¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Y, tras pensarlo bien, el rey escribió al gobernante de Ankh-Morpork, preguntando respetuosamente si Zanahoria podía ocupar un lugar entre los guardianes de la ley de la ciudad.

En aquella mina, rara vez se escribían cartas. Se detuvieron todos los trabajos y el clan entero se sentó a su alrededor, guardando un respetuoso silencio, mientras el rey deslizaba la pluma por el pergamino. Había enviado a su tía a ver a Varneshi para que disculpara, pero a ver si podía prestarles lacre para sellar la carta. También envió a su hermana al pueblo para pedirle a la bruja Ajostiernos un hechizo de ortografía.

Luego, pasaron meses.

Y llegó la respuesta. Estaba un tanto arrugada, puesto que en las Montañas del Carnero el correo se suele entregar a cualquiera que vaya en la dirección adecuada o más o menos, y además era muy breve. Decía que su solicitud había sido aceptada y que debía presentarse ante su superior de inmediato.

—¿Así, sin más? —se asombró Zanahoria—. Suponía que habría exámenes y esas cosas. Para ver si sirvo para el puesto.

—Eres mi hijo —replicó el rey—. Se lo dije, ¿sabes? Salta a la vista que vales para el puesto. Seguro que te ascienden a oficial enseguida.

Luego buscó un saco que tenía bajo la silla, hurgó entre sus contenidos y entregó a Zanahoria un objeto metálico, más semejante a una espada que a una sierra, pero por poco.

—Puede que esto te pertenezca por derecho —dijo—. Cuando encontramos los…, los carros, esto era lo único que quedaba. Los bandidos, ya sabes. Así, entre tú y yo… —Hizo una señal a Zanahoria para que se le acercara más—. Pedimos a una bruja que le echara un vistazo. Por si fuera mágica. Pero no lo es. Dijo que sin lugar a dudas se trataba de la espada menos mágica que había visto en su vida. Todas tienen un poco de magia, ya sabes, por eso del magnetismo, supongo. En cambio, está muy bien equilibrada.

Se la entregó al chico, y siguió buscando.

—Y luego también está esto. —Mostró una camisa—. Servirá para protegerte.

Zanahoria la cogió con cuidado. Estaba confeccionada con la lana de las ovejas de aquellas montañas, y era tan cálida y suave como los pelos de un cerdo. Era uno de los legendarios chalecos de lana que usaban los enanos, esos chalecos que necesitan bisagras.

—¿De qué me protegerá? —preguntó.

—De los resfriados y esas cosas —respondió el rey—. Tu madre dice que te la pongas. Ah, y… eso me recuerda algo. El señor Varneshi dijo que te pasaras por su casa cuando bajaras. Tiene algo para ti.

Sus padres lo despidieron y se quedaron mirándolo hasta que se perdió de vista. En cambio, Minty no. Qué cosa tan rara. Últimamente parecía haberlo estado esquivando.

Había guardado en la mochila la espada, bocadillos y una muda limpia, y tenía el mundo a sus pies, o más o menos. Llevaba en el bolsillo la famosa carta del patricio, el hombre que gobernaba en la ciudad grande y hermosa de Ankh-Morpork.

Al menos así lo había llamado su madre. Desde luego, había un dibujito impresionante en la parte de arriba, pero la firma decía algo así como «Supino Garabato, p.o.».

Aun así, aunque no estuviera firmada por el patricio, sin duda la había escrito alguien que trabajaba para él. O al menos en el mismo edificio. Probablemente el patricio conocía la existencia de la carta. En términos generales. No de esta carta en concreto, quizá, pero seguramente sabía que existían las cartas.

Zanahoria caminó con paso firme por los caminos que llevaban a la base de la montaña, espantando con sus pisadas a los enjambres de abejorros. Tras un buen rato, desenfundó la espada y, a modo de experimento, lanzó unas cuantas estocadas contra criminales troncos de árboles y asambleas ilegales de avisperos.

Varneshi estaba sentado junto a la puerta de su cabaña, enhebrando champiñones secos en un cordel.

—Hola, Zanahoria —dijo, guiando al chico hacia el interior—. ¿A conquistar la gran ciudad?

Zanahoria meditó debidamente la pregunta.

—No —respondió al final.

—¿Cómo, te lo has pensado mejor?

—No. La verdad es que no pienso muy bien mientras camino —replicó Zanahoria con sinceridad.

—Veo que tu padre te ha dado la espada —suspiró Varneshi, mientras rebuscaba en un sucio estante.

—Sí. Y un chaleco de lana para protegerme de los resfriados.

—Sí, tengo entendido que allí abajo el clima es muy húmedo. La protección es muy importante. —Se dio la vuelta—. Esto perteneció a mi bisabuelo —añadió con tono dramático.

Era un objeto extraño, vagamente hemisférico, rodeado de tiras de cuero.

—¿Es una especie de honda? —preguntó Zanahoria, tras examinarlo en educado silencio.

Varneshi le dijo lo que era.

—¿Una rosquilla, como las que prepara mi madre? —se extrañó el chico.

—No. Es para las peleas —murmuró Varneshi—. Tienes que llevarla puesta siempre. Protege tus partes vitales.

Zanahoria se la puso.

—Es un poco pequeña, señor Varneshi.

—Es que no se pone en la cabeza.

Varneshi le dio algunas explicaciones más al atónito Zanahoria, que primero se asombró, y segundo se horrorizó.

—Mi bisabuelo solía decir —terminó el vendedor— que, si no fuera por esto, yo no existiría.

—¿Y qué significa eso? —Varneshi abrió y cerró la boca unas cuantas veces.

—No tengo ni idea —se rindió al final.

En cualquier caso, el humillante objeto reposaba ya en el fondo de la mochila de Zanahoria. Los enanos no tenían cosas como aquélla. El asombroso protector era un primer indicio de un mundo tan extraño como la cara oculta de la luna.

El señor Varneshi le había hecho otro regalo. Se trataba de un libro, pequeño pero grueso, encuadernado en un cuero que con el paso de los años había cobrado la dureza de la madera.

Se titulaba Las Leyes y Ordenanzas de las Ciudades de Ankh y Morpork.

— Esto también perteneció a mi bisabuelo —le dijo al entregárselo—. Son instrucciones para los miembros de la Guardia. Tienes que aprenderte las leyes de memoria para ser un buen oficial —añadió con tono virtuoso.

Quizá Varneshi habría hecho bien en recordar que a Zanahoria en toda su vida le habían mentido, ni le habían dado instrucciones que no tuviera que cumplir al pie de la letra. El chico había aceptado el libro con solemnidad. Si iba a ser un oficial de la Guardia, ni se le pasaba por la cabeza ser un mal oficial.

Fue un viaje de ochocientos kilómetros y, por sorprendente que parezca, un viaje sin incidentes. Las personas que miden más de un metro ochenta y tienen los hombros de aproximadamente la misma envergadura suelen disfrutar de viajes sin incidentes. Hay gente que salta a su paso desde detrás de las rocas, pero luego dicen «Oops, lo siento, me equivoqué, lo confundí con un amigo mío».

Se había pasado la mayor parte del trayecto leyendo.

Y, ahora, Ankh-Morpork se extendía ante él.

Era un poco decepcionante. Había esperado ver altas torres blancas que dominaban el paisaje, y banderas, muchas banderas. Ankh-Morpork no dominaba nada. Más bien parecía estar a hurtadillas, aferrada al suelo como si temiera que alguien se lo robara. Y no había banderas.

Ante la puerta encontró a un guardia. Al menos, vestía una cota de mallas y la cosa que esgrimía parecía una lanza. Tenía que ser un guardia.

Zanahoria saludó y le mostró la carta. El hombre la miró un rato.

—¿Mmm? —dijo al final.

—Creo que tengo que ver a Supino Garabato p.o. —respondió el chico.

—¿Qué significa lo de p.o.? —preguntó el guardia con gesto de sospecha.

—¿Pronto Operativo? —sugirió Zanahoria, que también se lo había estado preguntando.

—Pues no tengo ni idea de quién es —replicó el guardia—. A quien tienes que ver es al capitán Vimes, de la Guardia Nocturna.

—¿Dónde se encuentran sus cuarteles? —preguntó el chico con educación.

—A estas horas del día, prueba en El Puñado de Uvas, en la Calle Tranquila. —Miró a Zanahoria de arriba abajo—. Te unes a la guardia, ¿eh?

—Espero ser digno de ello, sí.

El guardia le dedicó una mirada que se podía calificar de anticuada. Era prácticamente neolítica.

—¿Qué hiciste? —preguntó.

—¿Disculpe?

—Debes de haber hecho algo.

—Mi padre escribió una carta —respondió Zanahoria con orgullo—. Soy voluntario.

—Infiernos —dijo el guardia.

Volvía a ser de noche, y al otro lado del temible portal.

—¿Han girado convenientemente las Ruedas del Tormento? —preguntó el Gran Maestro Supremo.

Los Hermanos Esclarecidos se removieron, nerviosos.

—¿Hermano Vigilatorre? —insistió el Gran Maestro Supremo.

—A mí no me toca hacer girar las Ruedas del Tormento —murmuró el aludido—. Al que le toca hacer girar las Ruedas del Tormento es al Hermano Revocador.

—Ah, no, ni lo sueñes, a mí lo que me toca es engrasar los Ejes del Limón Universal —replicó el Hermano Revocador, acalorado—. Siempre estás diciendo que me toca a mí…

El Gran Maestro Supremo suspiró en las profundidades de su capucha al ver que comenzaba la enésima disputa. ¿Y con aquellos borricos pretendía dar origen a una Era de Racionalidad?

—¿Os queréis callar los dos? —rugió—. La verdad es que esta noche no necesitamos las Ruedas del Tormento. Callaos de una vez. A ver, Hermanos…, ¿habéis traído los objetos que os indiqué?

Hubo un murmullo general.

—Ponedlos en el centro del Círculo de Conjuración —ordenó el Gran Maestro Supremo.

Era una colección lamentable. Les había dicho que trajeran objetos mágicos. Sólo el Hermano Dedos había presentado algo digno de tal nombre. Parecía una especie de adorno de altar, y era mejor no preguntar de dónde había salido. El Gran Maestro Supremo dio un paso hacia adelante y tocó una de las otras cosas con el pie.

—¿Qué es esto? —quiso saber.

—Un amuleto —murmuró el Hermano Yonidea—. Es muy poderoso. Se lo compré a un tipo. Garantizado. Te protege contra las mordeduras de cocodrilo.

—¿Seguro que te puedes permitir prescindir de él? —preguntó el Gran Maestro Supremo.

El resto de los Hermanos, obedientemente, dejaron escapar unas risitas.

—¡Avergonzaos, Hermanos! —rugió, girando sobre sus talones—. Os dije que trajerais objetos mágicos, ¡no bisutería barata y chatarra! ¡Demonios, si esta ciudad está podrida de magia! —Hurgó en el montón de objetos—. Maldita sea, ¿qué es esto?

—Son piedras —respondió el Hermano Revocador con voz titubeante.

—Eso ya lo veo. ¿Qué tienen de mágicas?

El Hermano Revocador se echó a temblar.

—Tienen agujeros, Gran Maestro Supremo. Todo el mundo sabe que las piedras con agujeros son mágicas.

El Gran Maestro Supremo volvió a su lugar en el círculo. Alzó los brazos.

—De acuerdo. De acuerdo, muy bien —dijo, cansado—. Si queréis que lo hagamos así, lo haremos así. Si lo que obtenemos es un dragón de un palmo de grande, todos sabremos a qué se debe. ¿Verdad, Hermano Revocador? ¿Hermano Revocador? Lo siento, no he entendido lo que has dicho. ¿Qué has dicho, Hermano Revocador?

—He dicho que sí, Gran Maestro Supremo —susurró el aludido.

—Muy bien. Espero que todo haya quedado bien claro.

El Gran Maestro Supremo se volvió y tomó el libro entre las manos.

—Y ahora —dijo—, si ya estamos preparados…

—Mmm. —El Hermano Vigilatorre alzó una mano con timidez—. ¿Preparados para qué, Gran Maestro Supremo?

—Para la invocación, por supuesto. ¡Diantres, debí imaginar…!

—Pero es que no nos has dicho qué tenemos que hacer, Gran Maestro Supremo —gimió el Hermano Vigilatorre.

El Gran Maestro titubeó. Era verdad, pero no estaba dispuesto a admitirlo.

—Claro, por supuesto —bufó—. Porque es obvio. Tenéis que enfocar vuestra concentración. Pensad en dragones —tradujo—. Todos a la vez.

—¿Y eso es todo, nada más? —preguntó el Portero.

—Sí.

—¿No tenemos que entonar ruinas místicas, ni nada por el estilo?

El Gran Maestro Supremo lo miró. El Hermano Portero, ante la opresión, era tan desafiante como puede serlo una sombra anónima oculta bajo una capucha negra. Si se había unido a una sociedad secreta, quería entonar runas místicas. Era lo que más le había atraído.

—Bueno, entona lo que quieras —bufó el Gran Maestro Supremo—. Ahora quiero que… ¿sí, qué pasa, Hermano Yonidea?

Autore(a)s: