¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Por favor, amigos, sentaos —dijo—. Siento que las cosas sean un poco… diferentes, pero el rey espera que lo toleréis hasta que todo se pueda organizar de una manera más adecuada.

—El…, eh… —dijo el mercader jefe.

—El rey —repitió Wonse.

Su voz parecía a un milímetro de la locura.

—Ah. El rey. Claro —asintió el mercader.

Desde donde estaba sentado se veía perfectamente la cosa que colgaba del techo. Le pareció advertir algún movimiento, un temblor en los grandes pliegues que la envolvían.

—Larga vida al rey —añadió rápidamente.

El primer plato era sopa con tropezones. Wonse no la probó. Los demás comieron en un silencio aterrorizado, quebrado sólo por el sordo ruido de la madera contra la cerámica.

—Hay ciertos decretos para los que el rey querría vuestra aprobación —dijo Wonse al final—. Son simples formalismos, por supuesto, y lamento tener que molestaros por esos detalles sin importancia.

El gran fardo pareció mecerse a la brisa.

—No es ninguna molestia —gimió el ladrón jefe.

—El rey desea que se sepa —siguió Wonse—, que le complacería en grado sumo recibir regalos por la coronación del pueblo en general. Nada complicado, por supuesto. Sencillamente, todos los metales preciosos o gemas que tengan y de las que puedan prescindir. Me gustaría indicar que, por supuesto, esto no es en modo alguno obligatorio. La generosidad que espera es un acto completamente voluntario.

El presidente de los asesinos miró con tristeza los anillos que llevaba en los dedos, y suspiró. El mercader jefe ya se estaba quitando con resignación la cadena dorada que llevaba al cuello, símbolo de su cargo.

—¡Amigos, amigos! —dijo—. ¡Esto es de lo más inesperado!

—Ehhh… —empezó el archicanciller de la Universidad Invisible—. Supongo que estarás al corriente…, es decir, supongo que el rey sabrá que la Universidad está exenta de todos los impuestos de la ciudad…

Trató de disimular un bostezo. Los magos se habían pasado la noche dirigiendo sus mejores hechizos contra el dragón. Era como pegar puñetazos a la niebla.

—Mi querido amigo, esto no es ningún impuesto —protestó Wonse—. Espero no haber dicho nada que os haya hecho pensar semejante cosa. ¡Oh, no, en absoluto! Los tributos que se le hagan deben ser, como he dicho, completamente voluntarios. Espero que haya quedado claro.

—Como el agua —asintió el presidente de los asesinos, mirando al viejo mago—. Y estos tributos completamente voluntarios irán a parar a…

—Al montón —señaló Wonse.

—Ah.

—Aunque estoy completamente seguro de que los ciudadanos serán muy generosos en cuanto comprendan la situación —intervino el mercader jefe—, estoy seguro de que el rey es consciente de que hay muy poco oro en Ankh-Morpork.

—Me alegra que lo menciones —asintió Wonse—. El rey piensa que nuestros legítimos intereses en Quirm, Sto Lat, Pseudópolis y Camis-Et han sido gravemente comprometidos durante los últimos siglos. Quiere solucionar esto lo antes posible, amigos, y os aseguro que los tesoros llegarán a la ciudad, enviados por todos aquellos deseosos de disfrutar de la protección del rey.

El presidente de los asesinos contempló el montón. Tenía una idea bastante concreta de adónde irían a parar todos esos tesoros. Era admirable el talento de los dragones para salirse con la suya. Casi parecían humanos.

—Oh —dijo.

—Por supuesto, también se nos hará donación de otras cosas en forma de tierras, por ejemplo, y el rey desea comunicar que sus Consejeros Privados serán debidamente recompensados.

—Y…, eh… —dijo el presidente de los asesinos, que empezaba a sentir que entendía perfectamente los procesos mentales del rey—. No hay duda de que estos…, eh…

—Consejeros Privados —le recordó Wonse.

—No hay duda de que le responderán con más generosidad todavía. En forma de tesoros, por ejemplo.

—Estoy seguro de que tales consideraciones no han pasado por la mente del rey —le aseguró Wonse—. Pero tomo nota de tu sugerencia.

—Eso me parecía a mí.

El segundo plato consistía en carne de cerdo, alubias y patatas. Todo, como no pudieron dejar de advertir, comida que engordaba.

Lo único que tomó Wonse fue un vaso de agua.

—Lo que nos lleva a otro asunto bastante delicado, que estoy seguro de que unos caballeros de mente abierta y amplia cultura como vosotros podréis aceptar sin dificultad —dijo.

La mano con la que sostenía el vaso empezaba a temblar.

—Espero que también lo comprenda la población en general, sobre todo dado que el rey podrá contribuir en gran medida al bienestar y protección de la ciudad. Por ejemplo, estoy seguro de que la gente descansará más tranquila por las noches sabiendo que el dr…, que el rey los protege incansablemente de todo mal. Pero puede que haya algunos… prejuicios ridículos y anticuados… que sólo se podrán erradicar gracias al trabajo esforzado… por parte de todos los ciudadanos de buena voluntad.

Hizo una pausa y los miró. El presidente de los asesinos diría más tarde que había visto los ojos de muchos hombres que, obviamente, estaban llamando a las puertas de la muerte, pero que nunca había visto unos ojos que le estuvieran mirando ya desde el otro lado.

Deseaba no tener que volver a ver algo como aquello nunca, nunca más.

—Me refiero —siguió Wonse, con cada palabra aflorando como burbujas en unas arenas movedizas—, al asunto… de la…, de la dieta del rey.

Se hizo un silencio espantoso. Oyeron el tenue crujido de las alas sobre ellos, y las sombras en los rincones de la sala se hicieron más oscuras, parecieron acercarse más.

—La dieta —dijo el jefe de los ladrones con voz átona.

—Sí —asintió Wonse.

Su voz era casi un gemido. El sudor le resbalaba por el rostro. El presidente de los asesinos había oído una vez la palabra «rictus», preguntándose cuándo se podría utilizar correctamente para describir la expresión de una persona. Ahora lo sabía. En eso se había convertido la cara de Wonse: era el rictus aterrado de alguien que intenta no oír lo que está diciendo su boca.

—Nosotros…, eh…, pensábamos —empezó el presidente de los asesinos, eligiendo las palabras con toda cautela—, pensábamos que el dr…, que el rey…, bueno, ya se las había estado arreglando estas semanas…

—Ah, pero de mala manera. De mala manera. Animales perdidos y todo eso —replicó Wonse, con la vista clavada en la mesa—. Obviamente, como rey, esa situación se ha vuelto inaceptable.

El silencio creció hasta adquirir una textura. Los consejeros pensaron con todas sus fuerzas, sobre todo acerca de lo que acababan de comer. La llegada de un gran budín con montones de nata no hizo más que ayudarlos a concentrarse.

—Eh… —dijo al final el mercader jefe—, ¿cada cuánto tiempo tiene hambre el rey?

—Constantemente —respondió Wonse—. Pero sólo come una vez al mes. En realidad, es una ocasión ceremonial.

—Por supuesto, por supuesto —asintió el mercader.

—Y… esto… —intervino el asesino jefe—, ¿cuándo…, cuándo comió el rey por última vez?

—Lamento decir que no ha comido apropiadamente desde que llegó —dijo Wonse.

—Oh.

—Debéis comprenderlo —siguió Wonse, jugueteando a la desesperada con los cubiertos de madera—. Ir por ahí matando a la gente como un vulgar asesino…

—¡Por favor! —protestó el asesino jefe.

—Como un vulgar criminal, quiero decir… No es… satisfactorio. La esencia misma de la alimentación del rey es que debe ser un…, bueno, un acto de unión entre el rey y sus súbditos. Es…, es una alegoría viva. Refuerza los estrechos lazos que unen a la corona con la comunidad —añadió.

—La naturaleza exacta de la comida… —empezó el ladrón jefe, casi atragantándose con las palabras—. ¿Estamos hablando de jóvenes doncellas?

—Prejuicios, simples prejuicios —replicó Wonse—. La edad carece de importancia. Pero claro, el estado civil sí es vital. Y la clase social. Creo que tiene algo que ver con el sabor.

Se inclinó hacia adelante. Ahora su voz estaba llena de dolor, era apremiante. Todos pensaron que, por primera vez, era la suya propia.

—¡Por favor, pensadlo bien! —siseó—. ¡Al fin y al cabo, sólo será una al mes! ¡A cambio de tanto…! Las familias de las personas cercanas al rey, como los Consejeros Privados como vosotros, no entrarán en este tema, por supuesto. E imaginad las alternativas.

No imaginaron todas las alternativas. Les bastaba y les sobraba con imaginar una sola.

Guardaron silencio mientras Wonse hablaba. Trataron de no mirarse unos a otros, por miedo a ver un reflejo de sus propios rostros. Cada uno pensaba: alguno de los otros dirá algo pronto, protestará, y entonces yo murmuraré un asentimiento, sin decir nada, claro, que no estoy loco, pero murmuraré con toda firmeza, para que a los demás no les quede duda de que estoy en contra, porque en momentos como éste todos los hombres decentes tienen que casi levantarse y casi hacerse oír…

Pero nadie dijo nada. Qué cobardes, pensaron todos.

Y nadie tocó el budín, ni las chocolatinas grandes como ladrillos que les sirvieron después. Se limitaron a escuchar la voz átona de Wonse sin decir palabra, y luego trataron de marcharse lo más separados posible para no tener que hablar unos con otros.

Excepto el mercader jefe, por cierto. Salió del palacio con el presidente de los asesinos. Caminaron juntos un buen tramo, tratando de pensar a toda velocidad. El mercader jefe intentaba mirar el asunto por el lado bueno; era una de esas personas que siempre salen ganando incluso en la peor de las situaciones.

—Vaya, vaya —dijo—. Así que ahora somos consejeros privados. Qué honor.

—Mmm —replicó el asesino.

—¿Cuál será la diferencia entre ser consejeros normales como antes y ser consejeros privados? —se preguntó el otro en voz alta.

El asesino le lanzó una mirada despectiva.

—Creo —dijo— que ahora esperan que comamos mierda.

Volvió a concentrar la vista en sus pies. No podía dejar de pensar en la última palabra de Wonse, mientras estrechaba la mano casi inerte del secretario. Se preguntó si alguien más la habría oído. No era probable…, había sido más una forma que un sonido. Wonse se había limitado a formularla con los labios mientras miraba fijamente el rostro bronceado por la luna del asesino.

Ayúdame.

El asesino se estremeció. ¿Por qué él? Que él supiera, sólo estaba cualificado para proporcionar un tipo de ayuda, y eran muy pocas las personas que la solicitaban para ellas mismas. De hecho, solían pagar grandes cantidades para que les fuera obsequiada como regalo sorpresa a ciertos conocidos suyos. Se preguntó qué le estaría pasando a Wonse para hacer que cualquier alternativa le pareciera mejor…

Wonse se sentó a solas en el oscuro salón semiderruido. Esperando.

Podía intentar huir. Pero lo encontraría de nuevo. Siempre había sido capaz de encontrarle. Podía seguir el olor de su mente.

O lo achicharraría. Eso era peor. Igual que a los Hermanos. Quizá fue una muerte instantánea, parecía una muerte instantánea, pero Wonse se quedaba despierto por las noches preguntándose si esos últimos microsegundos se extendían hasta convertirse en una eternidad subjetiva al rojo blanco, mientras cada parte de tu cuerpo se convertía en una simple mancha de plasma, y tú seguías vivo en el centro de todo…

A ti no. A ti no te quemaré.

No era telepatía. Por lo que Wonse sabía, la telepatía era como oír una voz dentro de la cabeza.

Aquello era como oír una voz dentro del cuerpo. Todo su sistema nervioso vibraba ante su sonido, como la cuerda de un arco.

Levántate.

Wonse se puso en pie como pudo, volcando la silla y golpeándose las rodillas contra la mesa. Cuando aquella voz le hablaba, él tenía tanto control sobre su cuerpo como el agua sobre la gravedad.

Ven.

Wonse se tambaleó en la dirección indicada.

Las alas se desplegaron lentamente, con algún que otro crujido, hasta que llenaron la sala de un extremo al otro. La punta de una de ellas destrozó una ventana y salió al aire del atardecer.

Lenta, sensualmente, el dragón estiró el cuello y bostezó. Cuando terminó, adelantó la cabeza hasta quedar a meros centímetros del rostro de Wonse.

¿Qué significa «voluntario»?

— Eh…, quiere decir algo que haces por tu propia voluntad —explicó Wonse.

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