¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

El anciano cogió un montón de papeles y les sacudió el yeso de encima.

—Qué lástima —suspiró—. Lupine era un hombre muy prolijo.

—Sí, señor.

El patricio entrelazó los dedos de las manos y miró a Vimes por encima de ellas.

—Permite que te dé algunos consejos, capitán —dijo.

—¿Sí, señor?

—Quizá eso te ayude a comprender el mundo.

—Señor.

—Creo que la vida te resulta tan complicada porque piensas que hay gente buena y gente mala —empezó el hombre—. Pero te equivocas, desde luego. Únicamente hay gente mala, lo que pasa, es que algunas personas ocupan posiciones enfrentadas.

Hizo un gesto en dirección a la ciudad, y se acercó a una ventana.

—Es un inmenso mar de maldad —dijo, casi como hablar de una propiedad suya—. Poco profundo en algunas zonas, claro, pero enorme, terriblemente profundo en otras. Siempre hay gente como tú que construye frágiles barquitas de normas e intenciones vagamente buenas, y decís que eso es lo bueno, lo que triunfará al final. ¡Es increíble!

Dio una amable palmadita a Vimes en la espalda.

—Ahí abajo —siguió—, hay gente que seguirá a cualquier dragón, que adorará a cualquier dios, que cerrará los ojos ante cualquier iniquidad. Aceptarán toda maldad cotidiana. No es la maldad creativa, aguda, de los grandes pecadores, sino una especie de oscuridad masiva de las almas. Pecado sin originalidad, se podría decir. Aceptan el mal, no porque digan , sino porque no dicen no. Lo lamento si esto te ofende —añadió, dando unas palmaditas en el hombro del capitán—, pero los que son como tú nos necesitan.

—¿Sí, señor?

—Oh, sí. Somos los únicos que sabemos hacer funcionar las cosas. Verás, lo único que hacen bien las personas buenas es librarse de las malas. Eso lo hacéis de maravilla, desde luego. Pero lo malo es que es lo único que hacéis de maravilla. El primer día suenan las campanas porque ha caído el tirano, y al siguiente todo el mundo empieza a quejarse porque, desde que se fue el tirano, no funciona el servicio de recogida de basuras. Porque la gente mala sabe hacer planes. Se podría decir que es un requisito imprescindible para ser malo. Hasta el último tirano malévolo ha tenido un plan para dominar el mundo. En cambio, la gente buena no parece comprender el concepto.

—Eso es posible. ¡Pero en lo demás, estás equivocado! —exclamó Vimes—. Lo que pasaba era que la gente estaba asustada, aislada…

Se interrumpió. Las frases le sonaban vacías hasta a él mismo.

Se encogió de hombros.

—No son más que personas —terminó—. Se comportan como personas, señor.

Lord Vetinari le dirigió una sonrisa amistosa.

—Por supuesto, por supuesto —dijo—. Lo comprendo, tienes que creer eso. Si no, te volverías loco. Si no, empezarías a pensar que te encuentras en un puente más delgado que una pluma sobre los abismos del infierno. Si no, la existencia no sería más que una agonía oscura, y la única esperanza estaría en que no hubiera otra vida tras la muerte. Lo comprendo, créeme. —Contempló su escritorio y suspiró—. Y ahora —siguió—, tengo mucho trabajo por delante. Me temo que el pobre Wonse era un buen sirviente, pero un amo poco eficaz. Así que puedes marcharte. Procura dormir bien esta noche. Ah, y mañana, ven con tus hombres. La ciudad debe demostrar su agradecimiento.

—¿Que debe qué? —se sorprendió Vimes.

El patricio contempló un pergamino. Su voz ya volvía a tener los matices lejanos y distantes del que organiza, y planea, y controla.

—Su gratitud —dijo—. Después de cada victoria triunfal, tiene que haber héroes. Es esencial. Así todo el mundo sabrá que las cosas han acabado bien y se puede volver a la normalidad.

Miró a Vimes por encima del pergamino.

—Es parte del orden natural de las cosas —añadió.

Tras unos momentos, hizo unas cuantas anotaciones en el papel que tenía delante. Alzó la vista.

—Ya te puedes marchar —repitió.

Vimes se detuvo junto a la puerta.

—¿De verdad crees todo eso, señor? —preguntó—. ¿Crees eso de la maldad y oscuridad infinitas?

—Desde luego, desde luego —asintió el patricio al tiempo que pasaba una página—. Es la única conclusión lógica.

—Pero… te levantas de la cama todas las mañanas, señor.

—¿Mmm? Por supuesto. ¿Adónde quieres llegar?

—Señor, sólo me gustaría saber por qué.

— Sé buen muchacho, Vimes, márchate ya.

En la oscura caverna llena de corrientes, excavada desde el corazón del palacio, el bibliotecario avanzaba por el suelo. Trepó por los restos del patético montón de tesoro, y examinó interesado el cuerpo de Wonse.

Luego se agachó y, con sumo cuidado, extrajo La invocación de dragones de entre los dedos rígidos. Sopló para quitarle el polvo. Lo acarició con cariño, como si se tratara de un niño asustado.

Se volvió para trepar de nuevo al montón, y entonces se detuvo. Se inclinó otra vez y, con cautela, recogió otro libro de entre los brillantes restos. No era uno de los suyos, excepto quizá en el amplio sentido según el cual todos los libros caían bajo su dominio. Pasó unas cuantas páginas.

—Quédatelo —dijo Vimes, tras él—. Llévatelo. Guárdalo en alguna parte.

El orangután dirigió un gesto de saludo al capitán, y empezó a descender por el montón. Dio un golpecito a Vimes en la rodilla, abrió La invocación de dragones, pasó las páginas maltratadas hasta que dio con la que estaba buscando, y le pasó el libro.

Vimes escudriñó la confusa caligrafía.

Pero los dragones no son como los unicornios, ni nunca lo fueron. Habitan en un reino definido por nuestra mente y voluntad; y por tanto, bien pudiera ser que aquel que los llamara, aquel que les proporcionara un camino hasta este mundo, estuviera llamando al dragón de su propia mente.

Aun siendo así, el puro de corazón puede llamar al dragón del poder como fuerza del bien para su mundo, y en esa noche comenzará la Gran Obra. Todo está dispuesto. He trabajado duro para ser el digno invocador…

Un reino de la mente, pensó Vimes. Entonces, ahí es a donde fueron. A nuestras imaginaciones. Y cuando los llamamos para que vuelvan, les damos forma, como si fueran masa de panadero metida en sus moldes. Sólo que no salen estrellitas y corazones, sale lo mismo que eres tú. Tu propia oscuridad que toma forma…

Vimes volvió a leer los párrafos, y luego pasó las páginas siguientes.

No había muchas más. El resto del libro estaba completamente quemado.

Vimes se lo devolvió al simio.

—¿Qué tipo de hombre era de Malachite? —preguntó.

El bibliotecario meditó un instante, como convenía a una persona que se sabía de memoria el Diccionario de biografías de la ciudad. Luego, se encogió de hombros.

—¿Particularmente bueno? —quiso saber Vimes.

El simio sacudió la cabeza.

—Bueno, entonces, ¿rematadamente malo?

El simio se encogió de hombros y sacudió la cabeza de nuevo.

—Si yo estuviera en tu lugar —dijo Vimes—, pondría ese libro en algún lugar seguro. Y también el libro de leyes. Son demasiado peligrosos.

—Oook.

Vimes se desperezó.

—Y ahora —dijo—, vamos a tomar una copa.

—Oook.

—Pero una pequeña, ¿eh? Nada más.

—Oook.

—Además, invitas tú.

—Eeek.

Vimes se detuvo y bajó la vista hacia el gran rostro amable.

—Dime una cosa —pidió—. Siempre he querido saberlo…, ¿es mejor ser un simio?

El bibliotecario meditó un instante.

—Oook —dijo.

—Ah, ¿de veras? —dijo Vimes.

Llegó el día siguiente. La habitación estaba abarrotada de altos dignatarios de la ciudad. El patricio se sentaba en su austera silla, rodeado por los consejeros. Todos los presentes lucían sonrisas de oreja a oreja.

Lady Sybil Ramkin estaba sentada a un lado, vestida con unos cuantos acres de terciopelo negro. Las joyas de la familia Ramkin brillaban en sus dedos, en su garganta y en los rizos negros de la peluca que llevaba aquel día. El efecto general era sobrecogedor, como un globo en el cielo.

Vimes encabezó el desfile de los guardias hasta el centro de la sala. Se detuvo en seco, como ordenaban las normas. Le había sorprendido ver que hasta Nobby había hecho un esfuerzo: su armadura tenía puntos brillantes aquí y allá. Y la expresión de Colon era de tanta satisfacción que parecía a punto de derretirse. La armadura de Zanahoria centelleaba.

Colon saludó según las normas por primera vez en toda su vida.

—¡Todos presentes, señor! —ladró.

—Muy bien, sargento —replicó Vimes fríamente.

Se volvió hacia el patricio y arqueó una ceja concienzudamente.

Lord Vetinari le hizo un gesto con la mano.

—Descansad, muchachos, o relajaos, o como lo queráis llamar —dijo—. Creo que no necesitamos tanta ceremonia. ¿Qué opinas tú, capitán?

—Como desees, señor —respondió Vimes.

—Bien, señores —empezó el patricio, inclinándose hacia adelante—, han llegado a nuestros oídos las noticias de las magníficas hazañas que habéis llevado a cabo en defensa de la ciudad…

Vimes dejó vagar su mente mientras los dulces halagos les llovían encima. Durante un rato, se divirtió bastante observando las caras de los miembros del Consejo. Reflejaban toda una secuencia de expresiones a medida que hablaba el patricio. Por supuesto, era de vital importancia que tuviera lugar una ceremonia como aquélla. Así todo el asunto quedaría limpio y zanjado. Y olvidado. Sólo sería un capítulo más en la larga y emocionante historia de los etcétera, etcétera. A Ankh-Morpork se le daba muy bien empezar nuevos capítulos.

Su mirada errante cayó sobre lady Ramkin. Ella le guiñó un ojo. Vimes volvió la vista al frente, con una expresión que de repente era más rígida que un tablón.

—… muestra de nuestra gratitud —terminó el patricio, volviendo a sentarse.

Vimes se dio cuenta de que todo el mundo lo miraba.

—¿Perdón?

—He dicho, capitán Vimes, que hemos estado tratando de buscar alguna recompensa adecuada. Algunos ciudadanos relevantes… —Los ojos del patricio se posaron en los miembros del Consejo y en lady Ramkin—… y yo mismo, por supuesto, pensamos que se os debe conceder algún tipo de recompensa.

Vimes se quedó en blanco.

—¿Recompensa?

—Es lo habitual ante una muestra de comportamiento heroico —insistió el patricio.

Vimes volvió a mirar al frente.

—Con sinceridad, no había pensado en eso, señor —dijo—. Aunque no puedo hablar por mis hombres, claro.

Se hizo un silencio tenso. Por el rabillo del ojo, Vimes vio cómo Nobby daba un codazo en las costillas al sargento. Al final, Colon se animó a dar un paso al frente, y ensayó otro saludo.

—Permiso para hablar, señor —murmuró.

El patricio asintió.

El sargento carraspeó. Se quitó el casco y sacó de él una hoja de papel.

—Eh… —empezó—, bueno, como ha dicho su señoría, pensamos que eso, que hemos salvado a la ciudad y esas cosas, o sea que…, bueno, que la verdad, algunas cosas se podrían mejorar… y vamos, que nos lo merecemos, creo yo. No sé si me explico.

Todos los presentes asintieron. Así era como debían ser las cosas.

—Prosigue —lo animó el patricio.

—Así que, bueno, que nos dedicamos a pensar, y se nos ocurrieron un par de ideas —siguió el sargento—. No sé si me…

—Por favor, sargento, adelante —pidió el patricio—. No es necesario que hagas tantas pausas. Todos somos conscientes de la magnitud de vuestra hazaña.

—Bien, señor. Bueno, señor…, lo primero es la cosa de las pagas.

—¿Las pagas? —dijo lord Vetinari.

Miró a Vimes, que miró a la nada.

El sargento alzó la cabeza. Tenía la expresión cándida de un hombre que quiere llegar al fondo de un asunto.

—Sí, señor —dijo—. Treinta dólares al mes. No está bien. Nosotros pensamos… —Se humedeció los labios y miró a su espalda, a los otros dos, que le hacían vagas señales de aliento—. Nosotros pensamos que no estaría mal que la paga base fuera de…, eh…, ¿treinta y cinco dólares? ¿Al mes? —Vio la expresión pétrea del patricio—. Con incrementos según rango… ¿de cinco dólares?

Se humedeció los labios de nuevo, desconcertado por la cara del patricio.

—No aceptaremos menos de cuatro —dijo—. Y es definitivo. Lo siento, señoría, pero así están las cosas.

El patricio volvió a mirar el rostro impasible de Vimes, luego clavó la vista en los guardias.

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