¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Espero que Colon se dé prisa con la… —Vimes se detuvo en seco. Tenía que saberlo—. ¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué se le puede hacer a una nube?

—El conde la sentenció a ser apedreada hasta la muerte —explicó Zanahoria—. Al parecer, murieron treinta y un ciudadanos.

Sacó la libreta de notas y miró al dragón.

—¿Cree que puede oírnos? —preguntó.

—Supongo que sí.

—Bien, en ese caso… —Zanahoria se aclaró la garganta y se volvió hacia el aturdido reptil—. Es mi deber informarte de que se te ha detenido acusado de los siguientes cargos, a saber: Uno, (Uno) i, que el día 18 del pasado mes de grunio, en un lugar conocido como Calle Corazón, en el distrito de Las Sombras, encendiste fuego de manera ilegal y peligrosa para los residentes, contraviniendo la Cláusula Siete del Acta de Procesos Industriales, 1508; Y QUE, Uno (Uno) ii, que el día 18 del pasado mes de grunio, en un lugar conocido como Calle Corazón, en el distrito de Las Sombras, mataste o provocaste la muerte de seis personas de identidad desconocida…

Vimes se preguntó si los cascotes retendrían a la criatura mucho tiempo. Porque iban a necesitar varias semanas, dado el número de las acusaciones.

La multitud se había quedado en silencio. Hasta Sybil Ramkin los miraba, atónita.

—¿Qué pasa? —dijo Vimes a los rostros que los observaban—. ¿No habéis visto nunca cómo se arresta a un dragón?

—… Dieciséis (Tres) ii, que en la noche del 24 del pasado mes de grunio, incendiaste o provocaste el incendio de las instalaciones conocidas como Vieja Casa de la Guardia, en Ankh-Morpork, valoradas en doscientos dólares; Y QUE, Dieciséis (Tres) iii, que en la noche del 24 del pasado mes de grunio, al ser requerido por un oficial de la Guardia durante el cumplimiento de su deber…

—Será mejor que nos demos prisa —le susurró Vimes—. Se empieza a mover demasiado. ¿De verdad es necesario todo esto?

—Bueno, creo que se pueden resumir los cargos —asintió Zanahoria—. En circunstancias excepcionales, según las Normas Bregg para…

—Quizá esto te sorprenda, pero las circunstancias son excepcionales, Zanahoria —replicó Vimes—. Y van a ser realmente irrepetibles si Colon no se da prisa con esa cuerda.

Se movieron más cascotes a medida que el dragón intentaba levantarse. Un golpe brusco resonó para subrayar la caída de una pesada viga. Los mirones echaron a correr.

Aquél fue el momento que Errol eligió para volver volando sobre los tejados, con una serie de pequeñas; explosiones y dejando tras él un rastro de anillos de humo. Descendió, planeó sobre la multitud e hizo que más de uno se tirara de bruces al suelo.

También él aullaba.

Vimes agarró a Zanahoria por el brazo y saltó del montón de cascotes mientras el rey se debatía desesperadamente para liberarse.

—¡Ha vuelto para matarlo! —gritó—. ¡Seguro que ha tardado todo este tiempo en frenar!

Ahora el dragoncito planeaba sobre el monstruo caído, con unos aullidos tan agudos que habrían hecho añicos la botella más gruesa.

El gran dragón consiguió asomar la cabeza en medio de una cascada de polvo de yeso. Abrió la boca, pero en vez de la lanza de fuego blanco que Vimes esperaba con todos los nervios en tensión, se limitó a emitir un sonido semejante al de un gatito. Un gatito gritando dentro de una cuba de latón en el fondo de una cueva, sí, pero un gatito al fin y al cabo.

Los restos de ladrillos cayeron por toda la calle cuando la criatura se levantó, insegura. Las grandes alas se abrieron, dispersando aún más el polvo y los trozos de teja. Algunos tintinearon contra el casco del sargento Colon, que había vuelto a toda velocidad con lo que parecía una cuerda de tender enrollada colgada del brazo.

—¡Estás dejando que se eleve! —gritó Vimes al tiempo que empujaba al sargento para ponerlo a salvo—. ¡No tienes que dejar que se eleve, Errol! ¡No permitas que empiece a volar!

Lady Ramkin frunció el ceño.

—Algo va mal —dijo—. Nunca pelean de esa manera. El vencedor suele matar al perdedor.

—¡Buena idea! —exclamó Nobby.

—Y luego, la mitad de las veces, él también explota por la emoción.

—¡Escucha, soy yo! —gritó Vimes a Errol, que revoloteaba despreocupadamente sobre ellos—. ¡Yo te compré la pelotita! ¡La que tenía el cascabel dentro! ¡No nos puedes hacer esto!

—No, espere un momento —le interrumpió lady Ramkin, poniéndole una mano en el brazo—. Me parece que nos hemos equivocado de cabo a rabo…

El gran dragón saltó al aire y batió las alas con un zump que derribó unos cuantos edificios más. La gran cabeza se meció, los ojos inyectados en sangre se fijaron en Vimes.

Parecía que, tras ellos, circulaba más de un pensamiento.

Errol describió un rápido arco en el cielo y se situó ante el capitán con gesto protector, enfrentándose al dragón. Por un momento, pareció que la bestia lo iba a convertir en una tostada voladora, y entonces bajó la vista, como avergonzada, y echó a volar.

Ascendió en una espiral amplia, acelerando progresivamente. Errol lo acompañó, en órbita en torno al enorme cuerpo.

—Es…, es como si estuviera rondándolo… —titubeó Vimes.

—¡Llega al final con ese bastardo! —gritó Nobby con entusiasmo.

—Querrás decir que acabe con él, Nobby —le corrigió Colon.

Vimes sintió la mirada de lady Ramkin clavada en la nuca. Miró la expresión de la mujer.

Y comprendió.

—Oh —dijo.

Lady Ramkin asintió.

—¿De verdad? —preguntó Vimes.

—Sí —asintió ella—. La verdad es que debería habérseme ocurrido antes. Era por la llama, por lo caliente que era, claro. Y además, siempre son mucho más territoriales que los machos.

—¿Por qué no peleas con ese hijo de puta? —gritó Nobby al dragoncito.

—Hija de puta, Nobby —dijo Vimes con tranquilidad—. No hijo de puta. Hija de puta.

—¿Por qué no pe… qué?

—Pertenece al género femenino —explicó lady Ramkin.

—¿Qué?

—Queremos decir que, si hubieras probado tu golpe favorito, no habría servido de nada, Nobby —señaló Vimes.

—Es una chica —tradujo lady Ramkin.

—¡Pero si es jodidamente grande! —exclamó Nobby.

Vimes carraspeó en tono de advertencia. Los ojillos de roedor de Nobby miraron de soslayo a Sybil Ramkin, que había enrojecido como una puesta de sol.

—Un perfecto espécimen de dragona, quiero decir —agregó rápidamente.

—Sí…, eh…, caderas amplias, buena criadora —aportó el sargento Colon.

—Estatutescas —añadió Nobby con fervor.

—Callaos —ordenó Vimes.

Se sacudió el polvo de los restos de su uniforme, se ajustó bien la placa pectoral, y se puso bien el casco, palmeándolo con firmeza. Aquello no acababa allí, lo sabía. Aquello no había hecho más que empezar.

—¡Venid conmigo, muchachos! ¡Venga, deprisa! ¡Ahora que todo el mundo está distraído mirando a los dragones! —les ordenó.

—Pero ¿qué hacemos con el rey? —preguntó Zanahoria—. ¿O con la reina? ¿O con lo que sea?

Vimes contempló las formas que se empequeñecían con la distancia.

—La verdad es que no lo sé —respondió—. Supongo que ahora todo depende de Errol. Nosotros tenemos otras cosas que hacer, ¡vamos!

Colon se puso firme, todavía luchando por recuperar el aliento.

—¿Adónde, señor? —consiguió preguntar.

—Al palacio. ¿Alguno de vosotros tiene una espada?

—Le puedo prestar la mía, capitán —dijo Zanahoria.

Se la tendió.

—Bien —asintió Vimes con voz tranquila. Los miró—. Adelante.

Los guardias caminaron tras Vimes por las calles desoladas.

Él empezó a caminar más deprisa. Los guardias empezaron a trotar para mantenerse a su altura.

Vimes empezó a trotar para adelantarlos.

Los guardias aceleraron aún más el paso.

Luego, como si les hubieran dado una orden muda, echaron a correr.

Luego, a galopar.

La gente se apartaba precipitadamente a su paso. Las enormes sandalias de Zanahoria golpeaban rítmicas los guijarros del suelo. Las botas de Nobby les arrancaban chispas. Colon corría en silencio y, como todos los gordos cuando corren, con el rostro tenso en una mueca de concentración.

Recorrieron la calle de los Artesanos Hábiles, giraron por el callejón del Lomo del Cerdo, salieron a la calle de los Dioses Menores y se dirigieron a toda velocidad hacia el palacio. Vimes apenas conseguía mantenerse al frente, en su mente no había nada más que la necesidad de correr, y correr, y correr.

Bueno, casi nada más. Pero la cabeza le zumbaba con ecos enloquecidos, los mismos que han oído todos los guardias del mundo, todos los pies planos del multiverso que en una u otra ocasión han intentado hacer lo Correcto.

Muy por delante de ellos, unos cuantos guardias del palacio desenvainaron las espadas, se lo pensaron mejor, se volvieron a refugiar tras los muros exteriores y cerraron las puertas. Acababan de hacerlo en el momento en que llegaron Vimes y sus hombres.

Éste titubeó, jadeante. Contempló las enormes puertas mientras recuperaba el aliento. Las que había quemado el dragón habían sido sustituidas por otras aún más imponentes. Desde detrás de ellas le llegó el sonido de los cerrojos al encajar.

No era momento para andarse con tonterías. Era capitán de la guardia, maldición. Todo un oficial. A los oficiales no les preocupaban las tonterías como aquélla. Los oficiales tenían un sistema infalible para resolver aquel tipo de problemas. Se llamaba «sargento».

—¡Sargento Colon! —rugió, con la mente todavía llena de policiedad universal—. ¡Vuela ese cerrojo!

El sargento titubeó.

—¿Cómo, señor? ¿Con un arco y una flecha?

—Quiero decir… —titubeó Vimes—. ¡Quiero decir que abras la puerta!

—¡Sí, señor! —Colon saludó. Miró las puertas un instante—. ¡Al momento! —rugió—. ¡Agente Zanahoria, un paso al frente! ¡Agente Zanahoria, firmes! ¡Agente Zanahoria, abre esa puerta al momento!

—¡Sí, señor!

Zanahoria dio un paso al frente, saludó, apretó una enorme mano hasta formar un puño, y llamó suavemente a la puerta.

—¡Abrid en nombre de la ley! —ordenó.

Se oyeron susurros al otro lado de la muralla y, al final, una pequeña mirilla se abrió una fracción de milímetro.

—¿Por qué? —preguntó una voz.

—Porque, si no lo hacéis, estaréis Interfiriendo con un Oficial de la Guardia en Cumplimiento de su Deber, delito castigado con una multa de no menos de treinta dólares o un mes de prisión menor, así como a permanecer en custodia para ulteriores interrogatorios y a media hora con un atizador al rojo vivo.

Se oyeron más susurros amortiguados, los cerrojos se deslizaron y las grandes puertas se entreabrieron.

Al otro lado no se veía a nadie.

Vimes se llevó un dedo a los labios. Señaló a Zanahoria una de las puertas, y arrastró a Nobby y a Colon hacia la otra.

—Empujad —susurró.

Empujaron, y con todas sus fuerzas. Se oyeron gritos de dolor y maldiciones procedentes desde detrás de la gruesa madera.

—¡Corramos! —gritó Colon.

—¡No! —replicó Vimes.

Dio la vuelta para mirar detrás de la puerta. Cuatro guardias de palacio semiaplastados alzaron la vista hacia él.

—No —repitió—. Se acabó el correr. Quiero que arrestéis a estos hombres.

—No os atreveréis —dijo uno de los hombres.

Vimes lo miró.

—Clarence, ¿verdad? —dijo—. Clarence acabado en ce. Pues a ver si te enteras bien de lo que te digo, Clarence acabado en ce. Puedes elegir entre enfrentarte a los cargos de Conspiración y Complicidad o…

—Se inclinó más hacia él y dirigió a Zanahoria una mirada cargada de sentido—. O enfrentarte a un hacha.

—¡Chúpate ésa, cretino! —exclamó Nobby, dando saltitos de venenosa excitación.

Los ojillos de Clarence contemplaron la enorme mole que era Zanahoria, y luego el rostro de Vimes. Allí no había ni rastro de compasión. De mala gana, pareció tomar una decisión.

—Muy bien —dijo Vimes—. Enciérralos en la garita, sargento.

Colon desenfundó el arco e irguió los hombros.

—Ya habéis oído al jefe —rugió—. Un solo movimiento en falso y sois…, y sois… —buscó una palabra a la desesperada—. ¡Y sois caradeverdes!

—¡Eso! ¡Que se enteren de lo que es bueno! —lo apoyó Nobby.

—¿De Conspiración y Complicidad con quien, capitán? —preguntó Zanahoria, mientras los guardias desarmados seguían adelante—. Hay que ser cómplice de alguien.

—Creo que, en este caso, se trata de una complicidad en general —replicó Vimes—. Y de una conspiración con el agravante de reincidencia.

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