¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Le ha dado una patada en las rocas, señor —explicó Colon.

—Qué vergüenza —replicó vagamente el capitán. Titubeó un instante—. No sabía que los trolls tuvieran rocas… en ese sentido —señaló.

—Puedes estar seguro, señor.

—Qué cosas. La naturaleza tiene caprichos extraños —asintió Vimes.

—Es verdad, señor —respondió el sargento, obediente.

—Y ahora, ¡adelante! —los animó el capitán al tiempo que desenvainaba su espada.

—¡Sí, señor!

—Tú también, sargento.

—Sí, señor.

Era posiblemente el avance más discreto en la historia de las maniobras militares, al final de la escala en la que el primer puesto era para cosas del estilo de la Carga de la Brigada Ligera.

Echaron un cauteloso vistazo al otro lado de la puerta destrozada.

Había muchos hombres tendidos sobre las mesas, o sobre lo que quedaba de las mesas. Los que aún seguían conscientes parecían lamentarse de ello.

Zanahoria estaba de pie en el centro del local. Su oxidada cota de mallas estaba desgarrada, había perdido el casco, las piernas no le sostenían demasiado bien, y un ojo se le estaba poniendo morado, pero reconoció al capitán, soltó al cliente de la taberna, que protestaba débilmente bajo su brazo, y ensayó un saludo.

—Quisiera informar de treinta y un Escándalos Públicos, señor, y de cincuenta y seis casos de Comportamiento Incívico, cuarenta y un delitos de Obstrucción a un Agente de la Ley en Cumplimiento del Deber, trece cargos de Agresión con Arma Homicida, seis delitos de Ataque Criminal y…, y…, el cabo Nobby ni siquiera ha empezado a enseñarme…

Se derrumbó de espaldas, destrozando una mesa.

El capitán Vimes carraspeó. No estaba muy seguro de lo que debía hacer ahora. Que él supiera, la Guardia nunca se había visto en semejante situación.

—Creo que deberíamos darle algo de beber, sargento —señaló.

—Sí, señor.

—Y tráeme una copa a mí también.

—Sí, señor.

—Ya que estás en ello, ponte otra para ti.

—Y tú, cabo, ¿te importa…, qué estás haciendo?

—Registrandoloscuerposeñor —respondió Nobby rápidamente, al tiempo que se incorporaba—. En busca de pruebas incriminadoras y esas cosas.

—¿En las bolsas de monedas?

Nobby se escondió las manos tras la espalda.

—Nunca se sabe, señor.

El sargento había localizado una botella de licor milagrosamente entera entre el caos, y obligó a Zanahoria a ingerir parte de su contenido.

—¿Qué hacemos con toda esta gentuza, capitán? —preguntó por encima del hombro.

—No tengo ni la menor idea —replicó Vimes al tiempo que se sentaba.

La cárcel de la Guardia era tan pequeña que sólo cabían seis personas bajitas, las únicas a las que solían detener. Y allí había…

Miró a su alrededor, desesperado. Allí estaba Nork el Empalador, tendido bajo una mesa y emitiendo sonidos balbuceantes. También vio a Henri el Gordo. En el local se encontraba también Simmons el Matón, uno de los camorristas taberneros más temidos de la ciudad. Era, en resumen, un montón de gente cerca de la cual no le gustaría estar cuando se despertaran.

—Podríamos cortarles las gargantas, señor —sugirió Nobby, veterano de cien campos de posbatalla.

Había encontrado a un tipo inconsciente que parecía de la talla adecuada, y le estaba quitando las botas, bastante nuevas y de su número.

—Eso no estaría bien —replicó Vimes.

Además, no sabía cortar gargantas. Era la primera vez que se daban las circunstancias.

—No —siguió—. Creo que lo mejor será que los dejemos marchar con una amonestación. Bajo uno de los bancos se oyó un gemido.

—Además —añadió apresuradamente—, deberíamos poner a salvo a nuestro camarada caído. Lo antes posible.

—Bien pensado —asintió el sargento.

Echó un trago de licor para calmarse los nervios.

Entre los dos, consiguieron cargar con Zanahoria y arrastrar su cuerpo inerte escaleras arriba. Luego, Vimes se derrumbó por el esfuerzo, y miró a su alrededor en busca de Nobby.

—Cabo Nobbs —jadeó—, ¿por qué sigues dando patadas a la gente cuando están inconscientes?

—Porque así es más seguro, señor —respondió Nobby.

Al cabo le habían hablado hacía tiempo sobre las peleas limpias, y lo poco ético que es golpear a un enemigo caído, y luego él interpretó esas normas y pensó en cómo aplicarlas a alguien que mide un metro veinte y tiene el tono muscular de una banda elástica.

—Bueno, pues ya basta. Quiero que amoneste a estos infractores.

—¿Cómo, señor?

—Bueno, pues…

El capitán Vimes se detuvo. No tenía la menor idea. Nunca lo había hecho.

—Limítate a hacerlo —bufó—. No querrás que te lo explique todo, ¿verdad?

Nobby se quedó solo en la cima de las escaleras. Los murmullos y gemidos se oían cada vez más, señal inequívoca de que los combatientes empezaban a despertar. El cabo pensó a toda velocidad. Sacudió un dedo sin dirigirse a ninguno en concreto.

—Que os sirva de lección —dijo—. No volváis a hacerlo.

Y echó a correr como si le fuera la vida en ello.

Arriba, entre las vigas, el bibliotecario se rascaba la cabeza con gesto reflexivo. Desde luego, la vida estaba llena de sorpresas. Seguiría los futuros acontecimientos con mucho interés. Peló un cacahuete con los dedos del pie y se alejó, meciéndose en la oscuridad.

El Gran Maestro Supremo alzó las manos.

—¿Han sido debidamente lustrados los Turíbulos del Destino, de manera que los Pensamientos Malvados e Impíos queden fuera del Círculo Santificado?

—Y tanto.

El Gran Maestro Supremo bajó las manos.

—¿Y tanto? —repitió.

—Y tanto —asintió el Hermano Yonidea con gesto alegre—. Yo mismo lo he hecho.

—Se supone que debes responder, «Sí, Oh Supremo» —rugió el Gran Maestro—. Te lo he dicho un millón de veces, si no entras en el espíritu…

—Eso, escucha lo que te dice el Gran Maestro Supremo —lo secundó el Hermano Vigilatorre, clavando la vista en el infractor.

—Me pasé horas enteras lustrando los Turíbulos —murmuró el Hermano Yonidea.

—Continúa, Oh Gran Maestro Supremo —dijo el Hermano Vigilatorre.

—Bien, prosigamos —suspiró el aludido—. Esta noche vamos a probar otra invocación experimental. Confío en que hayáis conseguido un material digno, Hermanos.

—… venga a frotar, venga a frotar, ¿y te dan las gracias? Noooo…

— Todo está aquí, Gran Maestro Supremo —señaló el Hermano Vigilatorre.

El Gran Maestro hubo de reconocer que se trataba de una colección un poquito mejor. Obviamente, los Hermanos habían estado muy ocupados. El lugar de honor lo ocupaba un letrero luminoso de taberna, por cuya eliminación, según opinión del Gran Maestro, deberían conceder alguna recompensa cívica. En aquel momento, la E era de color rosa, y se encendía y se apagaba sin cesar.

—Lo he traído yo —dijo el Hermano Vigilatorre con orgullo—. Pensaron que lo estaba arreglando o algo así, pero cogí el destornillador y…

—Sí, sí, bien hecho —asintió el Gran Maestro—. Demuestra que tienes iniciativa.

—… hasta me he despellejado los nudillos, tengo los dedos rojos y agrietados. Y encima no he recuperado los tres dólares, y nadie dice nada…

— Y ahora —dijo el Gran Maestro Supremo, tomando el libro—, empezaremos a comenzar. Cállate, Hermano Yonidea.

Todas las ciudades del multiverso tienen una zona que se parece a las Sombras de Ankh-Morpork. Suele ser la parte más antigua, cuyas callejuelas siguen fielmente el rumbo que marcaron las pezuñas de las vacas medievales al bajar al río, y tienen nombres como Calle Degolladero, Camino de las Rocas, Callejón de las Gallinas…

La verdad es que la mayor parte de Ankh-Morpork encaja en esta descripción. Pero Las Sombras, más todavía, es como un agujero negro de criminalidad dentro del mundo del crimen. Digámoslo claramente, hasta a los criminales les da miedo caminar por sus calles. La Guardia no se arrimaba allí ni en sueños.

Pero ahora se estaban arrimando, por casualidad. Eso sí, se arrimaban sin mucha seguridad. La noche había sido dura, y se habían estado calmando los nervios. Se los habían calmado tanto que, ahora, los cuatro tenían que confiar en los otros tres para caminar sin hacer eses.

El capitán Vimes volvió a pasarle la botella al sargento.

«Quevergüennnsa —pensó nebulosamente—. Esh-toy borrasho delante de mish hombresh.»

El sargento intentó decir algo, pero sólo le salieron una serie de eses.

—Ponte al manddo —indicó el capitán Vimes, tropezando contra un muro. Fijó los ojos turbios en los ladrillos—. ¡Esta paaared me ha atacado! —declaró—. ¡Ja! Te creesh que eresh dura, ¿eh? Puesh yo soy un ofi-sial de la…, de la…, de la Ley, avershitenterash, y a no-sotrosh nadie nos…, nadie nos…, nos…

Parpadeó lentamente un par de veces.

—¿Qué esh lo que a nosotros nadie nosh, sargento? —preguntó.

—¿Respeta? —sugirió Colon.

—No, no, no. Otra cosa. No importa. El casho esh que a nosotrosh nadie nos eso.

Por su mente circulaban vagas visiones, una habitación llena de criminales, gente que se había burlado de él, gente cuya sola existencia le había ofendido durante años…, todos tirados por el suelo, gimiendo. No tenía muy claro cómo había sucedido, pero una parte casi olvidada de él mismo, un Vimes mucho más joven con una cota de mallas reluciente y lleno de grandes esperanzas, un Vimes al que creía ahogado en alcohol desde hacía mucho tiempo, estaba inquieto de repente.

—¿Te…, te…, te digo una cosa, shargento? —empezó.

—¿Señor?

Los cuatro tropezaron suavemente contra otro muro, y comenzaron otro lento baile de cangrejo por el callejón.

—Eshta ciudad. Eshta ciudad. Eshta ciudad, shargento. Esta ciudad es una, es una, es una Mujer, shargento. Eso. Una Mujer. Una vieja presiosidad, shargento. Peroshitenamorasdella, te…, te…, te pega una patada en losh dientesh…

—¿Una mujer? —se sorprendió el sargento Colon. El esfuerzo de pensar hizo que la frente se le llenara de sudor—. Mide doce kilómetros de ancho, señor. Y hay un río. Y montones de casas, montones de casas y cosas, señor —razonó.

—Ah. Ah. Ah. —Vimes lo señaló con un dedo inseguro—. Yo no he disho que fuera una mujer pequeña. ¿Eh? ¿Lo he disho?

Blandió la botella. Otra ráfaga de pensamientos aleatorios zumbó por su mente.

—Lesh dimosh una buena lección, ¿eh? —añadió emocionado, mientras los cuatro emprendían un viaje indirecto hacia el muro de la otra acera—. Lesh dimosh una buena lección. Ashí aprenderán.

—Claro —asintió el sargento, pero sin demasiado entusiasmo.

Aún seguía meditando sobre la vida sexual que llevaba su superior. Pero el estado de ánimo de Vimes no era de esos que necesitan que los alienten.

—¡Ja! —gritó a los oscuros callejones—. ¿A que no osh gushtó, eh? ¡Ahora conocéish el sabor de vueshtra propia eso, vueshtra propia medicina! —Lanzó al aire la botella vacía—. ¡Las dos en punto y shereeeenoooo! —aulló.

Eso sí que era una noticia sorprendente para las figuras oscuras que los habían seguido durante los últimos minutos. Sólo el asombro en su estado más puro había impedido que los hicieran partícipes de su interés. Estos tipos son guardias, obviamente, estaban pensando: llevan los cascos de guardias, y el uniforme de guardias, y aun así están en Las Sombras. Así que los observaban con la misma fascinación con que una manada de lobos se concentraría en un rebaño de ovejas que no sólo hubieran entrado en el claro, sino que estuvieran jugando, saltando y balando alegremente. El resultado, por supuesto, sería el mismo al final, pero entretanto la curiosidad demoraba el desenlace. Zanahoria alzó la cabeza, aturdido.

—¿Dónde estamos? —gimió.

—De camino a casa —respondió el sargento. Alzó la vista hacia el cartel de la calle, comido por la carcoma y acribillado a puñaladas—. Estamos…, estamos…, estamos… —Entrecerró los ojos—. En la calle Corazón.

—La calle Corazón no está de camino a casa —tartamudeó Nobby—. No queremos ir por la calle Corazón, está en Las Sombras. Por nada del mundo iría por la calle Corazón…

Se pararon de golpe. En un momento, la visión de la realidad cumplió la misma función que una noche entera de sueño y varias tazas de café cargado. Los tres se arremolinaron en torno a Zanahoria sin haberse puesto de acuerdo.

—¿Qué hacemos, capitán? —preguntó Colon.

—Eh…, podemos pedir ayuda —respondió Vimes, con tono inseguro.

¿Aquí?

— Es cierto, es cierto.

—Debimos torcer a la izquierda en la calle Plata, en vez de a la derecha —gimoteó Nobby.

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