¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Oh —susurró el cabo—. ¿Por dónde?

—Por todo el muro de la ciudad —respondió el chico—. A veces durante días enteros. No volvían a hacerlo, se lo aseguro. Se lo digo yo —añadió.

Nobby apoyó la lanza contra la pared y rebuscó una colilla diminuta tras su oreja. Decidió que había que aclarar un par de cosas.

—¿Por qué tuviste que hacerte guardia, muchacho? —le preguntó.

—Todo el mundo me pregunta lo mismo —dijo Zanahoria—. No tuve que. Quise. Así me haré un Hombre.

Nobby nunca miraba directamente a los ojos. Contempló asombrado la oreja derecha de Zanahoria.

—¿De verdad quieres decir que no estás huyendo de nada?

—¿Por qué iba a querer huir de algo?

Nobby dio un par de vueltas al asunto.

—Ah… Siempre hay algo. Quizá…, quizá se te acusó de algo que no habías hecho —sonrió—. Quizá, por ejemplo, faltaron cosas en las tiendas y te echaron la culpa injustamente. O aparecieron ciertas cosas en tu bolsa, y tú no tienes ni idea de cómo llegaron allí. Ese tipo de asuntos. Se lo puedes decir al viejo Nobby. O quizá fue otra cosa… —Dio un codazo a Zanahoria—. Otra cosa, a lo mejor. Cherché la femme, ¿eh? ¿Metiste en apuros a una chica?

—Yo… —empezó Zanahoria.

Y entonces se acordó de que uno debía decir la verdad incluso a gente tan rara como Nobby, quienes no parecían saber lo que era eso. Y la verdad es que siempre estaba metiendo en apuros a Minty, aunque no sabía muy bien cómo ni por qué. Pero cada vez que se marchaba tras visitarla en la cueva de los Machacarrocas, oía los gritos de los padres de la chica. Siempre eran educados con él, pero, por algún motivo que no entendía, Minty se encontraba en apuros después de cada una de sus visitas.

—Sí —dijo al final.

—Ah. Suele suceder —asintió Nobby con gesto de entendido.

—Constantemente —añadió Zanahoria—. La verdad es que casi todas las noches.

—Vaya. —Nobby estaba impresionado. Bajó la vista hacia el Protector—. Ésa es la razón de que te hicieran ponerte eso, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, no te preocupes. Todo el mundo tiene su pequeño secreto. O su gran secreto, que todo es posible. Hasta el capitán. Está con nosotros porque fue Traído a Nado por una Mujer. Eso dice el sargento. Traído a Nado.

Aquello parecía doloroso.

—Caray —se compadeció Zanahoria.

—Pero a mí me da la sensación de que es porque dice lo que piensa. Y lo dijo demasiado a menudo delante del patricio, que lo oí yo. Le dijo que los del Gremio de Ladrones no eran más que una pandilla de ladrones, o algo así. Por eso está con nosotros. La verdad, no sé. —Contempló el pavimento con mucho interés—. ¿Y dónde vives ahora, chico? —preguntó al final.

—Hay una señora, la señora Palma… —empezó Zanahoria.

Nobby se atragantó, y el humo se le fue por otro camino.

—¿En Las Sombras? —aulló—. ¿Estás viviendo en Las Sombras?

—Oh, sí.

—¿Todas las noches?

— Bueno, más bien todos los días, en realidad. Sí.

—¿Y has venido aquí para hacerte un hombre?

—¡Sí!

—No creo que me gustara vivir en tu tierra —suspiró el cabo.

—Mire —replicó Zanahoria, que no entendía nada—, vine porque el señor Varneshi dijo que era el mejor trabajo del mundo, con eso de defender la ley y lo demás. Porque es así, ¿no?

—Bueno, eh… —vaciló Nobby—. En cuanto a eso…, lo de defender la ley, quiero decir…, o sea, antes sí, antes de que tuviéramos los Gremios y esas cosas… pero ahora, de la ley no es que quede mucho…, oh, bueno, no sé. Mira, lo que tienes que hacer es tocar la campana y agachar la cabeza por si acaso.

Nobby suspiró. Luego gruñó, se sacó el reloj de arena del cinturón y contempló los granos de arena que caían rápidamente. Lo devolvió a su sitio, quitó la funda de piel con que cubría el badajo de su campanilla y la sacudió un par de veces, no muy fuerte.

—Las doce en punto y sereno —murmuró.

—¿Y eso es todo? —preguntó Zanahoria mientras morían los ecos.

Nobby dio una rápida calada a la colilla.

—Más o menos. Más o menos.

—¿Así, sin más? ¿Nada de persecuciones por los tejados a la luz de la luna? ¿Nada de colgarnos de los candelabros del techo? ¿Nada por el estilo? —insistió el chico.

—Ni se me ocurriría —replicó Nobby con fervor—. En mi vida he hecho cosas como ésas. —Lanzó una bocanada de humo—. Correr por los tejados, vaya idea, ¡uno se puede matar haciendo esas cosas! Si no te importa, yo sigo con la campanilla, gracias.

—¿Puedo probar yo?

Nobby empezaba a sentirse desconcertado. Por eso, y sólo por eso, cometió el error de entregar la campanilla a Zanahoria sin decir palabra.

Zanahoria la examinó unos instantes. Luego, la sacudió vigorosamente por encima de su cabeza.

¡Las doce en punto y sereeeenoooo! — aulló a pleno pulmón.

Los ecos resonaron en la calle, y al final los ahogó un silencio espeso, terrible. Varios perros ladraron en la noche. Un bebé empezó a llorar.

—¡Shhhh! —siseó Nobby.

—Bueno, es que todo está sereno, ¿no? —insistió Zanahoria.

—¡Pero dejará de estarlo si sigues sacudiendo así la maldita campana! ¡Dámela ahora mismo!

—¡No lo entiendo! —replicó el muchacho—. Mire, tengo este libro que me dio el señor Varneshi…

Se rebuscó los bolsillos hasta dar con Las Leyes y Ordenanzas.

Nobby echó un vistazo al volumen y se encogió de hombros.

—Ni sabía que existieran —dijo—. Ahora, sigamos con la ronda, pero en silencio. Nada de gritar tanto, puedes llamar la atención de…, de cualquiera. Vamos, por aquí.

Agarró a Zanahoria por el brazo y lo arrastró a lo largo de la calle.

—¿De cualquiera? —protestó el chico mientras se veía empujado con decisión.

—De cualquiera con malas intenciones —susurró Nobby.

—¡Pero nosotros somos la Guardia!

—¡Exacto! ¡Por eso no queremos tener nada que ver con esa gente! ¡Recuerda lo que le sucedió a Gaskin!

—No recuerdo lo que le sucedió a Gaskin —señaló Zanahoria, asombrado—. ¿Quién es Gaskin?

—Fue antes de que llegaras tú —murmuró Nobby, algo más calmado—. Pobre tipo. Podría habernos pasado a cualquiera. —Alzó la vista para mirar al muchacho—. Ahora, haz el favor de ir calladito. Me estás poniendo los nervios de punta. ¡Persecuciones a la luz de la luna, nada menos!

Siguieron recorriendo la calle. El método normal de locomoción de Nobby consistía en una especie de mezcla entre deslizarse y esconderse, que le daba un aspecto extraño, como el de un cangrejo cojo.

—Pero…, pero… —insistió Zanahoria—. En este libro dice que…

—No quiero saber nada de ningún libro —gruñó Nobby.

Zanahoria parecía desconsolado.

—Pero es la Ley… —empezó.

Fue casi letalmente interrumpido por un hacha que salió disparada por un portal bajo junto a él, y fue a estrellarse contra la pared del otro lado. La siguieron los sonidos de la madera al quebrarse y el cristal al romperse.

—¡Eh, Nobby! —exclamó Zanahoria, apremiante—. ¡Eso es una pelea!

Nobby echó un vistazo al portal.

—Pues claro —dijo—. Es un bar de enanos. No hay cosa peor. Ni se te ocurra acercarte, chico. Esos pequeños canallas te ponen la zancadilla y luego te echan de todo encima. Tú quédate con el viejo Nobby y…

Agarró el brazo de Zanahoria, grueso como un tronco de árbol. Fue como intentar arrastrar un edificio.

El chico se había puesto pálido.

—¿Enanos bebiendo? ¿Y peleando?

— Puedes jurarlo —asintió Nobby—. Lo hacen constantemente. Y tienen un vocabulario que yo no me atrevería a usar ni con mi anciana madre. Ni se te ocurra mezclarte con ellos, son unos malditos…, ¡no entres ahí!

Nadie sabe por qué los enanos, que en sus montañas natales llevan vidas tranquilas y ordenadas, se olvidan de todo eso en cuanto llegan a la gran ciudad. Hasta el más inocente extractor de hierro sufre una mutación que lo obliga a usar cota de mallas constantemente, llevar siempre un hacha, cambiarse el nombre por el de Agarragargantas Machacatibias o algo semejante, y beber como una esponja.

Probablemente sea porque llevan vidas tan tranquilas y ordenadas en sus montañas natales. Al fin y al cabo, con toda probabilidad, lo primero que quiere hacer un joven enano cuando llega a la gran ciudad tras setenta años de trabajar para su padre en el fondo de una mina sea echar un buen trago y luego golpear a alguien.

La pelea era una de esas encantadoras peleas de enanos, con unos cien participantes y unos ciento cincuenta bandos. Los gritos, maldiciones y el resonar de las hachas contra los cascos de hierro se mezclaban con los alaridos de un grupo de borrachos junto a la chimenea, quienes, siguiendo otra costumbre de los enanos, entonaban canciones relativas al oro.

Nobby se estrelló contra la espalda de Zanahoria, que contemplaba la escena horrorizado.

—Mira, esto es así todas las noches —dijo, apremiante—. No te metas, son órdenes del sargento. Dice que son sus costumbres folclóricas, o algo por el estilo. Y uno no tiene que entrometerse en las costumbres folclóricas de la gente.

—Pero…, pero… —tartamudeó Zanahoria—. ¡Son mi gente! Bueno, más o menos. Es una vergüenza que se comporten así. ¿Qué debe de pensar la gente?

—Pensamos que son unos pequeños salvajes intratables —le informó Nobby—. ¡Ahora, vámonos!

Pero el muchacho se había lanzado ya hacia el tumulto. Se puso las manos junto a la boca para hacer bocina, y gritó algo en un idioma que Nobby no comprendió. Casi cualquier idioma, incluido su idioma materno, habría encajado en esta descripción, pero en este caso concreto se trataba del lenguaje de los enanos.

¡Gr’duzk! ¡Gr’duzk! ¿aaK’zt ezem bur’k tze tzim?[7]

La lucha se detuvo. Un centenar de rostros barbudos alzaron la vista hacia la imponente figura de Zanahoria, con una mezcla de enfado y sorpresa.

Una desportillada jarra de cerveza rebotó contra su cota de mallas. Zanahoria se agachó y alzó en vilo, sin esfuerzo aparente, a un enano que se debatía.

J’uk, ydtruz-t’rud-eztuza, hudr’zd dezek drez’—huk, huzukmk’t b’tduz g’ke’k me’ek b’ttduz t’be’tk kce’drutk ke’bkt’d. ¿aaDb’thuk?[8]

Ningún enano había oído tantas palabras de la Antigua Lengua en boca de alguien que midiera más de un metro veinte. Se quedaron atónitos.

Zanahoria bajó al molesto enano al suelo. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¡Sois enanos! —dijo—. ¡Los enanos no deberían comportarse así! Miraos, ¿no os da vergüenza?

Un centenar de bocas se abrieron de sorpresa.

—¡Mirad lo que estáis haciendo! —El chico sacudió la cabeza—. ¿Os imagináis lo que pensarían si os vieran vuestras ancianas madres, que ahora se estarán mesando sus barbas blancas y preguntándose qué harán sus hijos esta noche? Vuestras pobres madres, las primeras que os enseñaron a blandir un hacha…

Nobby, que se había quedado junto a la puerta paralizado por una mezcla de terror y asombro, se dio cuenta de que lo que se oía allí era un coro de sollozos ahogados y ruido de narices al sonarse. Zanahoria seguía hablando.

—… seguramente las ancianas estarán pensando, seguro que mi hijo está jugando tranquilamente al dominó, o algo por el estilo…

Un enano próximo a él, que llevaba el casco adornado con púas de quince centímetros de largo, se echó a llorar silenciosamente sobre su cerveza.

—Y apuesto a que hace mucho tiempo que no le escribís una carta, y eso que prometisteis escribirle todas las semanas sin falta…

Distraídamente, Nobby se sacó un sucio pañuelo del bolsillo y se lo tendió a un enano que se había apoyado contra la pared, estremecido por los sollozos.

—Vamos, vamos —siguió Zanahoria con voz cariñosa—. No quiero ser duro con nadie, pero a partir de ahora pasaré por aquí todas las noches, y espero encontrarme con un comportamiento propio de los enanos. Sé lo que sentís al estar tan lejos de casa, pero eso no justifica semejantes desmanes. —Se tocó el casco—. G’hruk, t’uk[9].

Les dirigió una sonrisa luminosa y se dobló por la cintura para volver a cruzar la puerta del bar. Cuando llegaron a la calle, Nobby lo agarró bruscamente por el brazo.

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