¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Todos pensábamos que habías hecho construir túneles secretos, y esas cosas.

—Ni se me ocurrió, ¿para qué? —replicó el patricio—. No podría dejar de huir jamás. Qué falta de eficacia. Mientras que, aquí, estoy en el centro de las cosas. Espero que comprendas esto, Vimes: nunca confíes en un gobernante que deposita su fe en túneles, refugios y rutas de escape. Lo más probable es que no esté dedicándose de pleno a su trabajo.

—Oh.

Está en una mazmorra de su propio palacio, con un loco rabioso al mando en el piso de arriba y un dragón achicharrando la ciudad, y cree que todo está saliendo como él quiere. Debe de ser cosa de los altos cargos. Tanta altura vuelve loca a la gente.

—Eh…, no te importa si echo un vistazo por aquí, ¿verdad? —preguntó.

—Estás en tu casa.

Vimes recorrió la mazmorra de punta a punta, y examinó la puerta. Los barrotes eran pesados, los cerrojos bien sólidos y la puerta parecía indestructible.

Luego, se dedicó a golpear las paredes en cualquier punto que pudiera sonar a hueco. Sin duda se trataba de una mazmorra bien construida. Era una de esas mazmorras que se alegran de que encierren en ellas a los criminales peligrosos. Y por supuesto, en esas circunstancias, es mejor que no haya trampillas, túneles escondidos ni pasadizos secretos.

Pero no eran ésas las circunstancias. Era sorprendente lo que varios metros de roca sólida pueden hacer con tu sentido de la perspectiva.

—¿Suelen venir aquí los guardias? —preguntó.

—Casi nunca —dijo el patricio mientras devoraba un muslo de pollo—. Es que no se molestan en darme de comer, ¿sabes? Creo que quieren matarme de hambre. De hecho —añadió—, hasta hace poco, de vez en cuando iba a la puerta y gimoteaba un poco para que estuvieran satisfechos.

—Pero ¿tienen órdenes de venir a comprobar cómo están las cosas? —dijo Vimes, esperanzado.

—Oh, eso sí que no lo toleraríamos —replicó el patricio.

—¿Cómo vas a impedírselo?

Lord Vetinari le dirigió una mirada ofendida.

—Mi querido Vimes —dijo—, pensaba que eras un hombre observador. ¿Has mirado bien la puerta?

—Por supuesto —dijo—. Señor —añadió rápidamente—. Es de lo más resistente.

—Quizá deberías echarle otro vistazo.

Vimes miró boquiabierto al anciano, luego dio media vuelta y observó de nuevo la puerta. Era de esas que se suelen considerar temibles, todo barrotes, cerrojos, bisagras y acero. Pero, por mucho que la mirase, no parecía menos impresionante. La cerradura era uno de esos artilugios fabricados por los enanos, el dolor de cabeza de cualquier ladrón. En definitiva, si alguien buscaba un símbolo de lo inamovible, no tenía más que mirar aquella puerta.

El patricio apareció junto a él, con un sigilo estremecedor.

—Es que, ¿sabes? —empezó—. Siempre que una ciudad es víctima de los desórdenes civiles, el gobernante acaba en sus propias mazmorras. Para cierto tipo de mentalidades, eso es mucho más satisfactorio que una simple ejecución.

—Sí, bueno, pero no entiendo… —empezó Vimes.

—Así que miras esta puerta y no ves más que una puerta muy resistente, ¿verdad?

—Por supuesto. No hay más que mirar los cerrojos, y los barrotes, y…

—La verdad, me siento muy satisfecho —asintió lord Vetinari con tranquilidad.

Vimes miró la puerta hasta que le dolieron las cejas. Y entonces, al igual que las formas abstractas de las nubes, sin cambiar en absoluto, se transforma de repente en la cabeza de un caballo o en un barco velero, vio lo que había tenido ante los ojos todo el tiempo.

Una admiración abrumadora lo invadió.

Se preguntó cómo sería la mente del patricio por dentro. Se la imaginaba fría y brillante, toda de acero azul, estalactitas y pequeñas ruedecitas girando como los engranajes de un reloj. La clase de mente que podía prever su propia caída y tomar ventaja de ella.

Era una puerta de mazmorra absolutamente normal, pero todo dependía del sentido de la perspectiva.

Tras la puerta de aquella mazmorra, el patricio podía encerrar al mundo.

En la parte exterior sólo estaba la cerradura.

Los cerrojos y barrotes estaban por dentro.

Los guardias treparon torpemente por los tejados húmedos, mientras las nieblas de la mañana se fundían ante el calor del sol. No es que fuera a ser un día claro…, los espesos jirones de humo y el rancio olor a quemado envolvían la ciudad y llenaban el ambiente con el triste aroma de las cenizas mojadas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Zanahoria, ayudando a subir a los demás.

El sargento Colon miró a su alrededor, escudriñando el bosque de chimeneas.

—Encima de la destilería de whisky de Jimmy Abrazodeoso —dijo—. En línea recta entre el palacio y la plaza. Seguro que pasará volando por aquí.

Nobby echó un vistazo por un lado del edificio.

—Me parece que estuve aquí una vez —dijo—. Comprobé la puerta una noche, y se abrió.

—Al cabo de un rato, supongo —señaló Colon con tono amargo.

—Bueno, el caso es que tuve que entrar, para comprobar que no estuviera pasando nada malo. Es un lugar increíble. Está lleno de cañerías y aparatos. ¡Y hay un olor increíble!

—«Cada botella envejece durante siete minutos» —citó Colon—. «Una gota llenará su día», dice en la etiqueta. Y vaya si es verdad. Una vez probé una gota, y me pasé el día lleno de resaca.

Se arrodilló y desenvolvió un fardo de tela que había estado transportando, con muchas dificultades, durante toda la escalada. Extrajo de él un arco largo de diseño antiguo, y un puñado de flechas.

Levantó el arco muy despacio, con gesto reverente, y lo acarició con los pulgares regordetes.

—¿Sabéis? —dijo en voz baja—. Cuando era joven, lo manejaba de maravilla. El capitán debería haberme dejado probar la otra noche.

—Eso dices tú —replicó Nobby, nada comprensivo.

—Pues gané un montón de premios.

El sargento abrió la bolsita que contenía la cuerda nueva para el arco, la enganchó en un extremo, se puso de pie, tiró, gruñó un poco…

—Eh… ¿Zanahoria? —dijo jadeante.

—¿Sí, sargento?

—¿A ti se te da bien poner cuerdas en los arcos?

Zanahoria cogió el arco, lo curvó con facilidad y enganchó el otro extremo de la cuerda.

—Buen comienzo, sargento —señaló Nobby.

—¡No seas sarcástico conmigo, cabo! No es cuestión de fuerza, lo que importa es la agudeza de la vista y la firmeza de la mano. Venga, pásame una flecha. ¡No, ésa no!

Los dedos de Nobby se quedaron paralizados sobre el asta de una flecha.

—¡Ésa es mi flecha de la suerte! —rugió Colon—. ¡Ni se os ocurra tocarla!

—Pues a mí me parece igual que todas las demás, sargento —señaló Nobby.

—Ésa es la que utilizaré en el comosellame, en el momento de la verdad —replicó Colon—. Mi flecha de la suerte nunca me ha fallado, nunca. Si ese dragón tiene algún volublerable, esta flecha lo encontrará.

Eligió una flecha de aspecto idéntico a las demás, pero presumiblemente menos afortunada, y la colocó en el arco. Luego, escudriñó los tejados circundantes con mirada especulativa.

—Será mejor que vaya haciendo mano —murmuró—. Por supuesto, es una de esas cosas que cuando se aprenden no se olvidan nunca, como montar en…, montar en…, montar en algo de lo que no te puedes olvidar.

Tensó la cuerda del arco hasta que le llegó hasta la oreja, y gimió.

—Bien —dijo, mientras el brazo le temblaba por la tensión como un arbolillo durante un huracán—. ¿Veis el tejado del Gremio de Asesinos, allí?

Escudriñaron el aire turbio.

—Bien —añadió Colon—, ¿y esa veleta que hay en el tejado? ¿La veis?

Zanahoria miró en dirección a la flecha, que giraba sobre sí misma al compás del viento.

—Está muy lejos, sargento —señaló Nobby con tono dubitativo.

—Tú no te preocupes por mí, no apartes la vista de la veleta —gimió el sargento.

Los dos asintieron. La veleta tenía forma de hombre encorvado con una gran capa negra. La daga que empuñaba siempre apuntaba en la dirección del viento. Pero, desde tan lejos, era muy pequeña.

—De acuerdo —jadeó Colon—. Ahora, ¿veis el ojo del hombre?

—Venga ya… —se burló Nobby.

—¡Cállate, cállate, cállate! —gimió Colon—. ¡He preguntado que si lo veis!

—A mí me parece verlo, sargento —respondió Zanahoria lealmente.

—Bien. Bien —asintió el sargento, tomando puntería con mucho esfuerzo—. Así se habla. Buen muchacho. Estupendo. Ahora no lo pierdas de vista, ¿de acuerdo?

Con un último gemido, soltó la flecha.

Sucedieron varias cosas, tan deprisa que habrá que relatarlas en prosa a cámara lenta. Probablemente, la primera fue que la cuerda del arco restalló contra la sensible cara interna de la muñeca de Colon, haciendo que gritara y que soltara el arco. Esto no influenció en modo alguno en la trayectoria de la flecha, que ya volaba sin titubeos en dirección a una gárgola que adornaba el tejado de la casa de enfrente. Le dio en la oreja, rebotó contra una pared a dos metros de distancia, y volvió de nuevo hacia Colon con una velocidad que parecía incluso superior a la original. Pasó a un milímetro de su sien con un silbido estremecedor.

Se perdió rumbo a los muros de la ciudad.

Tras un rato, Nobby carraspeó y dirigió una mirada inocente a Zanahoria.

—Así, más o menos, ¿cuánto miden los volublerables de un dragón?

—Oh, pueden ser un punto diminuto —respondió Zanahoria, siempre deseoso de ayudar.

—Me imaginaba que dirías eso —suspiró Nobby. Caminó hasta el borde del tejado y señaló hacia abajo—. Estamos justo encima de un estanque —dijo—. Lo utilizan para refrigerar el agua. Tengo entendido que es bastante profundo, así que, cuando el sargento dispare contra el dragón, podemos saltar. ¿Qué os parece?

—Oh, pero si no hará falta —señaló Zanahoria—. Porque la flecha de la suerte del sargento acertará al dragón en el punto exacto, y lo matará, así que no tendremos que preocuparnos por nada.

—Por supuesto, por supuesto —asintió Nobby apresuradamente al ver el ceño fruncido de Colon—. Es sólo por si acaso, ya sabéis, hay que tener en cuenta que existe una posibilidad entre un millón de que falle… No es que vaya a fallar, claro, es que hay que considerar todas las eventualidades… Si, por un increíble golpe de mala suerte, no consigue darle en el volublerable, el dragón se va a poner hecho una furia, y lo mejor será que no estemos cerca para verlo. Es una posibilidad muy remota, ya lo sé, pero hay que tenerlo todo en cuenta.

El sargento Colon se ajustó la armadura.

—Cuando menos las necesitas —dijo—, las posibilidades de una contra un millón crecen como hongos. Es un hecho científico demostrado.

—El sargento tiene razón, Nobby —señaló Zanahoria—. Ya sabes que, cuando sólo hay una posibilidad de que algo funcione…, bueno, pues funciona. Si no, no habría… —Bajó la voz—. Quiero decir, que es obvio, si las últimas posibilidades a la desesperada no funcionan, no habrá… El caso es que los dioses no lo permitirían. Seguro.

Como un solo hombre, los tres se volvieron para mirar, a través del aire turbio, en dirección al eje del Mundodisco, a miles de kilómetros de allí. Ahora el aire estaba teñido de gris con el humo y la niebla, pero en los días despejados se podía ver el Cori Celesti, el hogar de los dioses. Al menos, el lugar donde estaba el hogar de los dioses. Vivían en Dunmanifestin, el estucado Valhalla, donde afrontaban la eternidad con la mentalidad de quien no sabe qué hacer para pasar la tarde. Se decía que jugaban con los destinos de los hombres, aunque nadie tenía la menor idea de a qué estaban jugando.

Pero, por supuesto, había reglas. Todo el mundo sabía que había reglas. Y había que cruzar los dedos para que los dioses lo supieran también.

—Tiene que funcionar —murmuró Colon—. Usaré mi flecha de la suerte y todo eso. Tienes razón. Las últimas posibilidades a la desesperada tienen que funcionar. Si no, nada tendría sentido. Tanto nos daría estar muertos.

Nobby volvió a asomarse por el borde del tejado. Tras un titubeo, Colon se reunió con él. Tenían las expresiones especulativas de los hombres que han visto muchas cosas, y sabían que aunque se podía contar con los héroes, los reyes y, en última instancia, con los dioses, lo que de verdad no fallaba nunca era la gravedad y un estanque profundo.

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