¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Más adelante, se preguntó si sólo habría imaginado que saltaba a una altura de medio metro y recorría la distancia que le separaba del depósito de agua a toda velocidad. Quizá, en casos extremos, todo el mundo aprende la técnica del movimiento instantáneo que era una segunda naturaleza para Nobby. En cualquier caso, el depósito de agua quedaba tras él, y lady Ramkin estaba entre sus brazos, o más bien aplastándole los brazos contra el suelo. Consiguió liberarlos y trató de masajeárselos para devolverles un poco de vida. ¿Qué debía hacer a continuación? La mujer no parecía, herida. Recordó algo sobre que había que aflojarle la ropa a la gente desmayada, pero en el caso de lady Ramkin sería peligroso si no se contaba con instrumental especializado.

Ella resolvió el problema más inmediato incorporándose, despierta.

—¡Muy bien! —dijo—. Pues vas a probar la zapatilla…

Sus ojos se enfocaron en Vimes por primera vez.

—¿Qué demonios está…? —empezó de nuevo. Entonces, vio la escena que se desarrollaba tras ellos—. Oh, mierda —exclamó—. Perdone mi klatchiano.

Errol se estaba quedando sin fuerzas. Las alas hipertrofiadas no eran capaces de volar, y el dragoncito permanecía en el aire gracias a que no dejaba de aletear locamente, como un pollo. Las grandes zarpas hendían el aire. Una de ellas tropezó con la fuente de la plaza y la demolió.

La otra acertó a Errol.

Lo envió volando por encima de la cabeza del capitán, en una línea ascendente. Chocó contra un tejado tras ellos, y se deslizó hacia abajo.

—¡Tiene que cogerlo! —gritó lady Ramkin—. ¡Deprisa! ¡Es vital!

Vimes se la quedó mirando un instante, y luego se lanzó para atrapar el cuerpecito de Errol cuando se le acabó la pista del tejado y cayó. Era sorprendentemente pesado.

—Menos mal —suspiró lady Ramkin, tratando de ponerse en pie—. Explotan con tanta facilidad… Podría haber sido muy peligroso.

Recordaron al otro dragón. No era de los que explotaban. Era de los que mataban gente. Se dieron la vuelta muy despacio.

La criatura los miró desde arriba, olisqueó el aire y luego, como si no tuvieran la menor importancia, se dio la vuelta. Saltó al aire y, con un solo movimiento de las alas, se remontó y abandonó la plaza para adentrarse en la niebla que cubría la ciudad.

En aquel momento, a Vimes le preocupaba mucho más el pequeño dragón que tenía entre las manos. El estómago le rugía de una manera alarmante. Deseó haber prestado más atención al libro sobre dragones. Aquellos sonidos, ¿querían decir que estaba a punto de explotar, o el peligro empezaría cuando cesaran?

—¡Tenemos que seguirlo! —gritó lady Ramkin—. ¿Dónde está mi carruaje?

Vimes hizo un vago gesto en la dirección en la que, que él supiera, se habían alejado los caballos desbocados por el pánico.

Errol resopló una nube de gas cálido que olía peor que algo emparedado en los muros de un sótano, dio unos débiles zarpazos al aire, lamió el rostro de Vimes con una lengua que hubiera servido para gratinar, saltó de entre sus brazos y se alejó trotando.

—¿Adónde va? —quiso saber lady Ramkin, que en aquel momento volvía de las nieblas arrastrando tras ella a los dos caballos.

Los animales no parecían querer volver, sus cascos arrancaban chispas de las losas, pero luchaban en una batalla perdida.

—¡Todavía intenta desafiar al dragón! —exclamó Vimes—. Cualquiera habría dicho que se rendiría, ¿no?

—Pelean como demonios —replicó la dama al tiempo que se subía al pescante—. Es cuestión de hacer que el adversario explote.

—Pensé que, en la naturaleza, el animal derrotado se limita a tumbarse de espaldas en gesto de sumisión, y que ahí acababa todo —dijo Vimes cuando el coche se puso en marcha tras los dragones.

—Con los dragones no funcionaría el sistema —señaló lady Ramkin—. Si alguna estúpida bestia se tumba de espaldas, le abres la barriga. Es lo que suelen hacer. Casi parecen humanos.

Las nubes encapotaban el cielo sobre Ankh-Morpork. Sobre ellas, empezaba a extenderse la luz dorada del sol del Mundodisco.

El dragón brillaba al amanecer, mientras surcaba el aire haciendo giros y maniobras por el puro placer de hacerlas. Luego, recordó que le esperaba un día muy ajetreado.

Habían tenido la desfachatez de invocarlo…

Bajo él, la Guardia recorría la Calle de los Dioses Menores. Pese a la niebla, había mucha gente.

—¿Cómo se llaman esos trastos con peldaños? —preguntó el sargento Colon.

—Escaleras —respondió Zanahoria.

—Pues hay a montones por aquí —dijo Nobby. Se acercó a la más próxima y le dio una patada.

—¡Aaay!

Una figura cayó al suelo, medio enterrada en una ristra de banderas.

—¿Qué está pasando? —le preguntó Nobby.

El portador de las banderas lo miró de arriba abajo.

—¿Y a ti qué te importa?

—Disculpe, nos importa mucho —dijo Zanahoria, surgiendo de entre la niebla como un iceberg.

El hombre sonrió, aterrado.

—Bueno, es la coronación, claro —dijo—. Tengo que preparar las calles para la coronación. Hay que colgar las banderas nuevas. Y hay que quitar las viejas.

Nobby examinó las telas húmedas.

—Pues a mí no me parecen tan viejas, todavía se podrían aprovechar —señaló—. ¿Qué son esas cosas gordas del escudo?

—Son los hipopótamos reales de Ankh —respondió el hombre con orgullo—. Recordatorios de nuestra noble herencia.

—¿Desde cuándo tenemos nosotros una noble herencia? —se sorprendió Nobby.

—Desde ayer, claro.

—No se puede tener una herencia en un día —protestó Zanahoria—. Eso lleva tiempo.

—Si no la tenemos, me parece que pronto la habremos tenido —replicó el sargento Colon—. Mi esposa me dejó una nota ayer hablando de eso. Después de tantos años, va y resulta que es una monárquica. —Pegó una patada al suelo—. ¡Bah! —exclamó—. Yo me mato durante treinta años para llevar algo de comida a casa, y ahora no sabe más que hablar de un chaval que llega a rey por trabajar cinco minutos. ¿Sabéis lo que me dejó de cena anoche? ¡Un bocadillo de carne en salsa!

Aquello no recibió la respuesta que esperaba de los dos solteros.

—¡Vaya! —exclamó Nobby.

—¿Carne de verdad? —preguntó Zanahoria—. ¿Carne asada, hecha ese mismo día, con grasita jugosa?

—Ya ni me acuerdo de cuándo fue la última vez que vi un trozo de carne en salsa como debe ser —murmuró Nobby, en un mundo de ensoñaciones gastronómicas—. Con una puntita de sal y pimienta, es una comida digna de un r…

—No lo digas —le advirtió Colon.

—Pero lo mejor es cuando metes el cuchillo y cortas la grasa, y luego untas la carne en la salsita —asintió Zanahoria, soñador—. Un momento así es un placer de r…

—¡Callaos de una vez! —gritó Colon—. No sois más que un par de… ¿Qué demonios es eso?

Los tres sintieron la repentina corriente de aire, vieron cómo la niebla sobre ellos se enroscaba y giraba. Una ráfaga de viento frío recorrió la calle por un instante.

—Fue como si algo pasara volando por ahí arriba-dijo el sargento. Se calló de golpe—. No pensaréis que…

—Vimos cómo moría, ¿no? —lo interrumpió Nobby, nervioso.

—Vimos cómo desaparecía —lo corrigió Zanahoria.

Se miraron unos a otros, solos y empapados en la calle envuelta en niebla. Allí arriba podía haber cualquier cosa. Su imaginación pobló el aire húmedo de apariciones terribles. Y lo peor era el convencimiento de que la naturaleza podía tener mucha más imaginación.

—Naaa —dijo Colon—. Seguramente no fue más que… alguna ave zancuda muy grande. O algo así.

—¿No deberíamos hacer algo? —preguntó Zanahoria.

—Sí —asintió Nobby—. Deberíamos marcharnos muy deprisa. Acordaos de Gaskin.

—Quizá se trate de otro dragón —insistió el muchacho—. Será mejor que avisemos a la gente y…

—¡No! —replicó el sargento Colon con vehemencia—. Porque, a, nadie nos creería, y be, ahora tenemos un rey. Los dragones son cosa suya.

—Es verdad —asintió Nobby—. Seguro que se enfadaría un montón. Seguro que los dragones son animales de reyes, no sé, como los ciervos. Cuando hay rey, apuesto a que te sacan los triduos[17] sólo por pensar en matar a un dragón.

—Casi te hace alegrarte de ser un súbito —asintió Colon.

—Un súbdito —le corrigió Nobby.

—No me parece una actitud muy cívica… —empezó Zanahoria.

No tuvieron que interrumpirlo. Lo hizo Errol. El pequeño dragón llegó trotando por el centro de la calle, con la deforme cola alta y los ojos clavados en las nubes. Pasó junto a los guardias sin prestarles la menor atención.

—¿Qué le pasará? —se preguntó Nobby.

Un traqueteo precedió al carruaje de lady Ramkin.

—¿Mis hombres? —preguntó Vimes titubeante, tratando de ver entre la niebla.

—Sin duda —replicó el sargento Colon.

—¿Habéis visto pasar a un dragón? Aparte de Errol, claro.

—Bueno… —empezó el sargento, mirando a los otros dos—. Más o menos, señor. Es posible. Probablemente.

—¡Pues no se queden ahí quietos como tontos! —exclamó lady Ramkin—. ¡Suban! ¡Hay mucho sitio dentro!

Lo había. Cuando lo construyeron, el carruaje debió de ser una auténtica maravilla, todo sedas, dorados y agarraderos repujados. El tiempo, el uso descuidado y las desgarraduras en los asientos producidas de tanto transportar dragones, se habían cobrado su precio, pero aún olía a clase alta, a privilegios y, por supuesto, a dragones.

—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó Colon mientras recorrían las calles bajo la niebla.

—Saludar —respondió Nobby, haciendo elegantes gestos a la gente de la calle.

—Repugnante, esto es repugnante —bufó el sargento Colon—. Que la gente vaya en carruajes como éste, cuando hay quien ni siquiera tiene un techo bajo el que refugiarse…

—Es de lady Ramkin —replicó Nobby—. Es buena persona.

—Bueno, sí, pero… qué hay de sus antepasados, ¿eh? Uno no consigue casas grandes y carruajes sin explotar un poco a los pobres.

—Lo que te pasa es que estás enfadado porque tu señora se ha estado bordando coronas en la ropa interior.

—Eso no tiene nada que ver —dijo Colon, indignado—. Siempre he sido un firme defensor de los derechos del hombre.

—Y del enano —añadió Zanahoria.

—Sí, claro —asintió el sargento, no del todo seguro—. Pero todo este asunto de los reyes y los nobles… va contra la dignidad humana. Todos nacemos iguales. Me pone enfermo.

—Nunca te había oído hablar así, Frederick —dijo Nobby.

Sargento Colon para ti, Nobby.

—Lo siento, sargento.

La niebla llevaba camino de ser una auténtica pasta de guisantes[18] otoñal morporkiana. Vimes entrecerró los ojos. Las gotas condensadas lo estaban calando hasta los huesos.

—Lo veo, con dificultades, pero lo veo —dijo—. Gire aquí a la izquierda.

—¿Tiene idea de dónde estamos? —preguntó lady Ramkin.

—En el Barrio de los Negocios, pero no sé dónde exactamente.

Errol iba cada vez más despacio. No dejaba de mirar hacia arriba y de gimotear.

—No se ve nada, maldita sea —dijo Vimes—. Me pregunto si…

Como si lo hubiera oído, la niebla se despejó un poco. Floreció ante ellos como un crisantemo, emitiendo un sonido semejante a un «Uuuumpfff».

—Oh, no —gimió Vimes—. ¡Otra vez, no!

—¿Han sido infundidas debidamente las Copas de la Integridad? —entonó el Hermano Vigilatorre.

—Sí, están infundidas hasta los topes.

—¿Y las Aguas del Mundo, están abjuradas?

—Abjuradas del todo.

—¿Han sido los Demonios del Infinito encadenados con múltiples cadenas?

—Maldita sea —se quejó el Hermano Revocador—. Siempre se olvida algo.

El Hermano Vigilatorre suspiró.

—Sólo por una vez, sería estupendo que pudiéramos llevar a cabo correctamente los antiguos rituales sacros, ¿no? Venga, hazlo de una vez.

—¿Y no crees que sería más rápido, Hermano Vigilatorre, si la próxima vez lo hago dos veces? —sugirió el Hermano Revocador.

El Hermano Vigilatorre meditó sobre la idea. Parecía razonable.

—De acuerdo —asintió—. Bueno, baja ahí con los demás. Y me tenéis que llamar Gran Maestro Supremo en Funciones, ¿entendido?

Aquello no fue acogido con el debido entusiasmo que esperaba de los Hermanos.

—Aquí nadie ha dicho que fueras el Gran Maestro Supremo en Funciones —refunfuñó el Hermano Portero.

—Pues más os vale haceros a la idea, porque lo soy. El Gran Maestro Supremo me dijo que abriera la Sesión, porque él tenía mucho trabajo con todo eso de la coronación, y llegaría un poco tarde —replicó el Hermano Vigilatorre—. Y eso me convierte en Gran Maestro Supremo en Funciones, porque lo digo yo, a ver quién es el guapo que protesta.

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