¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Los ojos de Vimes se llenaron de terror.

—¿Por qué? —quiso saber.

Lady Ramkin buscó en el bolsillo de su ajada chaqueta de trabajo.

—Anoche tomé unas cuantas notas sobre el dragón —dijo.

—Ah, el dragón.

Vimes se relajó un poco. En aquel momento, el dragón le parecía una perspectiva menos mala.

—Y también investigué un poco. Le diré una cosa, es una bestia muy extraña. No debería haber podido remontar el vuelo.

—En eso tiene razón.

—Si su constitución es como la de los dragones de pantano, debía de pesar unas veinte toneladas. ¡Veinte toneladas! Es imposible. Todo se reduce a una correlación entre peso y envergadura de alas, no sé si me entiende.

—Lo vi bajar en picado desde la torre.

—Ya lo sé. Por lógica, se le deberían de haber desgarrado las alas, todo lo que teóricamente podría quedar de él es un gran agujero en el suelo —insistió lady Ramkin con firmeza—. Uno no se puede tomar a risa la aerodinámica. Una cosa grande no puede hacer lo mismo que una pequeña, y quedarse tan ancha. Es cuestión de potencia muscular y superficies de resistencia al viento.

—Ya sabía yo que algo andaba mal —se animó Vimes—. Y también lo de las llamas. No hay nada que pueda ir por ahí con tanto calor dentro. ¿Cómo se las arreglan los dragones de pantano?

—Ah, es una cuestión química —respondió lady Ramkin, sin darle importancia—. De los alimentos que ingieren, destilan una sustancia inflamable, y la llama se enciende al salir por los conductos. Nunca tienen fuego dentro, a menos que padezcan de retroceso.

—Y si padecen de eso, ¿qué sucede?

—Que hay que limpiar trocitos de dragón de todas partes —explicó lady Ramkin, alegremente—. Me temo que los dragones no están muy bien diseñados.

Vimes escuchó.

Era imposible que hubieran sobrevivido, sólo lo lograron gracias a que sus lugares de nacimiento eran aislados y había pocos depredadores. No es que los dragones fueran muy alimenticios, claro: una vez se eliminaba la piel y los enormes músculos que usaban para volar, lo que quedaba debía de ser como morder una fábrica de productos químicos mal procesados. No era de extrañar que los dragones estuvieran siempre enfermos. La necesidad de producir combustible hacía que tuvieran problemas estomacales. Dedicaban la mayor parte del cerebro a controlar las complejidades del sistema digestivo, capaces de producir elementos inflamables a partir de los ingredientes más imposibles. Incluso podían redistribuir sus conductos internos, en el lapso de una noche, para llevar a cabo los procesos más difíciles. Vivían al borde de un abismo químico. Un hipido fuera de lugar, y eran geografía.

Y cuando se trataba de elegir lugares para la puesta de huevos, las hembras tenían tanto sentido común e instinto maternal como un ladrillo.

Vimes se preguntó por qué estaría tan preocupada la gente con los dragones en los viejos tiempos. Si por casualidad había alguno en una cueva cercana, lo único que tenías que hacer era esperar hasta que se autoincendiara, explotara o muriera de indigestión aguda.

—Los ha estudiado a fondo, ¿verdad? —señaló.

—Alguien tenía que hacerlo.

—Pero ¿qué sabe de los grandes?

—Dioses, sí. Son un gran misterio, ¿sabe? —asintió la dama, repentinamente seria.

—Sí, ya lo dijo.

—Son criaturas de leyenda. Al parecer, una subespecie de dragones empezó a crecer, y a crecer, y luego… sencillamente, desaparecieron.

—¿Quiere decir que murieron?

—No. De cuando en cuando volvían a aparecer, sin que se supiera de dónde venían. Llenos de vida y vigor. Pero, de pronto, dejaron de volver. —Dirigió a Vimes una mirada triunfal—. Creo que encontraron un lugar donde podían ser de verdad.

—¿Ser qué?

—Dragones. Donde podían cumplir todo su potencial. Otra dimensión, o algo por el estilo. Donde la gravedad no fuera tan fuerte, y esas cosas.

—Eso pensé yo cuando lo vi —asintió Vimes—. No puede haber algo que vuele y tenga escamas, y sea de ese tamaño.

Se miraron.

—Tenemos que encontrar su madriguera —dijo lady Ramkin.

—Ningún maldito bicho pegará fuego a mi ciudad —replicó Vimes.

—Imagine qué gran contribución al estudio de los dragones.

—Si alguien pega fuego a esta ciudad, seré yo.

—Es una oportunidad increíble. Hay tantas preguntas…

—En eso tiene razón. —Le vino a la cabeza una de las frases de Zanahoria—. Puede ayudarnos en nuestras investigaciones —sugirió.

—Pero eso será por la mañana —replicó lady Ramkin con firmeza.

La mirada decidida de Vimes se suavizó.

—Yo dormiré abajo, en la cocina —siguió la dama alegremente—. Siempre tengo allí un catre preparado en temporada de puesta. Algunas hembras pueden necesitar ayuda. No se preocupe por mí.

—Es usted muy amable —murmuró el capitán.

—He enviado a Nobby a la ciudad, para que ayude a los otros a organizar su cuartel.

Vimes se había olvidado por completo de la Casa de la Guardia.

—Debe de haber sufrido daños importantes —aventuró.

—Destruido por completo —le corrigió la dama—. No queda más que un charco de piedra fundida. Así que les voy a dejar un local en Pseudópolis Yard.

—¿Cómo dice?

—Oh, mi padre tenía inmuebles por toda la ciudad —dijo—. La verdad es que a mí no me sirven para nada, así que le dije a mi gestor que entregara al sargento Colon las llaves de la casa vieja de Pseudópolis Yard. No estará nada mal que se ventile un poco.

—Pero esa zona…, quiero decir, las calles están pavimentadas de verdad…, el alquiler… O sea, no creo que lord Vetinari quiera…

—No se preocupe por eso —replicó, dándole una palmadita amistosa—. Venga, ahora tiene que dormir un poco.

Vimes se tendió de nuevo, con el cerebro funcionando a toda velocidad. Pseudópolis Yard estaba en el lado Ankh del río, en uno de los mejores barrios de la ciudad. Allí, el espectáculo de Nobby o el sargento Colon paseando por aquellas calles a plena luz del día tendría el mismo efecto que la inauguración de un hospital para leprosos.

Se sumió en un duermevela, y soñó con gigantescos dragones que lo perseguían esgrimiendo frascos de ungüento.

Y se despertó con los gritos de una turba.

Lady Ramkin erguida en toda su estatura no era una visión que se pudiera olvidar, aunque uno querría intentarlo. Era como ver la deriva continental pero al revés, mientras varios subcontinentes e islas se reunificaban para formar una gigantesca y furiosa protomujer.

La puerta rota del cobertizo de los dragones colgaba de sus bisagras. Los inquilinos, tan tensos ya como un arpa con anfetaminas, se estaban volviendo locos. Pequeñas llamaradas se estrellaban contra las chapas metálicas, y los animalitos se revolvían en sus jaulas.

—¿Qué significa esto? —rugió la dama.

Si alguna vez los Ramkin habían sido dados a la introspección, tenía que reconocer que no era una frase muy original. Pero sí útil. Funcionaba. La razón de que las frases hechas se conviertan en frases hechas, es que son los martillos y destornilladores en la caja de herramientas de la comunicación.

La turba se arremolinó contra la puerta rota. Algunos hombres blandían instrumentos afilados, con el movimiento típico de los que no pretenden nada bueno.

—Demonios —gruñó el que los guiaba—, ahí dentro hay dragones.

Se oyó un coro de murmullos de asentimiento.

—¿Y qué? —bufó lady Ramkin.

—Demonios. Ha estado quemando la ciudad. Y no vuelan mucho. Usted tiene dragones aquí dentro. Puede que haya sido uno de ellos.

—Eso.

—Claro.

—QED[15].

—Así que nos los vamos a cargar a todos.

—Eso.

—Claro.

Pro bono publico.

El pecho de lady Ramkin subía y bajaba como un pistón. Extendió el brazo y agarró la horca de granja colgada de un gancho, en la pared.

—Os lo advierto, un paso más y lo lamentaréis —dijo.

El jefe miró a los dragones frenéticos, tras ella.

—¿Sí? —replicó, burlón—. ¿Qué piensa hacernos, eh?

La mujer abrió y cerró la boca un par de veces.

—¡Llamaré a la Guardia! —dijo al final.

La amenaza no surtió el efecto que había esperado. Lady Ramkin nunca había prestado demasiada atención a los aspectos de la ciudad que no tenían escamas.

—Vaya, qué miedo —gimoteó el jefe—. No sabe cuánto nos preocupa eso. Mire, me están temblando las rodillas. —Se sacó un machete que llevaba colgado del cinturón—. Y ahora, señora, apártese, porque…

Una llamarada de fuego verde surgió por la parte trasera del cobertizo, pasó por encima de las cabezas de los hombres allí reunidos, y dibujó una marca chamuscada en la madera sobre la puerta.

Entonces, sonó una voz que era un puro ronroneo de amenaza de muerte.

Éste es lord Montealegre Colmilloveloz Invernocuarento IV, el dragón más fogoso de la ciudad. Os puede achicharrar las cabezas hasta el cráneo.

El capitán Vimes salió cojeando de entre las sombras.

Llevaba firmemente sujeto bajo un brazo a un dragoncito dorado, muerto de miedo. Con la otra mano lo sujetaba por la cola.

Los hombres lo miraron, hipnotizados.

—Ya sé lo que estáis pensando —siguió Vimes con voz amable—. Os preguntaréis si, después de tantas emociones, aún le queda fuego suficiente. Pues la verdad, yo tampoco estoy muy seguro…

Se inclinó hacia adelante y los miró por entre las orejas del dragón. Su voz era como una navaja afilada.

—Lo que debéis preguntaros a vosotros mismos es: ¿Me acompaña hoy la suerte?

Todos retrocedieron ante su avance.

—¿No respondéis nada? —insistió—. ¿Os acompaña hoy la suerte?

Durante unos instantes, lo único que se oyó fue el ruido del estómago de lord Montealegre Colmilloveloz Invernocuarento IV, el ominoso ronroneo del combustible acumulándose en las recámaras ígneas.

—Oye, mira, eh… —tartamudeó el jefe, sin poder despegar la vista de la cabeza del dragón—. No hay necesidad de que nos pongamos tan…

—La verdad es que es posible que él decida lanzar llamas por su cuenta —siguió Vimes—. A veces no pueden evitarlo, sobre todo si se les acumulan dentro. Y eso sucede cuando están nerviosos. Tengo la sensación de que los habéis puesto muy nerviosos.

El dirigente de la turba hizo lo que esperaba fuera un gesto vagamente conciliador. Por desgracia, lo hizo con la mano con la que sostenía un cuchillo.

—Suelta eso —le advirtió Vimes—, o no lo contarás.

El cuchillo se estrelló contra las losas. Se oyeron pasos apresurados en las últimas filas, y de repente un buen número de hombres estaban metafóricamente lejos y no sabían nada de aquello.

—Pero antes de que los demás buenos ciudadanos se dispersen tranquilamente y vuelvan a ocuparse de sus asuntos —dijo el capitán—, os sugiero que miréis bien a estos dragones. ¿Os parece que alguno de ellos mide veinte metros de largo? ¿Creéis que tienen treinta metros de envergadura de alas? ¿Qué grado de temperatura debe de alcanzar su fuego?

—No sé —respondió el jefe.

Vimes alzó ligeramente la cabeza del dragón. El jefe cerró los ojos.

—No sé, señor —se corrigió.

—¿Queréis averiguarlo?

El jefe sacudió la cabeza. Pese al miedo, encontró de nuevo la voz.

—¿Quién eres tú? —preguntó.

Vimes se irguió.

—El capitán Vimes, de la Guardia de la Ciudad —dijo.

La afirmación fue acogida con un silencio casi absoluto. La única excepción fue la voz alegre, al fondo de la multitud, que dijo:

—De la Guardia Nocturna, ¿no?

Vimes miró hacia abajo, más allá de su camisa de dormir. Con las prisas por salir del lecho de enfermo, se había puesto apresuradamente un par de zapatillas de lady Ramkin. Por primera vez, se dio cuenta de que estaban adornadas con pompones rosas.

Y ése fue el momento que lord Montealegre Colmilloveloz Invernocuarento IV eligió para eructar.

No fue una llamarada rugiente. Fue, sencillamente, una bolita de fuego casi invisible que pasó entre la multitud y chamuscó unas cuantas cejas. Pero, desde luego, causó una gran impresión.

Vimes se recuperó de maravilla. Nadie se dio cuenta del breve momento de terror que acababa de vivir.

—Y eso ha sido sólo para llamaros la atención —dijo con cara de póquer—. La próxima vez, apuntaré más abajo.

—Eh… —tartamudeó el jefe—, cómo no. No hay problema. La verdad es que ya nos marchábamos. Aquí no hay dragones grandes, desde luego. Lamentamos haberos molestado.

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