, piensa Jon, sintiendo cómo el veneno vuelve a fluir a sus labios. Hace de nuevo un esfuerzo por controlarse.

—¿Qué tenemos entonces?

—Todo en contra. No tenemos nada sobre su localización, no sabemos nada sobre sus intenciones.

—¿Y sobre Sandra?

—Aún menos. Aunque en su caso parece haber algo más. Algo muy personal.

—Si por personal te refieres a que está como un par de panderetas, tienes razón.

—Hay otra cosa que no sabes. Parece que ambos llevan mucho, mucho tiempo planificando esto.

Le cuenta entonces a cómo se ha ido tejiendo a su alrededor la telaraña sin que ambos fueran conscientes. Le explica a Jon lo sucedido en Inglaterra y en Holanda. Despacio, sin ahorrarle detalles. Cuando Jon escucha cómo el escudero holandés mató a su propia reina a sangre fría, su corazón se salta un latido.

—Antonia, yo nunca…

—No digas nada, Jon —le previene ella—. ¿Te has parado a pensar qué pasaría si hubiese secuestrado a tu madre? ¿Qué serías capaz de hacer?

—Yo nunca… —repite Jon. Algo más despacio.

—¿Nunca cederías al chantaje? Si estás aquí es precisamente porque cediste a un chantaje. ¿O no recuerdas cómo Mentor te utilizó para sacarme del retiro? ¿Cierto vídeo de cierto maletero?

El inspector Gutiérrez se baja del capó del coche como si estuviese al rojo vivo.

—Eso es completamente distinto —dice, levantando un dedo acusador hacia Antonia, tieso como polla de novio, antes de reflexionar sobre lo que está diciendo. A medida que lo hace, el dedo va perdiendo firmeza, encogiéndose hasta regresar, humillado, junto con sus otros cuatro hermanos.

Antonia asiste, desde la barrera, al desinfle. Y luego dice:

—Nadie está libre de hacer nada, ni siquiera lo más horrible, por amor. El amor es lo más poderoso que existe.

Él se ahorra el «yo nunca…», porque ha comprendido. Su cuerpo, sin embargo, va a su propio ritmo.

—No hay manera sencilla de salir de esta situación, Jon. Mientras tengas eso debajo de la piel, no nos queda otra que jugar a su juego.

Jon da un par de vueltas, nervioso, con ganas de pegarle patadas a algo. Los únicos blancos que encuentra a su alrededor son un envoltorio de preservativo abierto y reseco, una lata arrugada de Mahou, el coche, y la propia Antonia. Tras sopesar sus opciones, elige el segundo blanco más apetecible. La lata resuena cuando termina al otro extremo de la calle.

—No podemos ceder, Antonia. Sea lo que sea que nos pida, no podemos ceder.

—¿Y qué propones?

—Podrías desaparecer —dice él—. Ir a buscar a tu hijo, sin mirar atrás.

—Detrás te quedarías tú. La respuesta es no.

Jon asiente con la cabeza, al menos lo que le permite el dolor que le producen los puntos del cuello.

—Lo que llevas ahí tiene un par de baterías. Sin ellas, no es más que una prótesis bastante fea.

—Las baterías no son eternas —dice él, comenzando a comprender.

—No lo son. Así que vamos a jugar a su juego, y a ganar tiempo. Esperando a que cometa un error.

El inspector Gutiérrez está pensando en qué clase de estrategia es esperar a que cometa un error alguien que lleva mucho, mucho tiempo trazando sus propios planes. Abre la boca para expresarlo en voz alta, pero lo que se escucha es:

Dos pitidos, vibración.

Antonia se saca el móvil del bolsillo.

No hace falta que lo diga. Aun así, lo hace.

—Es él.

6
Una visita

Antonia le muestra su móvil a Jon. Cuatro palabras, un número.

SANTA CRUZ DE MARCENADO, 3.

—¿Qué se supone que significa esto?

—Me dijo que quería que investigáramos tres crímenes. Éste debe de ser el primero.

—Tampoco es que nos haya dado muchas pistas.

El móvil vuelve a sonar, y ella lo desbloquea para leer el mensaje. La pantalla le ilumina la cara por completo. Antonia es una de esas personas horribles que lleva siempre el brillo al máximo, un defecto imperdonable que Jon tiene que perdonarle cada vez que es de noche y le destroza las retinas. Gracias al molesto resplandor, Jon puede comprobar que Antonia no está nada contenta. Cuando le muestra lo que acaba de recibir, él lo está aún menos.

TIENES SEIS HORAS.

W.

—Vamos, no me jodas.