¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—¿Qué quiere decir con eso de sensible? —dijo Vimes, observando cómo la uña viajaba lentamente hacia la cabeza alargada, equina.

—Que tienen el sentido del gusto muy desarrollado. Probablemente sea una aptitud genética.

—¿Quiere decir que puede saborear el oro? —susurró Vimes cuando la corona recibió un lametón.

—Sin duda alguna. Y olerlo.

Vimes se preguntó qué posibilidades habría de que la corona fuera de oro. Decidió que pocas. Pan de oro sobre cobre, con suerte. Lo suficiente como para engañar a los seres humanos. Y luego se preguntó cómo reaccionaría alguien si le ofrecieran azúcar y, una vez hubiera puesto tres cucharadas en el café, resultara que era sal.

El dragón se quitó la zarpa de la boca y, con un movimiento grácil, atrapó al sumo sacerdote, que trataba de escapar a hurtadillas, y lo lanzó por los aires. Cuando el hombre estuvo en la cúspide del arco, gritando, la gran boca de la bestia se abrió y…

—¡Dioses! —exclamó lady Ramkin.

Los espectadores dejaron escapar un gemido colectivo.

—¡Qué temperatura! —exclamó Vimes—. No ha quedado nada, ¡sólo un jirón de humo!

Hubo otro movimiento entre los restos del estrado. Se levantó una figura más.

Era Lupine Wonse, cubierto por una capa de cenizas.

Vimes lo vio alzar la mirada hacia un par de fosas nasales del tamaño de un paraguas.

Wonse echó a correr. Vimes se preguntó cómo se sentiría uno al huir de algo como aquello, esperando que en cualquier momento tu columna vertebral alcanzara durante unos instantes una temperatura próxima a la del punto de vaporización del hierro. Se lo imaginaba muy bien.

Wonse consiguió recorrer media plaza antes de que el dragón saltara con una agilidad sorprendente para un ser de su tamaño, y lo atrapara. La zarpa que levantó a la figura que se debatía se detuvo a pocos metros de los ojos del dragón.

Pareció examinar al hombre durante un rato, dándole vueltas para verlo mejor. Después, moviéndose con las tres patas libres y batiendo las alas de cuando en cuando para mantener el equilibrio, salió de la plaza y se alejó en dirección a…, a lo que en el pasado había sido el palacio del patricio. Y el palacio del rey, también en el pasado.

Hizo caso omiso de los espectadores que se apretaban contra las paredes. Derribó el arco de entrada con los hombros, con una deprimente facilidad. Las puertas en sí, grandes, sólidas, chapadas en hierro, aguantaron unos sorprendentes diez segundos antes de derrumbarse convertidas en un montoncito de cenizas brillantes.

El dragón entró.

Lady Ramkin se dio la vuelta, atónita. Vimes se había echado a reír.

Era una risa enloquecida, le lloraban los ojos, pero era una risa, sin lugar a dudas. Rió y rió, dejándose resbalar por el costado de la fuente hasta quedar sentado junto a ella.

—¡Hurra, hurra, hurra! —reía, casi atragantándose.

—¿Qué demonios quiere decir? —inquirió lady Ramkin.

—¡Que pongan más banderas! ¡Que suenen los cimbales, que golpeen los gongs! ¡Lo hemos coronado! ¡Al fin tenemos un rey! ¡Viva!

—¿Ha estado bebiendo? —rugió la mujer.

—¡Todavía no! —se atragantó Vimes—. ¡Todavía no! ¡Pero lo haré!

Siguió riendo. Sabía que, cuando se detuviera, una negra depresión lo iba a aplastar como a un soufflé. Pero, cuando se imaginaba el futuro que aguardaba a la ciudad…

… al fin y al cabo, era noble. Y no llevaba dinero, y no tenía que responder ante nadie. Seguro que podía hacer algo por los barrios pobres. Como achicharrarlos hasta los cimientos, por ejemplo.

Y lo haremos, pensó. Ese es el estilo de Ankh-Morpork. Si no puedes derrotarlo o corromperlo, haz como si hubiera sido idea tuya desde el principio.

Vivat Draco.

Se dio cuenta de que el niño había vuelto a la plaza. Sacudía la banderita suavemente.

—¿Puedo gritar hurra otra vez? —preguntó.

—¿Por qué no? —rió Vimes—. Tarde o temprano, todo el mundo lo hará.

Desde el palacio le llegaron los sonidos de una complicada destrucción…

Errol empujó una escoba por el suelo con la boca y, gimiendo por el esfuerzo, la puso de pie. Tras muchos más gemidos y varios intentos fallidos, consiguió poner una punta entre la pared y el gran frasco de aceite para lámparas.

Hizo una pausa, respirando como un fuelle, y luego empujó.

El frasco resistió un momento, se movió un poco, y luego cayó y se hizo añicos contra el suelo. El aceite mal refinado se extendió en un charco negro.

Las grandes fosas nasales de Errol vibraron. En algún lugar de las sinapsis más desconocidas de su cerebro se estaba transmitiendo un telegrama urgente. La información inexplicable se arremolinó en torno a sus fosas nasales, con datos sobre enlaces triples, elementos químicos e isomería geométrica. Pero la mayor parte de ellos no pasaron por la pequeña parte del cerebro de Errol que se usaba para ser Errol.

Lo único que sabía era que, de repente, tenía mucha, mucha sed.

Algo importante estaba sucediendo en el palacio. De cuando en cuando, caía una pared o un suelo.

En su mazmorra llena de ratas, con más cerrojos que una ferretería, el patricio de Ankh-Morpork se tumbó en su catre y sonrió en la oscuridad.

En el exterior, las hogueras brillaban en el anochecer.

Ankh-Morpork estaba de fiesta. Nadie sabía muy bien qué se celebraba, pero la gente se había preparado para tener una fiesta aquella noche, habían abierto barriles, habían ensartado animales para asarlos, cada niño tenía un gorrito de papel y una jarra conmemorativa, y parecía una pena desperdiciar tantos esfuerzos. Además, había sido un día muy interesante, y los ciudadanos de Ankh-Morpork eran aficionados a la diversión.

—Tal como yo lo veo —dijo uno de los festejantes por encima de un grasiento pedazo de carne a medio asar—, tener a un dragón como rey no es tan mala idea. Si lo piensas bien, quiero decir.

—Desde luego, parecía muy regio —asintió una mujer a su derecha, como si saborease la idea—. Como muy…, como muy esbelto. Y nada chabacano, muy digno, orgulloso de sí mismo, sí señor. —Miró a algunos jóvenes, al otro extremo de la mesa—. Lo malo de la gente de hoy en día es que no tiene dignidad —añadió.

—Y también está el asunto de la política exterior, hay que pensar en eso —aportó un tercero, al tiempo que cogía una costilla.

—¿A qué te refieres?

—A la diplomacia —señaló el comedor de costillas.

Meditaron sobre la idea. La analizaron de arriba abajo, y luego de abajo arriba, en un educado esfuerzo por sacar algo en limpio.

—No sé —dijo el experto monárquico con voz pausada—. Es que el dragón, lo que se dice el dragón en sí, tiene dos maneras de negociar, ¿no? O sea, o te achicharra o no te achicharra. Corregidme si me equivoco —añadió.

—A eso me refiero. O sea, pongamos que viene el embajador de Klatch, que ya sabéis lo arrogantes que son, y pongamos que dice: queremos esto, queremos aquello y queremos lo otro. Bueno —terminó con una sonrisa—, ahora nosotros vamos y le respondemos, o te callas o te devolvemos a tu casa en un frasquito.

Analizaron la idea un rato más. Desde luego, parecía atractiva.

—Esos tipos de Klatch tienen una flota muy grande-señaló el monárquico, inseguro—. Pero podría ser arriesgado freír vivo a un diplomático. A la gente le envías a su embajador convertido en un montoncito de cenizas, y se lo toma muy mal.

—¿Y a nosotros qué? O se callan, o les echamos al dragón para que se enteren.

—¿Y de verdad podríamos hacerlo?

—¿Por qué no? Además, que nos envíen tributos, que ya va siendo hora.

—Nunca me han gustado los klatchianos —dijo la mujer con firmeza—. ¡Esas porquerías que comen…! Es un asco. Además, hablan un idioma incomprensible.

Entre las sombras, se encendió una cerilla.

Vimes protegió la llama con las manos, dio una calada al cigarrillo, tiró la cerilla a un charco y se alejó por el callejón.

Si había algo que le deprimía más que su propio cinismo, era que a menudo no era ni la mitad de cínico que la vida real.

Siempre hemos llegado a un acuerdo con otros pueblos, desde hace siglos, pensó. Llegar a un acuerdo ha sido la base de nuestra política exterior. Ahora creo que acabo de oír que vamos a declarar la guerra a una antigua civilización con la que siempre habíamos llegado a acuerdos, aunque hablaran idiomas tan raros. Después de eso, el mundo. Y lo peor es que, seguramente, ganaremos.

Aproximadamente las mismas ideas, pero vistas con una perspectiva diferente, cruzaban por las mentes de los líderes civiles de Ankh-Morpork cuando, a la mañana siguiente, cada uno de ellos recibió una nota invitándolos al palacio para un almuerzo de negocios. Por orden.

No decía por orden de quién. Ni para quién era el almuerzo, según advirtieron.

Ahora estaban todos reunidos en la antecámara.

Allí había habido cambios. El edificio nunca fue lo que se dice un palacio muy selecto. El patricio siempre había sido de la opinión de que, si la gente se encontraba cómoda allí, querría quedarse. El mobiliario consistía en unas cuantas sillas viejas y, en las paredes, retratos de antiguos gobernantes de la ciudad, con pergaminos y otras cosas en las manos.

Las sillas seguían allí. Los retratos, no. Mejor dicho, los lienzos agrietados y sucios estaban amontonados en un rincón, pero los marcos dorados habían desaparecido.

Los convocados trataron de no mirarse unos a otros, y se sentaron, tamborileando los dedos sobre las rodillas.

Por último, un par de criados con aspecto de preocupación abrieron las puertas que daban a la sala principal. Lupine Wonse salió a recibirlos.

La mayor parte de ellos se habían pasado la noche en vela, tratando de imaginar cuáles serían las ideas políticas de un dragón, pero Wonse tenía aspecto de no haber dormido en años. Tenía la cara del color de una bayeta fermentada. Nunca había tenido una constitución muy aparente, pero ahora parecía que acabara de salir de una pirámide hecha a medida.

—Ah —dijo—. Bien. ¿Estáis todos? Entonces, pasad ya, por favor…

—Eh… —titubeó el ladrón jefe—, la nota mencionaba un almuerzo.

—¿Sí? —lo animó Wonse.

—¿Con un dragón?

—Dioses, no pensaríais que os iba a devorar, ¿verdad? —exclamó Wonse—. ¡Vaya idea!

—Ni siquiera se me había pasado por la cabeza —replicó el ladrón jefe, mientras el alivio le salía por las orejas como vapor a presión—. ¡Qué idea! Ja ja.

—Ja ja —asintió el mercader jefe.

—Jo jo —asintió el presidente de los asesinos—. ¡Qué idea!

—No, creo que estáis todos demasiado correosos-añadió Wonse—. Ja ja.

—Ja ja.

—Ja ja.

—Jo jo.

La temperatura descendió varios grados.

—Así que, si tenéis la bondad de venir por aquí…

La gran sala había cambiado. Para empezar, era mucho más grande. Se habían derribado las paredes de las habitaciones adyacentes y los suelos de las de encima. El suelo estaba lleno de cascotes, excepto el centro, donde había un montón de oro…

Bueno, de algo dorado. Parecía como si alguien hubiera registrado todo el palacio en busca de cualquier cosa que brillara. Allí estaban los marcos de los cuadros, y el hilo de oro de los tapices, la cubertería de plata y alguna que otra piedra preciosa. También se veían soperas de la cocina, candelabros, calientacamas, trozos de espejo…, todo cosas brillantes.

Pero los invitados no estaban en condiciones de prestar mucha atención a esto, por culpa de lo que colgaba sobre sus cabezas.

Parecía el cigarro mal liado más grande del universo, siempre y cuando el cigarro mal liado más grande del universo tuviera la costumbre de colgarse cabeza abajo. Se divisaban dos garras aferradas a las oscuras vigas.

A medio camino entre el brillante montón y la puerta habían puesto una pequeña mesa. Los invitados no se sorprendieron demasiado al ver que faltaba el servicio de plata habitual que habían llegado a conocer. Había platos de cerámica, y parecía que un carpintero hubiera tallado apresuradamente los cubiertos en madera. Wonse tomó asiento a la cabeza de la mesa, e hizo una señal a los criados.

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