¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Es sensato, sí —asintió el otro guardia.

Apoyó la lanza contra la pared.

—Vosotros, los de la Guardia Nocturna, me dais ganas de vomitar —dijo con tono amable—. Siempre de aquí para allá, sin dar ni golpe, dándoos aires como si tuvierais alguna importancia. Así que Clarence y yo te vamos a demostrar lo que hacen los guardias de verdad, ¿te parece bien?

Puedo encargarme de uno, pensó Vimes mientras daba unos pasos hacia atrás. Al menos, si se pone de espaldas.

Clarence dejó la lanza contra la puerta y se escupió en las manos.

Se oyó un aullido largo, aterrador. Vimes se sorprendió al descubrir que no lo estaba lanzando él.

Zanahoria apareció doblando la esquina, corriendo a toda velocidad. Llevaba un hacha arrojadiza en cada mano.

Sus grandes sandalias de cuero volaban sobre las losas, acelerando a medida que se acercaba. Y sin dejar de lanzar aquel grito, matarmatarmatarmatarmatarmatar, como si se hubiera quedado atrapado en un eco interminable.

Los dos guardias de palacio se quedaron rígidos de asombro.

—Yo en vuestro lugar me agacharía —les advirtió Vimes, casi desde el nivel del suelo.

Las dos hachas abandonaron las manos de Zanahoria y silbaron como látigos por el aire. Una de ellas se estrelló contra la puerta del palacio y se clavó casi hasta el mango. La otra golpeó el mango de la primera y lo partió en dos. Luego, llegó Zanahoria.

Vimes se sentó un rato en un banco cercano, y se puso a liarse un cigarrillo.

—Creo que ya es suficiente, agente —dijo al final—. Ahora nos acompañarán sin problemas.

—Sí, señor. ¿De qué están acusados, señor? —preguntó Zanahoria, sosteniendo en cada mano un cuerpo inerte.

—De atacar a un oficial de la Guardia durante el cumplimiento de su deber y de…, ah, sí, y de resistencia al arresto.

—¿Según la Sección (vii) del Acta de Orden Público de 1457?

—Sí —asintió Vimes con solemnidad—. Sí. Supongo que sí.

—Pero no se resistieron demasiado, señor —señaló Zanahoria.

—Bueno, pero intentaron resistirse al arresto. Yo los dejaría ahí apoyados contra la pared hasta que volvamos. Supongo que no querrán ir a ninguna parte.

—Tiene razón, señor.

—Pero no les hagas daño. No se debe hacer daño a los prisioneros.

—Es verdad, señor —asintió Zanahoria con seriedad—. Los prisioneros, una vez acusados, tienen Derechos, señor. Lo dice el Acta sobre la Dignidad del Hombre (Derechos Civiles) de 1341. Siempre se lo recuerdo al cabo Nobbs. Tienen Derechos, le digo. Eso significa que no hay que Pegarles Patadas.

—Haces muy bien en decírselo.

Zanahoria bajó la vista.

—Tienen derecho a permanecer en silencio —recitó—. Tienen derecho a no producirse heridas al caer por las escaleras cuando los lleven a las celdas. Tienen derecho a no saltar por la ventana desde un piso alto. No están obligados a decir nada, claro, pero si dicen algo pues lo siento, tendré que apuntarlo y podrá ser utilizado como prueba.

Sacó su libreta de notas y lamió la punta del lápiz. Se inclinó aún más.

—¿Perdón? —dijo. Miró a Vimes—. ¿Cómo se escribe «Aaaay», señor?

—Con hache, creo.

—Gracias, señor.

—Esto…, ¿agente?

—¿Sí, señor?

—¿Para qué querías las hachas?

—Ellos estaban armados, señor. Las cogí de la herrería de la Calle del Mercado, señor. Dije al dueño que usted las pagaría luego.

—¿Y el aullido? —preguntó Vimes débilmente.

—El grito de guerra de los enanos, señor —replicó Zanahoria con orgullo.

—Es un grito muy bueno —dijo Vimes, eligiendo cuidadosamente las palabras—, pero te agradecería que, la próxima vez, me avisaras antes, ¿de acuerdo?

—Por supuesto, señor.

—Mejor por escrito.

El bibliotecario siguió avanzando. Lo hacía lentamente, porque había cosas con las que no quería tropezarse. Algunas criaturas evolucionaban hasta llenar todos los huecos, y muchas de las que se encontraban en la polvorienta inmensidad del Espacio-B eran poco recomendables. Eran mucho más inusuales que las criaturas inusuales habituales.

Por lo general, podía adelantarse a los acontecimientos sólo con vigilar a las inofensivas arañas que se arrastraban por el polvo. Cuando huían espantadas, era un buen momento para esconderse. En varias ocasiones tuvo que aplastarse contra los estantes como un diccionario gigantesco. Aguardaba con paciencia hasta que la manada de Criaturas pasaba de largo, devorando el contenido de libros selectos y dejando tras ellas montoncitos de delgados volúmenes de crítica literaria. Y había otras cosas, cosas que esquivaba a toda velocidad y trataba de no mirar…

Por encima de todo, debía esquivar los tópicos.

Se terminó de comer los cacahuetes subido en una escalerilla de mano, que paseaba sin rumbo fijo por los estantes más elevados.

Aquel territorio le resultaba familiar, o al menos tenía la sensación de que tarde o temprano le resultaría familiar. El tiempo no se mide de la misma manera en el Espacio-B.

Había estanterías cuyo perfil le parecía reconocer. Los títulos de los libros, aunque seguían siendo ilegibles, tenían un tentador atisbo de legibilidad. Hasta le parecía reconocer el olor del aire polvoriento.

Se metió rápidamente por un pasillo lateral, dobló la esquina y, sin apenas desorientarse, entró en el juego de dimensiones que la gente que no conoce otra cosa considera «normal».

Notaba un terrible calor, y tenía el espeso vello de punta mientras la energía temporal se descargaba gradualmente.

Estaba en la oscuridad.

Extendió una mano y exploró los lomos de los libros que tenía al lado. Ah. Ahora sabía dónde estaba.

Estaba en casa.

Estaba en casa una semana antes.

Era esencial que no dejara huellas. Pero eso no era problema. Se subió al estante más cercano y, bajo la luz que entraba por la cúpula, empezó a trepar.

Lupine Wonse alzó los ojos enrojecidos del montón de papeleo que se acumulaba sobre su escritorio. En la ciudad nadie sabía nada sobre coronaciones. Había tenido que inventarlo todo sobre la marcha. Al menos, sabía que había que agitar montones de cosas.

—¿Sí? —dijo bruscamente.

—Eh…, un tal capitán Vimes quiere ser recibido —dijo el criado.

—¿Vimes, de la Guardia?

—Sí, señor. Dice que es de la mayor importancia.

Wonse bajó la vista hacia la lista de otras cosas que también eran de la mayor importancia. Coronar al rey, por ejemplo. Los Sacerdotes Supremos de cincuenta y tres religiones reclamaban el honor. Iba a ser un caos. Y luego estaban las joyas de la corona.

Mejor dicho, no estaban las joyas de la corona. En algún momento de las generaciones anteriores, las joyas de la corona habían desaparecido. En aquellos instantes, un joyero de la calle de los Artesanos Hábiles hacía lo que podía en tan poco tiempo con cristalitos y brillantina.

Vimes podía esperar.

—Dile que vuelva otro día —replicó Wonse.

—Eres muy amable al recibirnos —dijo Vimes, apareciendo en la puerta. Wonse lo miró.

—Ya que estás aquí… —suspiró.

El capitán dejó caer su casco sobre el escritorio de Wonse, con un gesto que el secretario consideró de lo más ofensivo, y se sentó.

—Siéntate —sugirió Wonse.

—¿Has desayunado ya? —preguntó Vimes.

—Aún no…

—No te preocupes —lo interrumpió el otro alegremente—. El agente Zanahoria irá a ver qué tenéis por la cocina. Este muchacho le mostrará el camino.

Cuando hubieron salido, Wonse se inclinó sobre la marea de papeles.

—Más vale que haya un buen motivo para…

—El dragón ha vuelto —dijo Vimes.

Wonse lo miró.

Vimes le devolvió la mirada.

Los sentidos de Wonse volvieron del remoto rincón donde se habían refugiado.

—Has estado bebiendo, ¿verdad?

—No. El dragón ha vuelto.

—Oye, mira…

—Yo lo he visto —señaló Vimes con certidumbre.

—¿Has visto un dragón? ¿Estás seguro?

Vimes se inclinó sobre el escritorio.

—¡No! ¡Puede que me haya equivocado como un imbécil! —gritó—. ¡Puede que haya visto alguna otra cosa gigantesca con zarpas enormes, alas cubiertas de escamas y aliento de fuego! ¡Debe de haber millones de bichos que respondan a esa descripción!

—¡Pero si vimos cómo lo mataba! —exclamó Wonse.

—No sé qué vimos —replicó Vimes—. Pero sé muy bien lo que vi yo.

Se echó hacia atrás, temblando. De repente, se sentía muy, muy cansado.

—De cualquier manera —siguió, tratando de controlar su tono de voz—, hay una casa quemada en la calle Casilimpia. Igual que las otras.

—¿Ha sobrevivido alguno?

Vimes apoyó la cabeza entre las manos. Se preguntó cuánto tiempo hacía que no dormía, que no dormía bien, con sábanas. O cuánto hacía que no comía bien. ¿Había sido la noche anterior, o hacía ya dos noches? Ahora que lo pensaba, ¿había dormido bien alguna vez en toda su vida? Tenía la sensación de que no. Morfeo se había arremangado y le estaba estrujando el cerebro. Pero algunas células grises se rebelaban ¿Que si había sobrevivido…?

—¿Alguno? —preguntó.

—Alguno de los habitantes que hubiera en la casa, por supuesto —dijo Wonse—. Es de suponer que habría gente dentro. Como es de noche…

—¿Eh? Ah. Sí. No era una casa normal. Creo que se trataba de una sociedad secreta, o algo por el estilo —consiguió responder Vimes.

Algo le estaba cosquilleando al fondo de la mente, pero estaba demasiado cansado como para prestarle atención.

—¿Magia, quieres decir?

—No sé. Es posible. Unos tipos vestidos con túnicas.

Me va a decir que he estado trabajando demasiado, pensó. Y encima tendrá razón.

— Mira —dijo Wonse con amabilidad—, la gente que se dedica a trastear con la magia y no sabe controlarla…, bueno, puede volar por los aires y…

—¿Volar por los aires?

—Y tú llevas unos días muy ajetreados —siguió Wonse, tranquilizador. Si a mí me hubiera derribado un dragón, y hubiera estado a punto de achicharrarme, yo también los vería por todas partes.

Vimes lo miró con la boca abierta. No se le ocurría nada que decir. La banda elástica que lo había mantenido en pie durante los últimos días se había roto ya.

—¿No te parece que has estado trabajando demasiado? —preguntó Wonse.

Ah, pensó Vimes. Menos mal.

Y se derrumbó hacia adelante.

El bibliotecario se inclinó cautelosamente para mirar los libros, y extendió un brazo en la oscuridad.

Allí estaba.

Sus gruesas uñas rascaron el lomo del libro. Lo sacó cuidadosamente del estante y lo levantó. Alzó la lámpara para verlo.

No había duda. La invocación de dragones. Ejemplar único, primera edición, ligeramente maltratado por el tiempo y muy maltratado por los dragones.

Puso la lámpara a un lado y empezó a leer por la primera página.

—¿Mmm? —masculló Vimes al despertarse.

—Te he traído una buena taza de té, capitán —dijo el sargento Colon—. Y un trozo de bizcocho.

Vimes lo miró sin comprender.

—Has estado durmiendo —le explicó el sargento Colon—. Cuando Zanahoria te trajo, no había manera de despertarte.

Vimes miró a su alrededor, observando el entorno ya familiar del Yard.

—Oh —dijo.

—Nobby y yo hemos estado detectando —siguió Colon—. ¿Te acuerdas de esa casa que se fundió? Bueno, pues allí no vive nadie. Sólo son habitaciones que se alquilan, así que fuimos a buscar al dueño. Hay un encargado que va todas las noches a guardar las sillas y a echar la llave. No le hizo la menor gracia que se quemara. Ya sabes cómo es esa gente.

Se irguió, aguardando el aplauso.

—Bien hecho —lo complació Vimes al tiempo que mojaba el bizcocho en el té.

—Hay tres sociedades que usan el local —siguió Colon. Sacó la libreta de notas—. Son…, a ver…, La Sociedad Ankh-Morpork de Amantes del Buen Arte, ejem, ejem, el Club de Canciones y Bailes Populares de Morpork, y los Hermanos Esclarecidos de la Noche Ébano.

—¿Por qué ejem ejem? —se interesó Vimes.

—Bueno, ya sabes…, eso del «arte». No son más que tipos que pintan cuadros de jovencitas al natural —explicó Colon, el entendido—. Me lo dijo el encargado. Algunos de ellos ni siquiera llegan a mojar los pinceles, es una auténtica vergüenza.

En esta ciudad debe de haber un millón de historias, pensó Vimes. Entonces, ¿por qué siempre me toca escuchar las de este tipo?

—¿Cuándo se reúnen? —preguntó.

—Los lunes a las siete y media, la entrada cuesta diez peniques —le informó Colon rápidamente—. En cuanto a los de los bailes populares…, bueno, eso no es problema. ¿Nunca te has preguntado qué hacía el cabo Nobbs en sus noches libres?

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