¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—¿De quién? —quiso saber el cabo.

El sargento Colon agarró el pergamino con el puño apretado.

—Por orden —leyó lentamente, siguiendo cada letra con un dedo titubeante—, por orden del De-Erre-A—Ge… del dragón, Erre-E… rey de reyes y Ge-O—Be-E—Erre… y gobernante A-Be-Ese-O—Ele… gobernante absoluto, eso es, de…

Se detuvo en el atormentado silencio de la ignorancia, con el dedo temblando sobre el pergamino.

—No —dijo al final—. Esto no puede ser, ¿verdad? No se va a comer a nadie.

—Consumir —le corrigió el guardia mayor.

—Es parte del…, del contrato social —asintió su ayudante con voz tensa—. Seguro que estaréis de acuerdo en que es un pequeño precio a cambio de la seguridad y protección que recibirá la ciudad.

—¿Protección? ¿De qué? —preguntó Nobby—. Nunca hemos tenido un enemigo al que no pudiéramos sobornar o corromper.

—Hasta ahora —señaló el sargento Colon.

—Lo habéis entendido muy bien —replicó el guardia—. Así que leedlo por las calles.

Zanahoria miró por encima del hombro de Colon.

—¿Qué es una virgen? —quiso saber.

—Una chica que no está casada —explicó Colon rápidamente.

—¿Qué? ¿Como mi amiga Reet? —preguntó Zanahoria, horrorizado.

—Bueno, no exactamente.

—Pues no está casada. Ninguna de las chicas de la señora Palma está casada.

—Más o menos —dijo Colon.

—Ni hablar —replicó Zanahoria con aire de decisión—. No vamos a tolerar ese tipo de cosas, ¿verdad?

—La gente se rebelará —asintió Colon—. Os lo digo yo.

Los guardias retrocedieron un paso para alejarse de la creciente ira de Zanahoria.

—Que hagan lo que quieran —dijo el mayor de los guardias—. Pero, si no leéis el edicto, tendréis que dar explicaciones a Su Majestad.

Se alejaron a toda velocidad.

Nobby salió a la calle, agitando un puño en alto.

—¡Un dragón en tu armadura! —gritó—. ¡Si tu anciana madre lo viera, se volvería a caer en el puchero! ¡Mira que llevar un dragón en la armadura…!

Colon volvió hacia la mesa con paso inseguro, y extendió el pergamino.

—Mal asunto —murmuró.

—Ya ha matado a mucha gente —dijo Zanahoria—. Ha violado dieciséis leyes de la ciudad.

—Bueno, sí. Pero eso era… en el calor de la situación, no sé si me explico —dijo Colon—. No es que no estuviera mal, ya me entiendes, pero eso de que la gente participe, que le entreguen a una pobre chica y luego digan que es lo legal…, eso es mucho peor.

—Supongo que todo depende del punto de vista —dijo Nobby, pensativo.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, desde el punto de vista de alguien achicharrado vivo, supongo que no tiene demasiada importancia —señaló el cabo, filosóficamente.

—La gente no lo tolerará, os lo digo yo —replicó Colon, haciendo caso omiso de la afirmación de Nobby—. Ya veréis. Se manifestarán ante el palacio, y a ver qué hace entonces el dragón.

—Quemarlos vivos —respondió Nobby.

Colon lo miró, asombrado.

—No hará semejante cosa, ¿verdad? —dijo.

—No sé quién se lo va a impedir —replicó Nobby. Miró hacia el exterior—. No era mal muchacho. Le hacía recados a mi abuelo. ¿Quién habría imaginado que algún día iría por ahí con un dragón en el pecho?

—¿Qué vamos a hacer nosotros, sargento? —quiso saber Zanahoria.

—Yo no quiero que me quemen vivo —replicó Colon—. Menuda se pondría mi esposa. Así que tendremos que leer este comosellame, este edicto. Pero no te preocupes, muchacho —dijo dando unas palmaditas en el musculoso brazo de Zanahoria, y repitiendo lo que había dicho antes, como si no se lo hubiera acabado de creer la primera vez—. No llegaremos a ese punto. La gente no lo consentirá.

Lady Ramkin pasó las manos por el cuerpecito de Errol.

—No tengo ni la menor idea de lo que está pasando aquí dentro —dijo. El dragoncito trató de darle un lametón en la cara—. ¿Qué ha comido últimamente?

—Lo último, que yo sepa, una tetera.

—¿Una tetera de qué?

—No. Una tetera. Un cacharro negro con un asa y un pitorro. La olfateó durante un buen rato, y luego se la comió.

Errol le dirigió una débil mirada cariñosa, y luego eructó. Ambos se tiraron de bruces al suelo.

—Ah, y también nos lo encontramos una vez comiéndose la carbonilla de la chimenea —siguió Vimes mientras volvían a incorporarse.

Se inclinaron sobre el bunker blindado donde lady Ramkin cobijaba a los dragoncitos enfermos. El blindaje era imprescindible. Por lo general, una de las primeras cosas que perdían las pobres bestias al enfermar era el control sobre su proceso digestivo.

—La verdad es que no parece enfermo —dijo la dama—. Sólo gordo.

—Se pasa el día gimiendo. Y se ve como si se le movieran cosas bajo la piel. ¿Sabe lo que pienso? ¿Recuerda que me dijo que pueden redistribuir su aparato digestivo?

—Ah, sí. Son capaces de distribuir sus estómagos y páncreas de diferentes maneras. Para aprovechar…

—Todo lo que encuentren y puedan utilizar como combustible —asintió Vimes—. Sí, creo que se está preparando para lanzar una llama muy caliente. Quiere desafiar al dragón grande. Cada vez que pasa volando, se pone a gimotear como un desesperado.

—¿Y no explota?

—Que yo sepa, no. Es decir, estoy seguro de que nos habríamos dado cuenta.

—¿Simplemente, come de manera indiscriminada?

—Es difícil saberlo con seguridad. Lo olfatea todo y se come la mayor parte de las cosas. Dos litros de aceite para lámparas, por ejemplo. De cualquier manera, no puedo dejarlo allí. No podríamos cuidarlo bien. Además, ya no nos hace falta para saber dónde está el dragón grande —añadió con amargura.

—Creo que se está comportando usted como un niño —replicó la dama, acompañándolo de vuelta a la casa.

—¿Como un niño? ¡Me despidieron delante de un montón de gente!

—Sí, pero estoy segura de que no fue más que un malentendido.

—¡Yo lo entendí perfectamente!

—La verdad, creo que está enfadado porque es usted impotente.

A Vimes se le saltaron los ojos de las órbitas.

—¿Queeeeé?

—Contra el dragón —siguió lady Ramkin, sin preocuparse lo más mínimo—. No puede hacer nada.

—Empiezo a pensar que esta maldita ciudad y el dragón se merecen mutuamente.

—La gente tiene miedo. No puede esperar gran cosa de unas personas tan asustadas.

Lo cogió amablemente por el brazo. Era como ver un robot industrial manipulado expertamente para coger un huevo con suavidad.

—No todo el mundo es tan valiente como usted —añadió con timidez.

—¿Como yo?

—La semana pasada. Cuando les impidió que mataran a mis dragones.

—Oh, aquello. Aquello no fue valentía. Además, no eran más que personas. Las personas son más fáciles. Le voy a decir la verdad, no pienso volver a acercarme a ese dragón ni de lejos. A veces tengo pesadillas pensando en aquello.

—Oh. —La dama pareció decepcionada—. Bueno, si está seguro… Tengo muchos amigos, ¿sabe? Si necesita cualquier tipo de ayuda, sólo tiene que decirlo. Sé que el duque de Sto Helit busca a un capitán para su guardia. Le escribiré una carta. Son una pareja joven muy amable, le caerán muy bien, estoy segura.

—Aún no sé muy bien qué voy a hacer —replicó Vimes, con más brusquedad de la que pretendía—. Estoy considerando un par de ofertas.

—Claro, claro. Usted sabrá lo que es mejor.

Vimes asintió.

Lady Ramkin se dedicó a retorcer su pañuelito entre las manos.

—Bueno —dijo.

—Bueno —dijo Vimes.

—Eh…, entonces, supongo que querrá marcharse.

—Sí, supongo que debo marcharme.

Hubo una pausa. Luego, los dos hablaron a la vez.

—Ha sido muy…

—Me gustaría decirle que…

—Lo siento.

—Lo siento.

—No, usted estaba hablando.

—No, lo siento, ¿qué iba a decirme?

—Oh —titubeó Vimes—. Bien, me voy.

—Ah. Sí. —Lady Ramkin le dedicó una sonrisa desganada—. No puede dejar esperando a todas esas ofertas, ¿verdad? —añadió.

Le tendió una mano. Vimes la estrechó con cautela.

—Bien, en ese caso, me voy —dijo.

—Venga a verme alguna vez —replicó lady Ramkin, con voz más fría—. Si pasa por aquí. Estoy segura de que a Errol le gustará verle.

—Sí. Bien. Bueno, adiós.

—Adiós, capitán Vimes.

Salió por la puerta, y caminó apresuradamente por el oscuro sendero, cubierto de hierbajos descuidados. Podía sentir la mirada de la mujer en la nuca, o al menos le parecía poder sentirla. Seguro que estaba de pie ante la puerta, bloqueando casi toda la luz. Mirándome. Pero no voy a mirar hacia atrás, pensó. Eso sería una auténtica tontería. Es una persona encantadora, tiene sentido común a montones y una gran personalidad, pero la verdad…

No voy a mirar hacia atrás, aunque se quede ahí hasta que yo llegue a la calle. A veces, para hacer lo mejor por alguien, hay que ser cruel.

Así que, cuando oyó cerrarse la puerta cuando sólo estaba a medio camino hasta la calle, se sintió de repente muy, muy furioso, como si le acabaran de robar algo.

Se quedó quieto, abriendo y cerrando los puños en la oscuridad. Ya no era el capitán Vimes, era el ciudadano Vimes, lo que significaba que podía hacer cosas con las que jamás había soñado. Quizá romper a pedradas unas cuantas ventanas, por ejemplo.

No, eso no le serviría de nada. Quería algo más. Quería librarse del maldito dragón, recuperar su empleo, echarle las manos al cuello al causante de todo el caos, olvidarse de todas las ordenanzas por una vez y golpear a alguien hasta cansarse…

Miró hacia la nada. Allí abajo, la ciudad era una masa de humo y vapor. Pero tampoco estaba pensando en eso.

Estaba pensando en la manera de correr de un hombre. Y, entre las neblinas de los recuerdos, extrajo la imagen de un muchacho que corría para no quedarse atrás.

—¿Ha sobrevivido alguno? —murmuró entre dientes.

El sargento Colon terminó de leer la proclama y miró a la multitud hostil que lo rodeaba.

—A mí no me echéis la culpa —advirtió—. Yo me limito a leer las cosas, no las escribo.

—Eso son sacrificios humanos —replicó alguien.

—Eh, que los sacrificios humanos no tienen nada de malo —le advirtió un sacerdote.

—Ah, persé — se apresuró a añadir el primero—. Por razones religiosas, claro. Y con criminales condenados a muerte[20]. Pero eso es diferente, aquí se habla de echarle a alguien al dragón cada vez que tenga hambre.

—¡Muy bien dicho! —exclamó el sargento Colon.

—Los impuestos son una cosa, pero comerse a la gente es otra muy diferente.

—¡Así se habla!

—Si todos nos unimos y nos negamos, ¿qué puede hacer el dragón?

Nobby abrió la boca. Colon se la tapó con una mano y alzó un puño en gesto triunfal.

—¡Es lo que digo yo! —exclamó—. ¡El pueblo unido jamás será consumido!

Le aplaudieron.

—Espera un momento —dijo un hombrecillo lentamente—. Que sepamos, el dragón sólo hace una cosa: volar por toda la ciudad incinerando a la gente. Nada indica que lo que se está sugiriendo aquí vaya a impedírselo.

—Sí, pero si todos protestamos… —insistió el primero, con la voz moderada por la inseguridad.

—No puede achicharrar a todo el mundo —dijo Colon. Decidió jugarse de nuevo el as que acababa de descubrir—. ¡El pueblo unido jamás será consumido! —añadió con orgullo.

Esta vez no fue tan coreado. La gente reservaba la energía para preocuparse.

—No estoy seguro de comprender por qué no. ¿Por qué no puede quemarnos a todos y marcharse a otra ciudad?

—Porque…

—El tesoro —dijo Colon—. Necesita gente que le dé tesoros.

—Sí.

—Bueno, es posible, pero… ¿cuánta, exactamente?

—¿Qué?

—¿Cuánta gente necesita? De la ciudad. Quizá no quiera quemarla toda, sólo algunas zonas. ¿Sabemos nosotros qué zonas?

—Esto es una tontería —dijo el primero que había hablado—. Si vamos por ahí poniendo pegas todo el rato, no haremos nada práctico.

—Pues a mí me parece que lo mejor es pensar bien las cosas antes de actuar, es lo único que digo. Por ejemplo, ¿qué pasaría si por casualidad derrotáramos al dragón?

—¡Venga ya! —exclamó el sargento Colon.

—No, en serio. ¿Cuál es la alternativa?

—¡Un ser humano, para empezar!

—Como quieras —replicó el hombrecillo—. Pero la verdad es que una persona al mes no está nada mal Comparado con lo que hacían otros gobernantes que hemos tenido. ¿Alguien se acuerda de Nersh el Lunático? ¿O de lord Picadillo y su Mazmorra-de-un-Minuto?

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