¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—¿Qué estatua? —preguntó Nobby, con el cigarrillo a medio camino de la boca.

—Ésta —dijo Colon, dando unas palmaditas a la piedra—. Y no intentes meterme miedo, Nobby. Sabes de sobra que hay cientos de estatuas viejas en el tejado de los Dioses Menores.

—Pues no —replicó el cabo—. Lo que sé de sobra es que las derribaron todas el mes pasado, cuando pusieron las tejas nuevas. Ahora sólo queda el tejado y la cúpula, nada más. Hay que fijarse en este tipo de cosas cuando uno va por ahí detectando —añadió.

En el húmedo silencio que siguió, el sargento Colon bajó la vista hacia la piedra sobre la que estaba sentado. Tenía forma afilada, un relieve de escamas y una indefinible sensación de cola. La siguió en toda su extensión, que se perdía entre la niebla cada vez más escasa.

Sobre la cúpula de los Dioses Menores, el dragón alzó la cabeza, bostezó y desplegó las alas.

El despliegue no era una operación sencilla. Pareció durar algún tiempo, mientras la compleja maquinaria biológica de costillas y membranas se extendía. Luego, con las alas ya abiertas, el dragón bostezó de nuevo, dio unos cuantos pasos hasta el borde del tejado y saltó al aire.

Tras unos momentos, una mano apareció por el borde de la baranda. Se agitó con desesperación hasta encontrar un asidero aceptable.

Se oyó un gruñido. Zanahoria consiguió volver a subir al tejado, tirando de los otros dos. Todos se quedaron tendidos sobre las tejas, jadeando. El muchacho se fijó en que las zarpas del dragón habían perforado profundos surcos en el metal del borde. Era de ese tipo de cosas en las que uno no puede dejar de fijarse.

—¿No será…, no será mejor que avisemos a la gente? —jadeó.

Colon se incorporó lo justo como para divisar la ciudad en toda su extensión.

—No creo que haga falta —dijo—. Me parece que pronto se darán cuenta.

El Sumo Sacerdote de Io el Ciego recitaba las frases titubeante. Nunca había habido una ceremonia de coronación oficial en Ankh-Morpork, que él supiera. Los reyes de la antigüedad se las habían arreglado de sobra con frases como «Nos tenemos la corona, y mataremos a cualquiera que intente quitárnosla, por mil diablos». Aparte de todo lo demás, era bastante breve. Se había pasado mucho tiempo buscando algo más largo, más adecuado al espíritu de los tiempos, y ahora le costaba trabajo recordarlo.

Además, le ponía nervioso la cabra, que no dejaba de mirarlo con leal interés.

—¡Sigue de una vez! —siseó Wonse desde su lugar tras el trono.

—Todo a su debido tiempo —replicó el sumo sacerdote, también en un susurro—. Esto es una coronación, por si no te has dado cuenta. A ver si mostramos un poco más de respeto.

—¡Ya estoy mostrando respeto! Ahora, sigue con…

Se oyó un grito a su derecha. Wonse miró hacia la multitud.

—Es esa tal Ramkin —dijo—. ¿Qué pretende?

La gente que rodeaba a la dama estaba gritando. Todos los dedos señalaban en la misma dirección, como un pequeño bosque. Se oyeron uno o dos alaridos, y luego la multitud se movió como una marea.

Wonse miró hacia el otro lado de la ancha calle de los Dioses Menores.

Allí no había un cuervo. Esta vez no.

El dragón voló lentamente, a tan sólo unos metros por encima del suelo, con las amplias alas extendidas.

Las cadenetas de banderines que cruzaban la calle estaban en su camino. Las arrancó al pasar, y adornaron su lomo y su cola durante el vuelo.

Volaba con la cabeza y el cuello completamente extendidos, como si una barcaza tirase del enorme cuerpo. La gente de la calle gritaba y se empujaba, peleando por el refugio que ofrecían los portales. El dragón no les prestó atención.

Debería haber llegado rugiendo, pero los únicos sonidos que emitía eran el batir de sus alas y el siseo de los banderines.

Debería haber llegado rugiendo. No así, no de una manera tan lenta y deliberada, midiendo el tiempo para que el terror madurase. Debería haber llegado amenazando. No prometiendo.

Debería haber llegado rugiendo, no volando con gracilidad, con una ristra de banderitas en la cola.

Vimes abrió el otro cajón de su escritorio, y miró todo el papeleo acumulado en su interior. Allí no había gran cosa que pudiera considerar realmente suya. Un sobrecito de azúcar a medias le recordó que ahora debía seis peniques por diferentes tés.

Qué extraño. Aún no estaba furioso. Más tarde lo estaría, por supuesto. Antes de que anocheciera, estaría enfadado. Borracho y enfadado. Pero todavía no. Todavía no. Todavía no lo había asimilado, y sabía que estaba haciendo todo aquello sólo para evitar pensar.

Errol se desperezó en su cajón, alzó la cabeza y gimoteó.

—¿Qué te pasa, muchacho? —preguntó Vimes, acuclillándose junto a él—. ¿Tienes el estómago revuelto?

La piel del dragoncito se movía como si dentro de él hubiera una fábrica de maquinaria pesada. En Enfermedades del dragón no se hablaba de nada semejante a aquello. Del estómago del animal surgían ruidos como los de una complicada guerra en una zona de terremotos.

Sin duda, aquello no estaba bien. Sybil Ramkin decía que había que prestar atención a la dieta de los dragones, ya que cualquier molestia estomacal podía decorar las paredes y el techo con patéticos trocitos de piel escamosa. Pero, en los últimos días…, bueno, Errol había engullido pizzas frías, y la ceniza de las espantosas colillas de Nobby, y, en términos generales, lo que le había apetecido. Todo le apetecía, a juzgar por el aspecto de la habitación. Por no mencionar el contenido del último cajón.

—La verdad es que no te hemos cuidado muy bien, ¿eh? —suspiró Vimes—. Te hemos tratado como a un perro.

Se preguntó qué efectos tendrían sobre la digestión de los dragones los hipopótamos de goma.

Poco a poco, Vimes se dio cuenta de que las aclamaciones y aplausos que se oían a lo lejos se habían transformado en gritos.

Miró a Errol. Luego, esbozó una sonrisa increíblemente malévola, y se levantó.

Se oían sonidos de pánico, y de gente huyendo a toda velocidad.

Se puso el abollado casco en la cabeza, y le dio un golpecito travieso. Después, silbando una melodía enloquecida, salió del edificio.

Errol se quedó quieto un buen rato. Al final, con muchas dificultades, salió de su caja, mitad arrastrándose mitad rodando. Le llegaban extraños mensajes de la enorme parte de su cerebro que controlaba el aparato digestivo. Le exigía ciertas cosas de las que no sabía ni el nombre. Por suerte, las podía describir con todo lujo de detalles a los complejos receptores de sus fosas nasales. Sometió el aire de la habitación a un examen minucioso. Giró la cabeza en un movimiento de triangulación.

Se arrastró por el suelo y, con una expresión de disfrute absoluto, empezó a devorar la lata de abrillantador para armaduras de Zanahoria.

La gente pasó corriendo junto a Vimes cuando éste recorrió la calle de los Dioses Menores. En la plaza de Lunas Rotas, el humo se elevaba hacia el cielo.

El dragón estaba posado en el estrado de la coronación, o lo que quedaba de él. Tenía una expresión de satisfacción absoluta.

No había rastro del trono, ni de su ocupante, aunque quizá un complicado examen forense del montón de cenizas que había sobre la madera humeante pudiera aportar alguna pista definitiva.

Vimes se agarró a una fuente ornamental para que la multitud no lo arrastrara en su estampida. Todas las calles que salían de la plaza estaban abarrotadas de gente que huía. Pero sin hacer demasiado ruido, según advirtió Vimes. Nadie quería volver a desperdiciar el aliento chillando. Era, sencillamente, una sólida determinación de encontrarse en cualquier otra parte.

El dragón extendió las alas y las sacudió sin prisas. Los ciudadanos que se encontraban más rezagados en la huida tomaron esto como una indicación para subirse a las espaldas de los que tenían delante, y escapar saltando de cabeza en cabeza.

A los pocos segundos, en la plaza no quedaba más que algún que otro imbécil y los que padecían un caso terminal de sorpresa aguda. Incluso los que habían resultado semiaplastados por la multitud se arrastraban valientemente hacia la salida más cercana.

Vimes miró a su alrededor. Parecía haber montones de banderas caídas, y una cabra vieja se dedicaba a devorar algunas sin dar crédito a su suerte. A lo lejos pudo ver a Y-Voy-A—La-Ruina, a cuatro patas, tratando de recoger el contenido de su bandeja.

Al lado de Vimes, un niño pequeño agitaba una banderita titubeante y gritaba «Hurra».

Luego, todo quedó en silencio.

Vimes se inclinó hacia el crío.

—Me parece que será mejor que te vayas a tu casa —dijo.

El niño lo miró.

—¿Eres un guardia?

—No. Y sí.

—¿Qué le ha pasado al rey, guardia?

—Eh…, creo que se ha ido a descansar.

—Mi tía me ha dicho que no hable con los guardias —siguió el mocoso.

—Entonces, lo mejor es que te vayas corriendo a tu casa a contarle lo obediente que has sido —replicó Vimes.

—Mi tía me dice que, si soy malo, me pondrá en el tejado y llamará al dragón —dijo el niño sin darle gran importancia—. Mi tía dice que te come empezando por las piernas, para que veas lo que te está pasando.

—¿Por qué no te vas a casa y le dices a tu tía que es un gran ejemplo de la tradición educadora de Ankh-Morpork? ¡Venga, vete de una vez!

—Te machaca los huesos —añadió el niño alegremente—. Y cuando llega a la cabeza, te…

—¡Mira, está ahí arriba! —gritó Vimes—. ¡Es el dragón malo que te va a comer! ¡Vete a casa, corre!

El niño alzó la vista hacia la bestia que descansaba sobre los restos del estrado.

—Aún no lo he visto comerse a nadie —se quejó.

—Lárgate de una vez o te vas a enterar de lo que es una buena azotaina —dijo Vimes al final.

Aquello parecía más adecuado. El niño comprendió y asintió.

—Vale. ¿Puedo gritar hurra otra vez?

—Si quieres…

—Hurra.

Bravo por la relación entre policía-ciudadanos, pensó Vimes. Aventuró otra mirada desde detrás de la fuente.

—Diga lo que quiera —retumbó una voz justo por encima de él—, yo sigo pensando que es un espécimen magnífico.

Vimes miró hacia arriba, hacia el cuenco que formaba la cúspide de la fuente.

—¿Se ha dado cuenta de que, cada vez que nos vemos, aparece un dragón? —dijo Sybil Ramkin, bajándose de la fuente y dejándose caer ante él con una sonrisa de oreja a oreja—. Es casi como tener nuestra propia canción, o algo por el estilo.

—Está ahí, sentado, no hace más que mirar a su alrededor. Como si esperase a que sucediera algo.

El dragón parpadeó con paciencia jurásica.

Las calles que salían de la plaza estaban abarrotadas de gente. Ése era el instinto de Ankh-Morpork, pensó Vimes. Huye, y luego te paras a ver si le está sucediendo algo interesante a otras personas.

Algo se movió entre los restos del estrado, cerca de la zarpa derecha del dragón, y el Sumo Sacerdote de Io el Ciego se puso trabajosamente en pie. De su túnica cayó una cascada de polvo y astillas. Aún tenía el sucedáneo de corona en una mano.

Vimes vio cómo el anciano alzaba la vista hacia un par de ojos rojos brillantes como brasas, a varios metros por encima de él.

—¿Los dragones pueden leer la mente? —susurró a lady Ramkin.

—Yo estoy segura de que los míos entienden cada palabra que les digo —siseó ella—. ¡Oh, no! ¡Ese viejo imbécil le está dando la corona!

—¿No le parece buena idea? A los dragones les gusta el oro. Es como tirarle un hueso a un perro, ¿no?

—Oh, dioses —suspiró Sybil Ramkin—. Puede que no. Los dragones tienen un paladar muy sensible.

El gran dragón parpadeó observando el pequeño aro de oro. Luego, con toda delicadeza, extendió una uña de un metro de largo y enganchó la cosa para cogerla de entre los dedos temblorosos del sacerdote.

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