¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

La mujer cogió un buen trozo de cadena y se envolvió con ella un puño regordete.

—Algunos de esos guardias no saben cómo tratar…—empezó.

—No hay tiempo para eso, ahora no —la interrumpió Vimes, cogiéndola por un brazo.

Era como tirar de una montaña.

De repente, la multitud dejó de aplaudir.

Se oyó un ruido tras Vimes. No era un ruido particularmente fuerte. Pero tenía esa peculiar cualidad desagradable. Era el sonido de cuatro garras posándose sobre las losas al mismo tiempo.

Vimes miró hacia atrás. Luego, hacia arriba.

La piel del dragón estaba cubierta de hollín. Tenía unos cuantos trozos de madera quemada todavía humeantes clavados en la piel. Las magníficas escamas de bronce estaban manchadas de negro.

Bajó la cabeza hasta que Vimes estuvo a un metro de sus ojos, y trató de concentrarse en él.

Probablemente no vale la pena correr, se dijo Vimes. Ni aunque tuviera fuerzas para hacerlo.

Sintió cómo la mano de lady Ramkin envolvía la suya.

—Buen trabajo —dijo la mujer—. Casi ha funcionado.

Los restos humeantes llovieron alrededor de la destilería. El estanque era un pantano de cascotes cubiertos por una capa de cenizas. La superficie se abrió, y de las aguas salió el sargento Colon, chorreando lodo.

Consiguió llegar hasta la orilla y se puso en pie trabajosamente, como una criatura marina que quisiera recorrer la escala de la evolución a marchas forzadas.

Nobby ya estaba allí, tendido como una rana, calado hasta los huesos.

—¿Eres tú, Nobby? —inquirió el sargento Colon con ansiedad.

—Soy yo, sargento.

—Me alegro, Nobby —dijo Colon.

—Pues yo desearía no ser yo, sargento.

Colon vació el agua del casco, y entonces se quedó paralizado.

—¿Dónde está el joven Zanahoria? —quiso saber.

Los dos miraron las aguas turbias del estanque.

—Supongo que sabe nadar… —siguió el sargento, titubeante.

—No sé. Nunca lo dijo. No debe de haber muchos sitios para nadar en las montañas —dijo Nobby.

—Pero seguro que había lagunas de claras aguas azules, y profundos arroyos de las montañas —señaló el sargento, esperanzado—. Y estanques helados en valles ocultos, todo eso. Por no hablar de los lagos subterráneos. Seguro que aprendió a nadar. Seguro que se pasaba el día en el agua.

Contemplaron la superficie gris.

—Probablemente fue el protector —dijo Nobby—. A lo mejor se le llenó de agua y lo arrastró al fondo.

Colon asintió, sombrío.

—Te guardaré el casco —siguió Nobby tras unos instantes.

—¡Pero yo soy tu superior!

—Sí —asintió el cabo, con tono razonable— pero si te quedas atrapado ahí dentro, querrás que tu mejor hombre esté aquí, preparado para saltar al rescate, ¿no?

—Eso… parece lógico —dijo Colon al final—. No te falta razón.

—Pues venga.

—Pero hay un inconveniente…

—¿Cuál?

—… que no sé nadar —señaló Colon.

—Entonces, ¿cómo has salido de ahí?

Colon se encogió de hombros.

—Soy un flotador de nacimiento.

Una vez más, contemplaron el lodo en que se había transformado el estanque. Luego, Colon miró a Nobby. Muy despacio, Colon se quitó el casco.

—¿Es que aún queda alguien ahí dentro? —preguntó Zanahoria.

Se dieron la vuelta. El muchacho se sacó un poco de barro de la oreja. A su espalda, los restos de la destilería seguían humeando.

—Pensé que sería buena idea salir a echar un vistazo rápido, a ver qué estaba pasando —dijo con animación, señalando la verja que daba al patio.

La puerta de la verja colgaba de una sola bisagra.

—Ah —dijo Nobby débilmente—. Buena idea.

—Da a un callejón —explicó Zanahoria.

—No hay dragones ahí, ¿verdad? —preguntó el sargento Colon.

—Ni dragones ni humanos. No hay nadie —replicó Zanahoria con impaciencia. Desenfundó su espada—. ¡Vamos! —los apremió.

—¿Adónde? —preguntó Nobby.

Se acababa de sacar una colilla empapada de detrás de la oreja, y la contemplaba con expresión de profundo dolor. Obviamente, ya no servía de gran cosa. Intentó encenderla pese a todo.

—Queremos luchar contra el dragón, ¿no? —dijo Zanahoria.

Colon se removió, incómodo.

—Sí, pero supongo que antes podemos ir a casa a cambiarnos de ropa, ¿no?

—Y a beber algo calientito —añadió Nobby.

—Y a comer algo —asintió Colon—. Un buen plato de…

—Debería daros vergüenza —lo interrumpió Zanahoria—. Hay una dama en apuros, hay que matar a un dragón, ¡y a vosotros sólo se os ocurre pensar en comer y en beber!

—Oh, no sólo estoy pensando en comer y en beber —replicó Colon.

—¡Quizá seamos todo lo que se interpone entre la ciudad y el desastre absoluto!

—Sí, pero… —empezó Nobby.

Zanahoria blandió la espada por encima de la cabeza.

—¡El capitán Vimes habría ido! —exclamó—. ¡Todos para uno!

Los miró, y salió corriendo del patio. Colon dirigió a Nobby una mirada triste.

—Estos jóvenes de hoy… —suspiró.

—¿Todos para un qué? —preguntó Nobby.

El sargento suspiró otra vez.

—Bueno, vamos allá.

—De acuerdo…

Salieron titubeantes al callejón. Estaba desierto.

—¿Hacia dónde ha ido? —quiso saber Nobby. Zanahoria salió de entre las sombras, sonriendo de oreja a oreja.

—Sabía que podía confiar en vosotros —dijo—. ¡Seguidme!

—Ese chico tiene algo de extraño —dijo Colon mientras cojeaban tras él—. Siempre se las arregla para convencernos de que lo sigamos, ¿te has dado cuenta?

—¿Todos para un qué?

—Supongo que tiene que ver con su voz.

—Sí, pero ¿todos para un qué?

El patricio suspiró, puso el marcapáginas en el libro con todo cuidado, y lo dejó a un lado. A juzgar por el ruido, en el exterior debían de estar pasando montones de cosas emocionantes. Así la situación, era harto improbable que quedaran guardias de palacio allí, cosa que le venía muy bien. Los guardias eran hombres muy bien entrenados, sería una pena malgastarlos.

Los necesitaría más adelante.

Tanteó la pared y empujó una piedra que tenía exactamente el mismo aspecto que todas las demás piedras. Pero, en cambio, ninguna otra pequeña piedra habría provocado que toda una losa de la pared se moviera pesadamente a un lado.

Allí dentro había toda una serie de cosas elegidas con sumo cuidado: raciones de supervivencia, ropa limpia, varios cofrecillos de metales preciosos, joyas, y algunas herramientas. También había una llave. Nunca construyas una mazmorra de la que no puedas salir.

El patricio cogió la llave y se dirigió hacia la puerta. Mientras las bisagras perfectamente engrasadas hacían que se abriera, se preguntó una vez más si no debería haber hablado a Vimes de la existencia de la llave. Pero el hombre parecía tan satisfecho de abrirse camino… Sin duda le habría deprimido tener la llave de la puerta. Y, en el mejor de los casos, habría cambiado su manera de ver el mundo. El patricio necesitaba a Vimes y su manera de ver el mundo.

Lord Vetinari salió por la puerta y, en silencio, recorrió las ruinas de su palacio.

Que temblaron cuando, por segunda vez en un par de minutos, la ciudad se estremeció.

El cobertizo de los dragones explotó. Las ventanas volaron. La puerta dejó la pared entre una humareda negra, y salió disparada por el aire, girando lentamente, hasta aterrizar entre los rododendros.

Algo muy energético y caliente estaba sucediendo allí dentro. Brotó más humo espeso, aceitoso, sólido. Una de las paredes se dobló sobre sí misma, y otra se derrumbó sobre el húmedo césped.

Los dragones de pantano salieron de entre los restos como tapones del champán, sacudiendo las alas frenéticos.

El humo seguía ascendiendo hacia el cielo. Pero en él había algo, un punto de luz blanca que se elevaba con suavidad.

Desapareció de la vista al atravesar una ventana destrozada, y luego, con un trozo de teja todavía en la cabeza, Errol ascendió sobre su propio humo y se remontó hasta los cielos de Ankh-Morpork.

La luz del sol arrancó reflejos de sus escamas plateadas antes de que alcanzara una altura de treinta metros y girase lentamente, conservando un equilibrio perfecto sobre sus propias llamas…

Vimes, que aguardaba la muerte en la plaza, se dio cuenta de que tenía la boca abierta. La cerró.

En la ciudad no se oía absolutamente nada aparte del ascenso de Errol.

Pueden redistribuir sus «cañerías», se dijo Vimes, asombrado. Para adecuarse a las circunstancias. Las está haciendo funcionar marcha atrás. Pero ésos como se llamen, los genes…, seguro que ya los tenía medio preparados para algo semejante. No me extraña que el bichejo tuviera las alas tan cortas. Su cuerpo debía de saber que no las iba a necesitar para nada más que para maniobrar.

Dioses. Estoy viendo al primer dragón de la historia que lanza la llama hacia atrás.

Se aventuró a lanzar una mirada hacia arriba, el gran dragón estaba inmóvil, los inmensos ojos inyectados en sangre se concentraban en la pequeña criatura.

Con un desafiante rugido de llamas y un salto al aire, el rey de Ankh-Morpork se elevó, olvidándose por completo de los simples seres humanos.

Vimes se volvió hacia lady Ramkin.

—¿Cómo pelean? —le preguntó, apremiante—. ¿Cómo pelean los dragones?

—Yo…, bueno, o sea, no hacen más que aletear alrededor del rival y lanzar llamas —explicó—. Pero eso son los dragones de pantano. Quiero decir, nadie ha visto luchar nunca a un dragón noble. —Se dio unas palmaditas en el camisón—. Tengo que tomar notas. Debo de llevar la libreta por alguna parte…

—¿En el camisón?

—Es increíble cómo se le ocurren a uno las ideas cuando está en la cama, siempre lo he dicho.

Las llamas llegaron al punto donde se había encontrado Errol. Pero ya no estaba allí. El rey trató de girar en el aire. El pequeño dragón trazó círculos humeantes por el cielo, en torno a su desconcertado adversario. Más llamas, más largas y calientes, lo buscaron sin encontrarlo.

La multitud observaba en silencio, sin apenas atreverse a respirar.

—¡Hola, capitán! —saludó una voz.

Vimes bajó la vista. Un apestoso montoncito de lodo disfrazado de Nobby le sonrió.

—¡Pensé que estabais muertos! —exclamó.

—Pues no lo estamos —replicó Nobby.

—Ah. Qué bien.

No parecía haber mucho más que decir.

—¿Qué te parece la pelea?

Vimes volvió a mirar hacia arriba. Las espirales de humo subían por toda la ciudad.

—Me temo que no va a funcionar —suspiró lady Ramkin—. Oh, hola, Nobby.

—Buenas tardes, señora —dijo el cabo, llevándose la mano al barro que le cubría la sien.

—¿Qué quiere decir con que no va a funcionar? —protestó Vimes—. ¡Mírelo, mire cómo pelea! ¡El dragón todavía no le ha dado ni una vez!

—Sí, pero Errol le ha dado con su llama varias veces. Y no parece haber surtido el menor efecto. Mucho me temo que no es lo suficientemente caliente. Sí, por ahora lo va esquivando… pero tiene que tener suerte siempre. Y al dragón grande le basta con tener suerte una vez.

Vimes captó la deprimente idea.

—¿Quiere decir que esto es sólo un espectáculo? ¿Que no lo hace más que para impresionar?

—No es culpa suya —intervino Colon, materializándose tras ellos—. Es como lo que hacen los perros, ¿a que sí? Al pobre pequeñajo ni se le ha ocurrido pensar que se enfrenta a uno tan grande. Sólo quiere exhibirse.

Ambos dragones parecieron darse cuenta de que aquella pelea estaba en tablas klatchianas. Con otro anillo de humo y una última llamarada blanca, se separaron y se alejaron unos cientos de metros.

El rey se quedó planeando, sacudiendo las alas rápidamente. Altura. Eso era lo más importante. Cuando un dragón peleaba con otro dragón, lo más importante siempre era la altura…

Errol recuperó el equilibrio sobre su llama. Parecía estar pensando.

Luego, despreocupadamente, sacudió las patas traseras como si los dragones hubieran dominado la técnica de volar sobre sus gases estomacales durante un millón de años, maniobró, y se alejó volando. Durante un instante, se lo pudo ver en forma de estela plateada. Luego, pasó por encima de los muros de la ciudad y desapareció.

Un gemido lo despidió. Brotaba de diez mil gargantas.

Vimes alzó las manos.

—No te preocupes, jefe —se apresuró a tranquilizarlo Nobby—. Seguro que ha ido a…, no sé, a beber algo, o una cosa por el estilo. Quizá sea el final del primer asalto. O una cosa por el estilo.

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