¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Pues no entiendo por qué —gruñó el Hermano Portero—. No tienes por qué ponerte un título tan rimbombante. Podrías ser simplemente algo como…, no sé, Monitor de Rituales, o una cosa así.

—Eso —lo secundó el Hermano Revocador—. No entiendo por qué vas a ir dándote aires. Ni siquiera has aprendido los antiguos misterios místicos a los pies de unos monjes, ni nada de eso.

—Hemos dedicado muchas horas a este asunto —intervino el Hermano Portero—. No está bien, ya va siendo hora de que veamos alguna compensación…

El Hermano Vigilatorre se dio cuenta de que estaba perdiendo el control de la situación. Probó con la diplomacia dilatoria.

—Estoy seguro de que el Gran Maestro Supremo llegará enseguida —los tranquilizó—. No estropeemos ahora las cosas, ¿eh, muchachos? Hicimos un buen trabajo arreglando la pelea con el dragón, y todo eso. Hemos hecho muchas cosas. Vale la pena esperar un poco más, ¿no?

El círculo de figuras encapuchadas asintió al unísono entre murmullos.

—Vale.

—Bien pensado.

—Sí.

Desde luego.

—De acuerdo.

—Como te parezca.

El Hermano Vigilatorre empezó a tener la sensación de que algo no andaba bien, pero no conseguía concretar qué era.

—Eh… —titubeó—. ¿Hermanos?

Todos parecían intranquilos. Había algo en la habitación que los ponía nerviosos. Se palpaba en el ambiente.

—Hermanos —repitió el Hermano Vigilatorre, tratando de tranquilizarse—, estamos todos, ¿verdad?

—Claro que sí.

—¿Por qué lo dices?

—Sí.

Sí.

—Sí.

Ahí estaba otra vez, una sutil divergencia de la normalidad, algo a lo que no se le conseguía echar el ojo, quizá porque el ojo estaba demasiado asustado. Pero los atormentados pensamientos del Hermano Vigilatorre se vieron interrumpidos por un ruido en el tejado. Unos cuantos trozos de yeso cayeron dentro del círculo.

—¿Hermanos? —repitió el Hermano Vigilatorre, nervioso.

Se oyó ahora uno de esos silencios sonoros, un silencio largo y siseante de concentración absoluta y, posiblemente, de inhalación de aire en unos pulmones grandes como cabañas. Las últimas ratas de la confianza del Hermano Vigilatorre abandonaron el barco naufragado de su valor.

—Hermano Portero, ten la amabilidad de quitar los cerrojos de la Puerta del Temor… —tartamudeó.

Y hubo una luz.

Lo que no hubo fue dolor. No dio tiempo.

La Muerte arrebata muchas cosas, sobre todo cuando llega en forma de una temperatura lo suficientemente elevada como para vaporizar el hierro, y una de ellas son las ilusiones. Los restos inmortales del Hermano Vigilatorre vieron cómo el dragón se alejaba volando en la niebla, y luego miraron hacia abajo, hacia el charco de piedra, metal y extrañas mezcolanzas que era todo lo que quedaba de su cuartel secreto. Y de sus ocupantes, según comprendió con la falta de pasión que te da el estar muerto. Te pasas la vida trabajando y al final no eres más que una mancha semejante a la leche en el café. Jugaran a lo que jugaran los dioses, las reglas eran de lo más extraño.

Miró a la figura encapuchada que aguardaba junto a él.

—No era esto lo que pretendíamos —dijo débilmente—. De verdad. No queríamos hacer daño a nadie. Sólo queríamos obtener lo que merecíamos.

Una mano esquelética le dio una palmadita no exenta de amabilidad en el hombro.

Y la Muerte dijo, felicidades.

Aparte del Gran Maestro Supremo, el único Hermano Esclarecido que no se encontraba en el cuartel cuando llegó el dragón era el Hermano Dedos. Lo habían enviado a buscar unas pizzas. El Hermano Dedos era siempre el encargado de ir a buscar la comida precocinada, porque así les salía más barata. Nunca había dominado el arte de pagar por lo que se llevaba.

Cuando los guardias llegaron, siguiendo a Errol, el Hermano Dedos estaba de pie con un montón de cajas de cartón entre las manos y la boca abierta.

En el lugar donde había estado el Portal del Temor, sólo quedaba un charco de sustancias fundidas.

—Oh, dioses —dijo lady Ramkin.

Vimes se bajó del carruaje y dio unos golpecitos en el hombro al Hermano Dedos.

—Disculpa, amigo —dijo—. ¿Has visto por casualidad que…?

Cuando el Hermano Dedos se volvió hacia él, su rostro era el de un hombre que acaba de pasar planeando ante las puertas del Infierno. Abría y cerraba la boca, pero sin emitir palabra alguna.

Vimes lo intentó de nuevo. El terror puro de la expresión del Hermano Dedos empezaba a contagiársele.

—Ten la amabilidad de acompañarme al Yard —insistió—. Tengo motivos para creer que tú…

Se detuvo. No sabía muy bien qué podía creer con los motivos que tenía. Pero aquel hombre era culpable, evidentemente. Se veía a la legua con sólo mirarlo. Quizá no fuera culpable de nada concreto. Simplemente culpable, en términos generales.

—Mmmmmmaaaa —dijo el Hermano Dedos.

El sargento Colon levantó discretamente la tapa de una de las cajas.

—¿Qué te parece, sargento? —preguntó Vimes.

—Eh…, creo que pimientos klatchianos y anchoas, señor —replicó el aludido con tono de experto.

—Me refiero a este hombre —suspiró el capitán.

—Nnnnn —dijo el Hermano Dedos.

Colon echó un vistazo bajo la capucha.

—Oh, lo conozco bien, señor —dijo—. Es Bengy «Piesligeros» Boggis. Un ladronzuelo de segunda, pertenece al Gremio. Lo conozco desde hace mucho. Esta sabandija trabajaba en la Universidad.

—¿Qué? ¿Como mago? —se asombró Vimes.

—Naa, haciendo de todo un poco. Jardinero, carpintero, esas cosas.

—Ah, ¿sí?

—¿No podemos hacer algo por el pobre hombre? —intervino lady Ramkin.

Nobby intentó complacerla.

—Si quiere, le daré una patada en las esferas de su parte, señora.

—Drrrrr —dijo el Hermano Dedos, que empezaba a temblar incontrolablemente mientras lady Ramkin sonreía con el gesto tenso de una dama de la alta sociedad decidida a no demostrar que ha entendido lo que le acaban de decir.

—Vosotros dos, metedlo en el carruaje —ordenó Vimes—. Si no le importa, lady Ramkin…

—Sybil —le corrigió la dama.

Vimes se puso colorado.

—Si no le importa —siguió—, sería buena idea detenerlo. Acusado del robo de un libro, titulado La invocación de dragones.

—Bien pensado, señor —asintió el sargento Colon—. Además, las pizzas se están quedando frías. Y ya se sabe, el queso se pone asqueroso cuando se enfría.

—Y nada de darle patadas —les advirtió Vimes—. Ni siquiera en lugares que no se ven. Tú ven conmigo, Zanahoria.

—Ddddrrraaa —aportó el Hermano Dedos.

—Tráete a Errol —añadió Vimes—. Aquí se está poniendo como loco. El pequeño diablo ha seguido bien la pista, desde luego.

—Si uno lo piensa bien, es maravilloso —asintió Colon.

Errol daba carreritas ante el edificio destruido, sin dejar de gimotear.

—Miradlo —señaló Vimes—. Se muere por volver a perseguirlo.

Su mirada se alzó hacia las nubes de niebla, como si se la levantaran con cables.

Está ahí arriba, en alguna parte, pensó.

—¿Qué vamos a hacer ahora, señor? —preguntó Zanahoria mientras el carruaje se alejaba traqueteando.

—No estarás nervioso, ¿verdad?

—No, señor.

Su manera de decirlo espoleó un recuerdo en la mente del capitán.

—No —asintió—. No estás nervioso. Supongo que es porque te criaron los enanos. No tienes imaginación.

—Le aseguro que hago lo posible, señor —replicó Zanahoria con firmeza.

—¿Aún le envías toda la paga a tu madre a casa?

—Sí, señor.

—Eres un buen muchacho.

—Sí, señor. ¿Qué vamos a hacer ahora, capitán Vimes? —repitió el chico.

Vimes miró a su alrededor. Dio unos cuantos pasos, sin rumbo fijo. Extendió los brazos, y luego los dejó caer a sus costados.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —suspiró—. Avisar a la gente, supongo. Será mejor que vayamos al palacio del patricio. Y luego…

Se oyeron unas pisadas en la niebla. Vimes se tensó, se llevó un dedo a los labios y empujó a Zanahoria hacia el refugio que ofrecía un portal.

Una figura apareció desde la oscuridad.

Es otro de ellos, pensó Vimes. Bueno, no hay ninguna ley que prohíba llevar túnicas negras y capuchas sobre la cara. Debe de haber docenas de motivos completamente inocentes por los que esta persona lleva una túnica negra, una capucha que le tapa la cara, y está de pie de madrugada ante un edificio fundido.

Quizá debería pedirle que me diera una, sólo una.

—Disculpa, amigo… —empezó.

La capucha se giró hacia él. Se oyó un grito ahogado de sorpresa.

—Si no te importa, me gustaría saber… ¡a por él, Zanahoria!

La figura les llevaba una buena ventaja. Dobló la esquina antes de que Vimes recorriera media calle. Llegó al final justo a tiempo de ver cómo la capa desaparecía por otro callejón.

Vimes se dio cuenta de que iba corriendo solo. Se detuvo jadeante y volvió la vista atrás. Zanahoria doblaba en aquel momento la esquina, con un trotecillo suave.

—¿Qué pasa? —jadeó.

—El sargento Colon me dijo que no debía correr —explicó el muchacho.

Vimes lo miró sin comprender. Poco a poco, se fue haciendo la luz.

—Ah —asintió—. Ya…, ya veo. No creo que sea una instrucción aplicable a todas las circunstancias, muchacho. —Miró hacia la niebla—. De todos modos, tampoco teníamos muchas posibilidades de atraparlo.

—Quizá fuera un espectador inocente, señor —sugirió Zanahoria.

—¿Cómo, en Ankh-Morpork?

—Sí, señor.

—En ese caso, deberíamos haberlo atrapado por su valor como espécimen irrepetible. —Dio una palmadita en el hombro al muchacho—. Venga, vamos al palacio del patricio.

—Al palacio del rey —lo corrigió Zanahoria.

—¿Qué? —dijo Vimes, cuyo hilo de pensamientos se había enredado temporalmente.

—Ahora es el palacio del rey.

El capitán lo miró de soslayo. Dejó escapar una risita amarga.

—Sí, claro —asintió—. Nuestro rey matadragones. Nada menos. —Suspiró—. Esto no les va a hacer ninguna gracia.

No les hizo gracia. Ninguna gracia.

El primer problema lo planteó la guardia de palacio.

A Vimes nunca le habían gustado. Y él no les gustaba a ellos. De acuerdo, quizá la guardia nocturna estuviera a un paso de ser el hazmerreír de la ciudad, pero, según la opinión profesional de Vimes, la guardia de palacio estaba a un paso de ser la peor basura criminal que había salido de la ciudad. A un paso por encima. Tendrían que reformarse un poco antes de que los considerasen dignos de entrar en la Lista de los Diez Más Odiados.

Eran rudos. Eran duros. No eran la basura de la ciudad, eran los restos que se quedan pegados al cubo una vez se ha tirado la basura. El patricio les había pagado extremadamente bien, y era de suponer que ahora alguien les pagaba extremadamente bien, porque cuando Vimes se acercó a las puertas una pareja de ellos dejaron de estar apoyados contra la pared y se irguieron, aunque mantuvieron la cantidad justa de relajación psicológica para causar la máxima ofensa posible.

—Capitán Vimes —dijo Vimes, mirando directamente al frente—. A ver al rey. De la mayor importancia.

—¿Sí? Más vale que lo sea —replicó un guardia—. El capitán Vinos, ¿no?

—Vimes —respondió el capitán con voz controlada—. Acabado en mes.

Uno de los guardias hizo un gesto a su compañero.

—Vimes —dijo—. Acabado en mes.

—Bonito nombre —añadió el otro.

—Es de la máxima urgencia —dijo Vimes, tratando de mantener una expresión pétrea.

Intentó dar un paso hacia adelante. El primer guardia le bloqueó el camino limpiamente y le dio un empujón en el pecho.

—Nadie va a ninguna parte —replicó—. Órdenes del rey, ¿sabes? Así que vuelve a tu agujero, capitán Vimes acabado en mes.

No fueron las palabras lo que hizo que Vimes tomara una decisión. Fue la risita burlona del otro guardia.

—Apártate —ordenó.

El guardia se inclinó hacia él.

—¿Quién me va a obligar, poli? —replicó, dándole un golpecito en el casco.

Hay ocasiones en las que es un verdadero placer soltar la bomba.

—Agente Zanahoria, quiero que ataques a estos hombres —dijo Vimes. Zanahoria se puso firme.

—Muy bien, señor —dijo.

Y echó a correr en dirección contraria, por la calle por donde habían venido.

—¡Eh! —gritó Vimes cuando el chico desapareció tras una esquina.

—Eso es lo que me gusta —le aseguró el primer guardia, apoyándose en la lanza—. Un joven con iniciativa, sí señor. Un muchacho listo. No quiere quedarse aquí para que le arranquen las orejas. Ese joven llegará muy lejos, tiene lo que se dice sentido común.

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