¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Dio la espalda a la lección de biología (que en aquellos momentos explicaba que ningún mono puede colgar a alguien por los tobillos), encontró una puerta apropiada, y salió por ella. Esto le llevó al exterior, al gran patio cubierto de guijarros que rodeaba el palacio. Ahora que había recuperado el control sobre sus nervios, vio…

El aire sobre él pareció estallar. Un vendaval sopló desde arriba, y lo derribó.

El rey de Ankh-Morpork, con las alas extendidas, planeó bajo el cielo y se demoró un instante sobre los muros del palacio. Sus zarpas labraron profundos surcos sobre la tierra mientras recuperaba el equilibrio. El sol resplandeció sobre su lomo arqueado cuando estiró el cuello, lanzó una llamarada perezosa y saltó de nuevo al aire.

Vimes dejó escapar un aullido animal (animal mamífero) que le salió de lo más profundo de la garganta, y echó a correr por las calles desiertas.

El silencio poblaba la mansión ancestral de los Ramkin. La puerta delantera se abría y se cerraba sobre sus bisagras, permitiendo que un viento plebeyo y de baja crianza recorriera las habitaciones desiertas, mirándolo todo y buscando polvo en las estanterías más altas. Subía por las escaleras y se colaba por la puerta del dormitorio de Sybil Ramkin, haciendo tintinear los frasquitos que había sobre la cómoda y agitando las páginas de Enfermedades del dragón.

Un lector rápido, pero que muy rápido, podría haber aprendido los síntomas de todo, desde el Abatimiento de garganta hasta las Zarpas atrofiadas.

Y abajo, en el cobertizo cálido y maloliente que albergaba a los dragones de pantano, parecía que Errol las padecía todas. Ahora estaba sentado en el centro de su cubículo, meciéndose y gimiendo suavemente. El humo blanco le subía en espirales, brotando de sus orejas y acumulándose a la altura del suelo. Desde algún lugar del interior de su estómago vacío se oían complejos sonidos hidráulicoexplosivos, como si desesperados equipos de gnomos intentaran tender una tubería en un desfiladero durante una tormenta de truenos.

Las fosas nasales del dragoncito se abrían y cerraban, casi por voluntad propia.

Los demás dragones echaban vistazos por encima de los separadores y lo observaban con cautela.

Se oyó otro rugido gástrico en su interior. Errol se retorció de dolor.

Los dragones intercambiaron miradas. Luego, uno a uno, se tendieron en el suelo con sumo cuidado y se pusieron las zarpas sobre los ojos.

Nobby inclinó la cabeza a un lado, especulativo.

—Parece prometedor —dijo con tono crítico—. Puede que ya estemos cerca. Es de suponer que las posibilidades de que un hombre con la cara llena de hollín, sacando la lengua, a la pata coja y cantando La canción del puercoespín acierte en los volublerables de un dragón, son…, ¿cuántas calculas tú, Zanahoria?

—A mi parecer, de una contra un millón —concedió el muchacho.

Colon los miró.

—Escuchad, muchachos —empezó Colon—, no me iréis a dejar plantado, ¿verdad?

Zanahoria contempló la plaza que se extendía mucho más abajo.

—Oh, diablos —susurró suavemente.

—¿Qué pasa ahora? —se intranquilizó Colon, mirando a su alrededor.

—¡Están encadenando a una mujer a una roca!

Los guardias miraron por encima de la baranda. La gran multitud silenciosa que rodeaba la plaza también contemplaba a la figura blanca que se debatía entre media docena de guardias del palacio.

—¿De dónde habrán sacado esa roca? —se preguntó Colon—. Esto es tierra arcillosa.

—Y no es blandengue la dama, sea quien sea —señaló Nobby, aprobador, al ver cómo uno de los guardias se doblaba por la cintura y caía al suelo—. Ese muchacho no sabrá qué hacer por las noches durante una buena temporada. La chica tiene una rodilla de narices.

—¿Es alguien que conozcamos? —se interesó Colon.

Zanahoria entrecerró los ojos para ver mejor.

—¡Es lady Ramkin! —exclamó boquiabierto.

—¡No!

—¡Y tanto que sí! ¡Va en camisón! —asintió Nobby.

—¡Esos malditos…! —Colon cogió el arco y buscó a tientas una flecha—. ¡Les voy a dar a todos en los volublerables! ¡Una dama tan bienhablada como ella! ¡Qué vergüenza!

—Eh… —empezó Zanahoria, a quien se le había ocurrido echar un vistazo por encima del hombro—. ¿Sargento?

—¡Mira cómo están las cosas! —rugió Colon—. ¡Las mujeres decentes no pueden ni salir a la calle sin que las devoren! Muy bien, bastardos, sois…, ¡sois geografía!

—¡Sargento! —insistió Zanahoria, apremiante.

—Se dice historia, no geografía —señaló Nobby—. Eso es lo que se tiene que decir. Se dice «¡Eres historia!», no geografía.

—Bueno, lo que sea —rugió Colon—. Ahora verán…

¡Sargento!

Nobby también estaba mirando hacia atrás.

—Oh, mierda —dijo.

—No puedo fallar —murmuró Colon, apuntando.

¡Sargento!

—¡Callaos los dos, no puedo concentrarme si seguís gritando así!

—¡Sargento, ya viene!

El dragón aceleró.

Los tejados tambaleantes de Ankh-Morpork eran a sus ojos un borrón mientras volaba por encima, con las alas cortando el aire. Su cuello se estiró, las llamas piloto de sus fosas nasales centelleaban, el sonido de su vuelo rasgaba el silencio del cielo.

Las manos de Colon temblaban. El dragón parecía volar directamente hacia su garganta, y se movía deprisa, demasiado deprisa…

—¡Eso es! —exclamó Zanahoria. Miró hacia el Eje, por si acaso algún dios se había olvidado de cuál era su misión, y añadió con voz clara, vocalizando bien—: ¡Es una posibilidad de uno contra un millón, pero puede funcionar!

—¡Dispara de una maldita vez! —rugió Nobby.

—Estoy buscando el punto, amigo, estoy buscando el punto —tartamudeó Colon—. Vosotros no os preocupéis, muchachos, ya os he dicho que ésta es mi flecha de la suerte. Es una flecha de primera, la tengo desde que era niño, no os creeríais las cosas a las que he acertado con ella, así que no os preocupéis.

Hizo una pausa mientras la pesadilla se cernía sobre él volando con alas de terror.

—Eh… ¿Zanahoria? —dijo débilmente.

—¿Sí, sargento?

—¿Te dijo alguna vez tu abuelo qué aspecto tenía un punto volublerable?

Y, en aquel momento, el dragón dejó de aproximarse: ya estaba allí, pasando a pocos metros por encima de ellos, un borroso mosaico de escamas y ruido que llenaba el cielo entero.

Colon disparó.

Vieron cómo la flecha ascendía, directa.

Vimes corrió como pudo sobre los guijarros húmedos de las calles, sin aliento y sin tiempo.

No puede ser así, pensó enloquecido. El héroe llega siempre a tiempo. En el momento justo, pero a tiempo. Por los pelos, pero a tiempo. Pero lo más probable era que el momento de llegar a tiempo hubiera pasado hacía cinco minutos.

Y yo no soy un héroe. No estoy en forma, y necesito una copa, y necesito una paga de cien dólares al mes sin extra para plumas. Ésa no es la paga de un héroe. El héroe se lleva reinos y princesas, y hace ejercicio a menudo, y cuando sonríe la luz arranca destellos de sus dientes, ting. El muy hijo de puta.

El sudor le escocía en los ojos. La adrenalina que lo había transportado desde el palacio se había agotado, y ahora se estaba cobrando su parte.

Se detuvo tambaleante, y se apoyó contra una pared para mantenerse en pie mientras recuperaba el aliento. Así fue como vio a las figuras que se erguían sobre el tejado.

¡Oh, no!, pensó. ¡Ellos tampoco son héroes! ¿A qué se creen que juegan?

Era una posibilidad de uno contra un millón. ¿Y quién puede decir que, en alguno de los millones de universos posibles, no habría funcionado?

Ése era el tipo de cosas que encantaban a los dioses. Pero Azar, que a veces puede derrotar incluso a los dioses, tenía 999.999 votos.

En este universo, por ejemplo, la flecha rebotó en una escama y se hizo añicos.

Colon se quedó mirando la cola puntiaguda del dragón que pasaba sobre ellos.

—He… fallado… —susurró—. ¡Pero si no podía fallar! —Miró a los otros dos con ojos enrojecidos—. ¡Era la jodida posibilidad desesperada de uno contra un millón!

El dragón movió las alas, su enorme mole giró sobre sí misma, y planeó sobre el tejado.

Zanahoria agarró a Nobby por la cintura y puso una mano sobre el hombro de Colon.

El sargento lloraba de rabia y frustración.

—¡La jodida posibilidad de uno contra un millón!

—Sargento…

El dragón lanzó su llamarada.

Era una línea de plasma perfectamente controlada. Atravesó el tejado como si fuera de mantequilla.

Atravesó el piso superior.

Atravesó los viejos maderos del suelo y los retorció como si fueran de papel. Perforó las cañerías.

Atravesó piso tras piso, como el puño de un dios furioso, y, al final, alcanzó la gran cuba de cobre que contenía miles de litros de whisky recién destilado.

Y también eso lo quemó.

Por fortuna, las posibilidades de que alguien sobreviviera a una explosión como la que siguió eran de uno contra un millón.

La bola de fuego brotó como…, como…, bueno, brotó. Brotó gigantesca, anaranjada, con franjas amarillas. Se llevó el tejado por delante y se envolvió en torno al atónito dragón, lanzándolo disparado por los aires en una nube hirviente de maderos astillados y trocitos de cañería.

La multitud contempló con admiración la llama superardiente que ascendió hacia el cielo, y apenas advirtió la presencia de Vimes que, jadeando y llorando, empujaba a todo el mundo al abrirse paso entre la marea de cuerpos.

Consiguió empujar también a los guardias de palacio, y se tambaleó tan deprisa como pudo por la plaza. Nadie le prestaba demasiada atención.

Se detuvo.

No era una roca, porque Ankh-Morpork se alzaba sobre terreno arcilloso. Era, sencillamente, un enorme cascote de cemento, sacado con toda probabilidad de algunos cimientos que contaban con cientos de años.

Ankh-Morpork era una ciudad tan antigua que, en su mayoría, estaba construida sobre Ankh-Morpork.

Lo habían arrastrado hasta el centro de la plaza, y lady Sybil Ramkin estaba encadenada a él. Parecía vestida con un camisón blanco y botas de goma. Su aspecto delataba que se había visto involucrada en una pelea, y Vimes sintió una punzada de compasión por los desgraciados que se hubieran enfrentado a ella. La mujer le dirigió una mirada de furia en estado puro.

—¡Usted!

—¡Usted!

Vimes blandió vagamente el cuchillo.

—Pero ¿qué hace…? —empezó.

—Capitán Vimes —le interrumpió bruscamente la mujer—, hágame el favor de dejar de sacudir esa cosa ante mis narices, ¡y úsela para lo que tiene que usarla!

Pero él no la estaba escuchando.

—¡Treinta dólares al mes! —murmuró—. ¡Por eso han muerto! ¡Por treinta dólares! Y yo hasta le puse una multa a Nobby, le quité parte de su sueldo. Pero tenía que hacerlo, ¡ese hombre dejaba que se oxidaran hasta los melones!

—¡Capitán Vimes!

Vimes consiguió concentrarse en el cuchillo.

—Oh —dijo—. Sí. Claro.

Era un buen cuchillo de acero, y las cadenas eran de hierro viejo y bastante oxidado. Las cortó con facilidad, arrancando chispas del cemento.

La multitud observaba en silencio, pero varios guardias del palacio corrieron hacia él.

—¿Qué demonios haces? —preguntó uno de ellos, que no tenía mucha imaginación.

—¿Qué demonios creéis que hacéis? —gruñó Vimes alzando la vista.

Lo miraron.

—¿Qué?

Vimes siguió cortando las cadenas.

—Bien, tú lo has querido… —empezó uno de los guardias.

El codo de Vimes le acertó de pleno bajo la caja torácica. Antes de que se derrumbara, el pie de Vimes lo golpeó en las rodillas y lo obligó a levantar la barbilla, preparándolo para un segundo golpe con el codo.

—Bien —dijo, distraído.

Se frotó el codo. Le dolía a rabiar.

Se pasó el cuchillo a la otra mano y golpeó de nuevo las cadenas, consciente de que a sus espaldas se estaban reuniendo más guardias, pero corriendo con ese paso especial que tenían sus colegas. Lo conocía bien, era un paso apresurado que decía, somos una docena, que empiece otro. Decía, parece dispuesto a matar, a mí no me pagan tanto como para que me deje matar, puedo correr muy despacio y entonces se escapará…

No había por qué estropear un buen día atrapando a alguien.

Lady Ramkin se sacudió los últimos restos de las cadenas. Empezaron a sonar aclamaciones, que fueron creciendo en volumen. Incluso en su estado de ánimo actual, el pueblo de Ankh-Morpork sabía valorar una buena actuación.

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