¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Los hombres del patricio aún no habían derribado el muro, que todavía lucía su tétrico fresco. Errol olfateó el aire, dio un par de carreritas por el callejón, y se echó a dormir.

—No ha funcionado —señaló el sargento Colon.

—Pero era una buena idea —replicó Nobby con lealtad.

—Seguro que ha sido por la lluvia, y por toda la gente que ha pasado por aquí —dijo lady Ramkin.

Vimes recogió al dragoncito. La verdad era que tampoco había albergado demasiadas esperanzas, pero era mejor hacer algo que estarse de brazos cruzados.

—Será mejor que volvamos —dijo—. El sol se está poniendo.

Regresaron en silencio. Vimes se dio cuenta de que la existencia del dragón había atemorizado a la gente incluso en Las Sombras. Era el dueño de la ciudad, incluso cuando no estaba presente. En cualquier momento, la gente empezaría a encadenar vírgenes a las rocas.

Un dragón era toda una metáfora de la existencia humana. Y por si fuera poco, también era una cosa enorme que volaba y escupía fuego.

Sacó la llave de los nuevos cuarteles. Mientras hurgaba en la cerradura, Errol se despertó y empezó a gruñir.

—Ahora no —gimió Vimes.

Le dolía el costado. La noche no había hecho más que empezar, y ya estaba agotado.

Una teja cayó de las alturas y se hizo añicos contra el suelo, junto a él.

—Capitán —siseó el sargento Colon.

—¿Qué?

—Está en el tejado, capitán.

Vimes se percató de que había algo extraño en la voz del sargento. No estaba asustado. Era simplemente una voz átona, cargada de terror.

Alzó la vista. Errol empezó a sacudirse bajo su brazo.

El dragón (el dragón) los miraba interesado desde el alero. Sólo su cabeza ya era más alta que un hombre. Sus ojos eran del tamaño de ojos enormes, con un color rojo fuego, llenos de una inteligencia que no tenía nada que ver con los seres humanos. Para empezar, era mucho más antigua. Era una inteligencia que ya llevaba mucho tiempo sazonada de crueldad y marinada en astucia para cuando un grupo de seres semejantes a monos se empezaban a preguntar si caminar sobre dos patas sería en realidad un progreso. No era una inteligencia que comprendiera el arte de la diplomacia. No era una inteligencia que tuviera el menor interés por comprenderlo.

No jugaría contigo, ni te plantearía adivinanzas. Pero lo sabía todo sobre la arrogancia, el poder y la crueldad. Si podía, te achicharraría la cabeza. Porque le daba la gana.

En aquel momento, estaba aún más furioso que de costumbre. Sentía que había algo tras sus ojos. Una inteligencia pequeña, débil, pero ajena, embotada por el orgullo. Era muy molesta, como un picor en una zona que no te puedes rascar. Le estaba obligando a hacer cosas que no quería hacer… y le impedía hacer cosas que deseaba con todas sus fuerzas hacer.

Por el momento, aquellos ojos estaban centrados en Errol, que se había puesto frenético. Vimes comprendió que, en aquel momento, lo único que se interponía entre él y una temperatura de un millón de grados era el vago interés del dragón en saber por qué Vimes llevaba otro dragón más pequeño debajo del brazo.

—No hagan movimientos repentinos —dijo la voz de lady Ramkin tras él—. Y no demuestren miedo. Los dragones se dan cuenta de cuándo uno les tiene miedo.

—¿Nos puede dar algún otro consejo para este momento? —preguntó Vimes en voz baja, intentando hablar sin mover los labios.

—Bueno, les gusta que los rasquen detrás de las orejas.

—Oh —asintió Vimes débilmente.

—Y si hacen algo más, se les grita «¡no!», y les apartas el plato de la comida.

—Ah.

—En casos extremos, yo les doy un golpecito en la nariz con un periódico enrollado.

En el desesperado mundo a cámara lenta en el que vivía Vimes en aquel momento, que parecía girar en torno a las fosas nasales que tenía a pocos metros, se oyó un suave sonido siseante.

El dragón estaba tomando aliento.

La inhalación cesó. Vimes miró hacia la oscuridad de los conductos de fuego, y se preguntó si vería algo, si habría algún chispazo blanco o algo por el estilo, antes de que el fuego lo consumiera.

En aquel momento, sonó un cuerno.

El dragón alzó la cabeza, desconcertado, y emitió un sonido que parecía vagamente interrogativo, aunque sin ser una palabra en modo alguno.

El cuerno sonó de nuevo. Era un sonido compuesto de ecos con vida propia. Era un desafío. Y si no lo era, quienquiera que lo estuviera emitiendo estaría en apuros pronto, porque el dragón dirigió a Vimes una mirada humeante, desplegó sus enormes alas, saltó pesadamente al aire y, contra todas las reglas de la aeronáutica, se alejó volando lentamente en dirección al sonido.

Ningún ser del mundo debería ser capaz de volar así. Las alas subían y bajaban con un retumbar atronador, pero el movimiento del dragón era suave, parecía deslizarse perezosamente por el aire. Era un movimiento que sugería que, si cesaran los aleteos, la bestia simplemente planearía hasta detenerse. Más que volar, flotaba. Y eso, en un bicho del tamaño de un granero y con una piel más dura que el hierro, era un buen truco.

Pasó sobre sus cabezas como un barco, dirigiéndose hacia la Plaza de las Lunas Rotas.

—¡Sigámoslo! —gritó lady Ramkin.

—No es normal, no puede volar así. Estoy seguro de que uno de los Decretos sobre Hechicería lo prohíbe —dijo Zanahoria, sacando su libreta de notas—. Y ha causado daños en el tejado. Está cometiendo un delito tras otro.

—¿Te encuentras bien, capitán? —se interesó el sargento Colon.

—Le vi la nariz desde aquí —dijo el capitán Vimes, embobado. Consiguió enfocar la vista y mirar el rostro preocupado del sargento—. ¿Adónde ha ido? —quiso saber.

Colon señaló hacia el otro lado de la calle.

Vimes contempló la forma que se alejaba sobre los tejados.

—¡Sigámoslo! —ordenó.

El cuerno sonó de nuevo.

Había más gente que corría hacia la plaza. El dragón los precedía como un tiburón hacia su presa, moviendo la gigantesca cola de un lado a otro de la calle.

—¡Un chalado va a luchar contra el dragón! —exclamó Nobby.

—Ya sabía yo que alguien lo intentaría tarde o temprano —suspiró Colon—. Pobre tipejo, lo va a asar dentro de su propia armadura.

La mayor parte de la multitud que bordeaba la plaza parecía compartir esta opinión. Los habitantes de Ankh-Morpork tenían un excelente olfato para la diversión, y no se andaban con rodeos: aunque deseaban ver morir al dragón, también se conformarían con ver a alguien cocido vivo en su propia armadura. No todos los días se puede ver a alguien cocido vivo en su propia armadura. Sería algo para contar a los nietos.

Vimes recibió los empujones de la multitud cuando más gente empezó a llegar a la plaza tras ellos.

El cuerno lanzó su tercer desafío.

—Es un cuerno de metal —explicó Colon con voz de entendido—. Como uno de rebato, pero el sonido es más profundo.

—¿Seguro? —dudó Nobby.

—Sí.

—¿Y qué bicho tiene cuernos de metal?

—¡Cacahuetes! ¡Higos! ¡Salchichas calientes! —aulló una voz tras ellos—. Hola, muchachos. ¡Hola, capitán Vimes! A ver el espectáculo, ¿eh? Tome una salchicha. Invita la casa.

—¿Qué está pasando, Ruina? —dijo Vimes, apretándose contra la bandeja del vendedor cuando recibió todavía más empujones.

—Ha llegado un chico a caballo, y dice que va a matar al dragón —explicó Y-Voy-A—La-Ruina—. También dice que tiene una espada mágica.

—¿Tiene una piel mágica?

—Qué poco romántico, capitán —replicó Ruina.

Sacó un tenedor extremadamente caliente de la sartén que llevaba en la bandeja, y lo aplicó al trasero de una mujer muy corpulenta que tenía delante.

—Apártese, señora, el comercio es la vida de la ciudad. Gracias, muchas gracias. Por supuesto —continuó—, para hacer las cosas como es debido, debería haber una doncella encadenada a una roca. Pero la tía se negó. Eso es lo malo de algunas personas, no respetan las tradiciones. Además, ese chico dice que es el legítimo aireadero del trono.

Vimes sacudió la cabeza. Desde luego, el mundo se estaba volviendo loco a su alrededor.

—Ahí me he perdido —dijo.

—Aireadero —repitió Ruina con paciencia—. Ya sabes, el aireadero del trono.

—¿Qué trono?

—El trono de Ankh.

¿Qué trono de Ankh?

— Ya sabes, los reyes y todo eso. —Ruina parecía preocupado—. Me gustaría saber cómo demonios se llama —dijo—. He hecho un pedido de jarras de coronación a Igneo, el troll, y va a ser muy molesto tener que pintarles a todas el nombre al final. ¿Le reservo un par de ellas, capitán? Por ser usted, a noventa peniques, y voy a la ruina.

Vimes se dio por vencido, y retrocedió entre la multitud utilizando a Zanahoria como faro para orientarse. El muchacho sobresalía entre la multitud, y el resto del grupo se había aferrado a él.

—Todo el mundo se ha vuelto loco —gritó—. ¿Qué está pasando, Zanahoria?

—Hay un chico a caballo en el centro de la plaza —respondió éste—. Tiene una espada muy brillante. Pero, por ahora, no hace gran cosa.

Vimes se acercó a lady Ramkin.

—Reyes —jadeó—. Reyes de Ankh. Y tronos. ¿Hay de eso?

—¿Qué? Ah, sí. Bueno, los hubo —respondió la dama—. ¿Por qué lo pregunta?

—¡Ese chico dice que es el heredero del trono!

—Es cierto —asintió Ruina, que había seguido a Vimes con la esperanza de venderle algo—. Ha hecho un discurso diciendo que iba a matar al dragón, expulsar a los usurpadores y desfacer todos los entuertos. Todo el mundo le aplaudió. Salchichas calientes, dos por un dólar, de puerco auténtico. ¿Por qué no invitan a la señora?

—¿No querrá decir «cerdo», amigo? —preguntó Zanahoria, examinando los brillantes cilindros.

—Es una manera de hablar, es una manera de hablar —replicó Ruina rápidamente—. Digamos que son derivados. Pero auténticos derivados.

—En esta ciudad todo el mundo aplaude a cualquiera que haga un discurso —gruñó Vimes—. ¡Eso no quiere decir absolutamente nada!

—¡Compren salchichas, cinco por dos dólares! —exclamó Ruina, que nunca permitía que una conversación se interpusiera en el camino de los negocios—. Puede que eso de la monarquía sea bueno para las ventas. ¡Salchichas de puerco! ¡Salchichas de puerco! ¡En panecillo! Y lo de desfacer los entuertos también parece buena idea. ¡Con cebollas!

—¿Puedo ofrecerle una salchicha caliente, señora? —preguntó Nobby.

Lady Ramkin miró la bandeja que Ruina llevaba colgada del cuello. Miles de años de buena educación acudieron en su ayuda, y sólo había un atisbo de espanto en su voz cuando respondió.

—Vaya, tienen buena pinta. Qué excelentes… alimentos.

—¿Las hacen los monjes de alguna montaña mística? —quiso saber Zanahoria.

Ruina le dirigió una mirada extrañada.

—No —replicó con paciencia—. Las hacen puercos.

—¿Qué entuertos? —lo apremió Vimes—. Venga, explícate. ¿Qué entuertos va a desfacer?

—Bueeeno… —titubeó Ruina—. Yo creo que, por ejemplo, los impuestos. Eso está mal, para empezar.

Tuvo la honradez de enrojecer un poco. En el mundo de Ruina, los impuestos eran algo que les sucedía a otras personas.

—Es verdad —intervino una mujer que estaba cerca—. Y el tejado de mi casa está lleno de goteras, y el casero se niega a arreglarlo. Eso es un entuerto.

—Y la calvicie prematura —aportó el hombre que estaba ante ella—. Eso también es un entuerto.

Vimes se quedó boquiabierto.

—Ah. Los reyes pueden curar eso, ya sabéis —dijo otro experto protomonárquico.

—Pues ya que hablamos de eso —dijo Ruina mientras rebuscaba entre sus paquetes—, me queda un frasco de este asombroso ungüento, hecho… —Miró a Zanahoria—. Hecho por los monjes de una montaña mística…

—Y no pueden responder, ¿sabes? —siguió el monárquico—. En eso se les nota que son regios. Incapaces, como lo oís. Tiene que ver con la regiedad.

—Qué cosas —dijo la mujer de las goteras.

—Y está lo del dinero. —El monárquico disfrutaba con tanta atención—. Nunca llevan dinero. Por eso se sabe que son reyes.

—¿Por qué? No pesa tanto —dijo el hombre cuyos restos de cabello se extendían sobre la cúpula de su cabeza como los últimos soldados de un ejército vencido—. Yo no puedo llevar encima cien dólares sin problema.

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