¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—No es que lo vayamos a necesitar, claro —afirmó Colon.

—Con tu flecha de la suerte, por supuesto que no —asintió Nobby.

—Exacto. Pero oye, por simple curiosidad, ¿a qué distancia crees que está el estanque de aquí?

—Yo diría que a unos diez metros. Más o menos.

—Diez metros. —Colon asintió lentamente—. Es aproximadamente lo que calculaba yo. Y es bastante profundo, ¿no?

—Bastante, según tengo entendido.

—Aceptaré tu palabra. Parece muy sucio. Detesto la idea de meterme ahí.

Zanahoria le dio una alegre palmada en la espalda, y casi lo tiró.

—¿Qué pasa, sargento? —dijo—. ¿Acaso quiere vivir para siempre?

—¿Mmm? —musitó Colon, que parecía inmerso en un deprimente mundo propio.

—Quiero decir, menos mal que tenemos una posibilidad desesperada de uno contra un millón, ¡si no estaríamos en apuros!

—Oh, sí —asintió Nobby con tristeza—. Qué suerte tenemos.

El patricio se recostó. Un par de ratas le colocaron un cojín bajo la cabeza.

—Creo que las cosas van bastante mal ahí fuera —dijo.

—Sí —asintió Vimes con amargura—. Tienes razón. Aquí estás más a salvo que nadie.

Insertó otro cuchillo en una hendidura entre las piedras, y escarbó con sumo cuidado, mientras lord Vetinari lo miraba con interés. Ya había conseguido levantar las losas que rodeaban la rejilla.

Ahora empezaba a atacar el cemento que la sujetaba.

El patricio se entretuvo mirándolo un rato, y luego cogió un libro del pequeño estante que tenía al lado. Como las ratas no podían leer los títulos de la biblioteca, los libros que habían reunido eran un tanto variados, pero no era hombre que se cerrase a los nuevos conocimientos. Encontró la señal entre las páginas de El arte del encaje a lo largo de los siglos, y leyó unas cuantas páginas.

Tras un rato, se vio obligado a sacudir del libro unos pocos trocitos de cemento, y alzó la vista.

—¿Estás haciendo progresos? —preguntó con educación.

Vimes apretó los dientes y no dijo nada. Al otro lado de la rejilla había un patio, apenas más luminoso que la celda. En un rincón había un estercolero, pero en aquellos momentos parecía muy atractivo. Al menos, más atractivo que la mazmorra. Un honrado estercolero era preferible a lo que era Ankh-Morpork en aquellos momentos. Seguro que era una alegoría, o algo por el estilo.

Excavó, excavó y excavó. La hoja del cuchillo vibraba y le hacía temblar la mano.

El bibliotecario se rascó un sobaco con gesto pensativo. Tenía muchos problemas.

Había llegado allí lleno de rabia contra los ladrones de libros, y esa rabia no se había apagado. Pero se le había ocurrido que, aunque los crímenes contra los libros eran los peores que podía perpetrar un hombre, quizá sería mejor posponer la venganza.

Se le ocurrió que, aunque lo que los humanos hicieran unos con otros le importaba un rábano, había cierto tipo de actividades que convenía cortar de raíz, no fuera que a los perpetradores, confiados por el éxito, se les ocurriera empezar a hacer las mismas cosas con los libros.

El bibliotecario contempló de nuevo su placa, y le dio un mordisquito con la optimista esperanza de que fuera comestible. No cabía duda de que tenía un deber para con el capitán.

El capitán siempre había sido amable con él. Y el capitán también tenía una placa.

Sí.

Hay momentos en que un simio tiene que comportarse como un hombre…

El orangután hizo un complejo gesto de saludo y se alejó meciéndose en la oscuridad.

El sol ascendió por el cielo, entre la niebla y el humo rancio, como si fuera un globo perdido.

Los guardias se sentaron a la sombra de una chimenea, esperando y matando el tiempo de diversas maneras. Nobby sondeaba pensativo el contenido de una de sus fosas nasales, Zanahoria estaba escribiendo una carta a sus padres, y el sargento se estaba preocupando. Tras un rato, se removió inseguro.

—Se me ocurre que puede haber un problema —dijo.

—¿Cuál, sargento? —quiso saber Zanahoria.

El sargento Colon parecía desanimado.

—Bueeeno, ¿qué pasará si no se trata de una posibilidad de uno contra un millón? —preguntó.

Nobby se lo quedó mirando.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, nada, las posibilidades desesperadas de uno contra un millón siempre funcionan, eso no es problema, pero…, bueno, eso es demasiado concreto, ¿no te parece?

—Explícate.

—¿Y si sólo es una posibilidad de uno contra mil? —preguntó Colon, angustiado.

—¿Qué?

—¿Alguien ha oído hablar de una posibilidad de uno contra mil que haya funcionado?

Zanahoria alzó la vista.

—No digas esas cosas, sargento —protestó—. Nadie ha visto jamás que funcionara una posibilidad de uno contra mil. Las posibilidades en contra son de… —Calculó, moviendo los labios en silencio—, de uno contra millones.

—Eso. Millones —asintió Nobby.

—Así que sólo funcionará si la posibilidad es verdaderamente de uno contra un millón —terminó el sargento.

—Supongo que tienes razón —asintió Nobby.

—Así que, uno contra 999.943, por ejemplo… —empezó Colon.

Zanahoria sacudió la cabeza.

—No tendríamos ni una posibilidad. Nadie ha dicho nunca «Es una posibilidad de uno contra 999.943, pero puede funcionar».

Contemplaron la ciudad en el silencio de un feroz cálculo mental.

—Puede que tengamos todo un problema —dijo Colon al final.

Zanahoria empezó a escribir a toda velocidad. Cuando le preguntaron qué hacía, les explicó con todo lujo de detalles cómo se calculaba la superficie total de un dragón, y luego intentó valorar las posibilidades de que una flecha acertara en un punto concreto.

—Apuntando, tenlo en cuenta —indicó el sargento Colon—. Yo estaré apuntando.

Nobby carraspeó.

—En ese caso, la posibilidad no será de uno contra Un millón, ni mucho menos —asintió Zanahoria—. Puede ser una posibilidad de uno contra cien. Y si el dragón vuela despacio, y el punto es muy grande, puede ser casi una certeza.

Los labios de Colon se movieron en silencio formulando la frase Es una certeza, pero puede funcionar. Sacudió la cabeza.

—Naaa —dijo.

—En ese caso, lo que tenemos que hacer —dijo Nobby con voz pausada— es ajustar las posibilidades…

Ahora había un agujero en el cemento, cerca del barrote central. No era gran cosa, Vimes lo sabía, pero al menos se trataba de un comienzo.

—No necesitas ayuda, ¿verdad? —sugirió el patricio.

—No.

—Como gustes.

El cemento estaba medio podrido, pero los barrotes habían sido clavados profundamente en la roca. Bajo la gruesa capa de óxido había aún mucho hierro. Era un trabajo largo, pero al menos le proporcionaba algo que hacer, y requería una agradable falta de ejercicio intelectual. Nadie se lo podía arrebatar. Era un buen desafío, claro y limpio. Sabía que, si seguía excavando, eventualmente conseguiría lo que se proponía.

El problema estaba en lo de «eventualmente». Eventualmente, Gran A’Tuin llegaría al final del universo. Eventualmente, las estrellas se apagarían. Eventualmente, Nobby se bañaría, aunque para eso quizá haría falta un replanteamiento radical de la naturaleza del Tiempo.

Pero siguió atacando el cemento. Sólo se detuvo cuando algo pequeño, de color claro, cayó por el exterior como una hoja seca.

—¿Una cáscara de cacahuete? —se sorprendió.

El rostro del bibliotecario, rodeado por el vello y las orejas del bibliotecario, apareció cabeza abajo ante la rejilla de barrotes, y le dirigió una sonrisa que no resultaba menos terrible por el hecho de estar al revés.

—¿Oook?

El orangután descendió, agarró dos de los barrotes, y tiró. Los músculos de sus brazos se movieron, el pecho de barril se convirtió en una maquinaria esforzada. La boca de dientes amarillentos se contrajo en un gesto de silenciosa concentración.

Se oyeron un par de «tangs» sordos cuando los barrotes cedieron y saltaron de su lecho de piedra. El simio los arrojó a un lado y el bibliotecario metió medio cuerpo por el agujero. Luego, los brazos más largos de la ley agarraron al atónito Vimes por debajo de los brazos, y lo sacaron sin el menor esfuerzo.

Los guardias supervisaron su obra.

—Vale —dijo Nobby—. Ahora, ¿cuáles son las posibilidades de que un hombre a la pata coja con el casco sobre los ojos y un pañuelo en la boca acierte a un dragón en los puntos volublerables?

—Mmmfff —dijo Colon.

—Escasas, muy escasas —asintió Zanahoria—. Aunque tengo la sensación de que el pañuelo es un poco excesivo.

Colon lo escupió.

—Decidíos de una vez —dijo—. Se me está durmiendo la pierna.

Vimes se puso en pie como pudo sobre las sucias losas, y miró al bibliotecario. Estaba experimentando algo que había conmocionado a otras muchas personas, generalmente en circunstancias más desagradables, como por ejemplo durante una pelea en el Tambor Remendado, cuando el simio deseaba un poco de paz y tranquilidad para reflexionar tomándose una cerveza, y era lo siguiente: el bibliotecario podía parecer un saco relleno, pero estaba relleno de músculos.

—Eso ha sido increíble —fue todo lo que pudo decir.

Bajó la vista hacia los barrotes retorcidos, y sintió cómo su mente se oscurecía. Recogió el metal retorcido.

—Supongo que no sabrás dónde está Wonse, ¿verdad? —preguntó.

—¡Eeek! —El bibliotecario le puso un trozo de pergamino arrugado bajo la nariz—. ¡Eeek!

Vimes leyó lo que decía.

El rey…, complacido…, al sonar el mediodía…, una doncella pura de alta cuna…, el símbolo de unión entre gobernante y gobernados…

—¡En mi ciudad! —rugió—. ¡En mi ciudad!

Agarró al bibliotecario por dos puñados de vello del pecho y lo levantó hasta la altura de sus ojos.

—¿Qué hora es? —aulló.

—¡Oook!

Un largo brazo cubierto de pelo rojo se extendió hacia arriba. La mirada de Vimes siguió su dedo. Desde luego, el sol tenía todo el aspecto de un cuerpo celestial que se encontrara cerca de la cúspide de su órbita, ansioso por la llegada de la cuesta abajo que desembocaría en las mantas cálidas del anochecer…

—¡No pienso tolerarlo ni por un momento, ¿comprendes?! —rugió Vimes, sin dejar de sacudir al simio.

—Ook —señaló el bibliotecario con paciencia.

—¿Qué? Oh. Perdona.

Vimes lo dejó en el suelo. El simio eligió sabiamente no llamarle la atención sobre lo sucedido, porque cuando un hombre está tan furioso como para levantar ciento cincuenta kilos de orangután sin darse cuenta, es que tiene muchas cosas en la cabeza.

Ahora estaba mirando el patio a su alrededor.

—¿Hay alguna manera de salir de aquí? —preguntó—. Sin trepar por los muros, claro.

No esperó una respuesta, sino que examinó las paredes hasta dar con una puertecita destartalada. La abrió de una patada. No estaba cerrada, pero le dio lo mismo, la abrió de una patada. El bibliotecario lo siguió arrastrando los nudillos.

Al otro lado de la puerta, la cocina estaba casi abandonada. El personal, por último, había perdido la sangre fría, y había decidido que los chefs prudentes nunca trabajaban en locales donde hubiera bocas más grandes que las suyas. Sólo había una pareja de guardias de palacio, tomando un almuerzo frío.

—Bien —dijo Vimes al ver que se incorporaban—. No quisiera tener que…

Ellos no tenían muchas ganas de escucharle. Uno se inclinó para recoger la ballesta.

—A la mierda —rugió Vimes.

Agarró un cuchillo de carnicero que había sobre una tabla, y lo lanzó.

El arte de lanzar cuchillos es complicado, e incluso guando lo dominas hay que practicarlo con cuchillos muy especiales. Si no, el resultado es el mismo que en esta ocasión: no aciertas ni de lejos.

El guardia de la ballesta se inclinó de lado, luego se irguió, y descubrió que una uña purpúrea bloqueaba suavemente el mecanismo de disparo. Miró a su alrededor. El bibliotecario le dio un golpe en todo el casco.

El otro guardia se encogió, retrocedió un paso y agitó las manos, frenético.

—¡Nonono! —gritó—. ¡Todo esto es un malentendido! ¿Qué es lo que decías que no querrías hacer?, ¡Mono bonito!

—Oh, oh —suspiró Vimes—. ¡Te equivocaste!

Hizo caso omiso del aterrador grito, y rebuscó entre los cascotes que poblaban la cocina hasta dar con un cuchillo. Un cuchillo muy pesado. Un cuchillo con un objetivo. Quizá las espadas tuvieran cierta nobleza, a no ser que pertenecieran a alguien como Nobby, por ejemplo, cuyo sable dependía del óxido para mantenerse íntegro. Pero en cambio un cuchillo tenía una enorme habilidad para cortar las cosas.

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