¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Había oído hablar de aquel tipo de fieras. Las llamaban arpías. ¿Qué habría hecho aquélla con lady Ramkin?

En cambio, la visión de las botas de goma lo desconcertaba un poco. Las leyendas sobre arpías no incluían referencias a botas de goma.

—Hable de una vez, amigo —rugió lady Ramkin, volviendo a subirse el escote hasta una altura más respetable—. ¿O piensa quedarse ahí toda la noche abriendo y cerrando la boca? ¿Qué quiere?

—¿Lady Sybil Ramkin? —dijo el guardia, no con el tono educado de alguien que busca una simple confirmación, sino con la voz incrédula de quien encuentra muy difícil creer que la respuesta pueda ser «sí».

—Abra los ojos, joven. ¿Quién cree que soy?

El guardia recuperó el control sobre sí mismo.

—Tengo una orden para lady Sybil Ramkin —dijo, todavía inseguro.

La voz de la mujer temblaba.

—¿Cómo que una orden?

—Para que acuda al palacio.

—No sé para qué se me puede requerir a estas horas de la madrugada —dijo al tiempo que intentaba cerrar la puerta de golpe.

Pero no se cerró, porque el guardia metió la punta de la espada en el último momento.

—Si no viene —dijo el guardia—, se me ha ordenado que tome medidas.

La puerta volvió a abrirse bruscamente, y lady Ramkin presionó el rostro contra el del guardia, que casi se desmayó ante la peste a pétalos de rosa podridos.

—Si se ha creído que voy a dejar que me ponga la mano encima… —empezó.

La mirada del guardia se desvió un instante, sólo un instante, hacia el cobertizo de los dragones. Lady Ramkin se puso pálida.

—¡No se atreverá! —siseó.

El guardia tragó saliva. La mujer era temible, pero humana al fin y al cabo. Sólo podía arrancarle la cabeza de un mordisco metafóricamente. Se recordó que existían cosas mucho peores que lady Ramkin, aunque también hubo de admitir que no se encontraban en aquel momento a siete centímetros de su nariz.

—Tomar medidas —repitió en un gemido.

Lady Ramkin se irguió, y vio por primera vez a los guardias que había más atrás.

—Ya entiendo —dijo con voz gélida—. Así se hacen ahora las cosas, ¿no? Venís seis a coger a una débil mujer. Muy bien. Supongo que, por lo menos, me permitiréis ponerme un abrigo. Hace frío.

Cerró la puerta de golpe.

Los guardias de palacio dieron pataditas contra el suelo para sacudirse el frío, y trataron de no mirarse unos a otros. Obviamente, aquélla no era manera de ir arrestando a la gente. Para empezar, no los solían dejar esperando en la puerta, las cosas no funcionaban así. Pero claro, la única alternativa era entrar y sacarla a rastras, y a ninguno de ellos le entusiasmaba la idea. Además, el capitán de la guardia no estaba muy seguro de que fueran suficientes como para llevarse a rastras a lady Ramkin. Harían falta muchos más guardias, y troncos de madera.

La puerta crujió al abrirse de nuevo, revelando sólo la oscuridad polvorienta del vestíbulo.

—Bien, muchachos… —empezó el capitán, inseguro.

Lady Ramkin apareció ante ellos. El capitán vio sólo un atisbo borroso de la mujer cuando saltó por la puerta, gritando, y bien habría podido ser lo último que recordara si uno de los guardias no hubiera tenido la presencia de ánimo suficiente como para ponerle la zancadilla cuando bajó por las escaleras. Lady Ramkin cayó hacia adelante con una maldición, se precipitó contra el césped descuidado, y su cabeza fue a chocar contra la decrépita estatua de un antiguo Ramkin. Se quedó inmóvil.

La enorme espada que había esgrimido aterrizó junto a ella, y se clavó vibrante en el suelo.

Tras unos largos momentos, uno de los guardias avanzó de puntillas con cautela y probó el filo con la yema de un dedo.

—Demonios —exclamó con una voz en la que se mezclaban el horror y el respeto—. ¿Y el dragón quiere comérsela?

—Reúne todos los requisitos —dijo el capitán—. Debe de ser la dama de más alta cuna de toda la ciudad. En cuanto a lo de la doncellez, ni idea —añadió—, y en este momento, no me pienso poner a hacer especulaciones. Que alguien vaya a buscar una carreta.

Se pasó un dedo por la oreja, allí donde lo había rozado la punta de la espada. Por naturaleza, no era un hombre cruel, pero en aquel momento estaba seguro de que preferiría que hubiera todo un dragón entre Sybil Ramkin y él cuando la mujer despertara.

—¿No se supone que debíamos matar a sus dragoncitos, señor? —preguntó otro guardia—. Creí que el señor Wonse nos había dicho que acabáramos con todos.

—Eso no era más que una amenaza por si se negaba a venir.

El guardia frunció el ceño.

—¿Seguro, señor? Pensé…

El capitán ya estaba harto. Arpías que gritaban, enormes espadas que hendían el aire junto a él con un sonido como el de la seda al rasgarse…, todo aquello había acabado con su capacidad para ver las cosas desde el punto de vista de un camarada.

—Ah, con que pensabas, ¿eh? —señaló con un rugido—. Ahora resulta que eres un pensador, ¿eh? ¿Piensas que haré bien en recomendarte para otro puesto? ¿Para la guardia de la ciudad, por ejemplo? Ahí hay pensadores a montones, te encantará.

Los demás guardias parecieron bastante incómodos ante la idea.

—Si hubieras pensado — añadió el capitán, sarcástico—, se te habría ocurrido que el rey no querrá que matemos a otros dragones, ¿verdad? Seguro que son parientes lejanos, o algo por el estilo. No puede desear que matemos a los de su propia especie.

—Pero señor, la gente lo hace, señor —replicó el guardia, amedrentado.

—Oh, bueno —dijo el capitán—. Eso es diferente. —Se dio unas palmaditas pensativas en el casco—. Eso es porque somos inteligentes.

Vimes aterrizó sobre la paja húmeda, en una oscuridad de boca de lobo, aunque al poco rato sus ojos se acostumbraron a la penumbra y empezó a distinguir las paredes de la mazmorra.

No la habían construido para proporcionar comodidades, no era más que un espacio donde se encontraban las columnas y arcos que soportaban el palacio. En un extremo lejano, una rejilla en lo más alto de la pared dejaba entrar la mera sospecha de una luz mortecina de segunda mano.

Había otro agujero cuadrado en el suelo. También estaba cerrado con barrotes. Pero las barras de acero estaban bastante oxidadas. A Vimes se le ocurrió que, con un poco de paciencia, podría arrancarlos, y entonces sólo le faltaría adelgazar lo suficiente como para caber por un agujero de quince centímetros.

Lo que no había en las mazmorras eran ratas, escorpiones, cucarachas o serpientes. En el pasado había habido serpientes, sí, porque las sandalias de Vimes aplastaron unos pequeños esqueletos alargados.

Se deslizó cautelosamente a lo largo de una pared húmeda, sin dejar de preguntarse de dónde provendría aquel rítmico sonido de arañazos. Rodeó una columna gruesa, y entonces lo descubrió.

El patricio se estaba afeitando, con los ojos entrecerrados, ante un trozo de espejo apoyado en una columna para que le diera la luz. No, Vimes comprendió que no estaba apoyado. Más bien sostenido. Por una rata. Era una rata grande, con ojos rojos.

El patricio le dirigió un vago gesto de saludo, sin al parecer sorprenderse de verlo allí.

—Oh —dijo—. Vimes, ¿verdad? Me enteré de que venías para acá. Vaya. Tendríamos que haber dicho al personal de las cocinas… —En este punto, Vimes se dio cuenta de que el hombre estaba hablando con la rata—, de que íbamos a ser dos para comer. ¿Quieres una cerveza, Vimes?

—¿Qué?

—Supongo que sí. Pero me temo que no tendrás suerte. Los amigos de Skrp son listos, pero no se les da muy bien leer las etiquetas de las botellas.

Lord Vetinari se dio unas palmaditas en la cara con la toalla, y la dejó caer al suelo. Una forma gris salió disparada de entre las sombras, la cogió y se la llevó por la rejilla del suelo.

—Muy bien, Skrp —dijo al final—. Ya puedes marcharte.

La rata sacudió los bigotes en gesto de saludo, apoyó el espejo contra la pared y se alejó trotando.

—¿Te sirven las ratas? —se asombró Vimes.

—Hacen lo que pueden. La verdad es que las pobres no son muy eficaces. Es por las patas.

—Pero…, pero…, pero… —dijo Vimes—. Quiero decir…, ¿cómo?

—Tengo la sospecha de que los amigos de Skrp han excavado túneles que pasan por la Universidad —le explicó lord Vetinari—. Aunque supongo que ya eran bastante listos desde el principio.

Al menos Vimes sí que entendía eso. Era bien sabido que las radiaciones taumatúrgicas afectaban a los animales que habitaban en el campus de la Universidad Invisible, convirtiéndolos a veces en réplicas casi exactas de la civilización humana, o incluso mutándolos hasta convertirlos en especies completamente nuevas y especializadas, como la rata de biblioteca con archivadores incluidos, o la cabeza de búfalo que crecía directamente de la pared. Y, como había dicho el patricio, las ratas ya eran bastante listas de por sí.

—Pero ¿te están ayudando? —preguntó Vimes.

—Es una ayuda mutua, es una ayuda mutua. Digamos que en pago por los servicios prestados —dijo el patricio, al tiempo que se sentaba en algo que, según no pudo dejar de advertir Vimes, era un pequeño cojín de terciopelo.

También notó que, en un estante bajo, muy a mano, había una libreta de notas y una hilera de libros bien ordenados.

—¿Cómo ayudas tú a las ratas, señor? —dijo con voz débil.

—Con consejos. Les doy consejos. —El patricio se recostó—. Eso es lo malo de las personas como Wonse —dijo—. Nunca saben cuándo detenerse. Ratas, serpientes y escorpiones. Cuando llegué aquí, esto era un campo de batalla. Las ratas se estaban llevando la peor parte.

Vimes tuvo la sensación de que empezaba a comprender aquella locura.

—¿Y tú las entrenaste, o algo así? —señaló.

—Las aconsejé, sólo las aconsejé. Se me da bastante bien —respondió lord Vetinari con modestia.

Vimes se preguntó qué habrían hecho. ¿Se aliaron las ratas con los escorpiones contra las serpientes, y luego, cuando hubieron derrotado a los reptiles, invitaron a los escorpiones a una cena para celebrar la victoria, y se los comieron? ¿O sobornaron a algunos escorpiones con grandes cantidades de…, oh, de lo que comieran los escorpiones, para que se filtraran de noche entre las filas de algunas serpientes escogidas y las mataran a picotazos?

Recordó que alguien le había contado la historia de un hombre que, estando encerrado en una celda durante años, entrenó a pajarillos para crearse una especie de libertad. Y sabía de viejos marineros, a los que las enfermedades y la edad habían apartado del mar, que se pasaban los días metiendo barcos en botellitas.

Luego pensó en el patricio, a quien habían arrebatado su ciudad, sentado en el suelo gris de una mazmorra sombría, y recreándola a su alrededor, alentando en miniatura todas las pequeñas rivalidades, luchas de poderes y bandos diferentes. Se lo imaginó como una sombra, una estatua viva que se erguía entre el caos. Probablemente le resultaba más sencillo que gobernar Ankh, donde había alimañas mucho más grandes, que no necesitaban ambas manos para transportar un cuchillo.

Se oyó un tintineo en la rejilla del desagüe. Aparecieron media docena de ratas que arrastraban algo envuelto en tela. La arrastraron por el suelo y, con gran esfuerzo, la depositaron a los pies del patricio. El anciano se inclinó y desató el nudo.

—Parece que tenemos queso, muslos de pollo, cereales, un trozo de pan algo duro y una excelente botella de… oh, una excelente botella de la Salsa Tradicional Para Carnes y Pescados de Merckle y Aguijón. Cerveza, Skrp, dije cerveza. —La jefa de las ratas movió la nariz—. Lo siento mucho, Vimes, ya te lo dije, no saben leer. Al parecer no pueden ni comprender el concepto. Pero se les da muy bien escuchar. Me transmiten todas las noticias.

—Veo que estás muy cómodo aquí —suspiró Vimes.

—Nunca construyas una mazmorra en la que no querrías pasar una noche —respondió el patricio, al tiempo que extendía la comida sobre la tela—. El mundo sería un lugar mucho más feliz si la gente recordara eso.

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