¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

¡Pero ellos no tienen voluntad propia! ¡Contribuirán con su oro, o los quemaré vivos!

Wonse tragó saliva.

—Sí —reconoció—, pero no debes…

El silencioso rugido de furia lo envolvió.

¡No hay nada que yo no «deba»!

—¡No, no, no! —gimió Wonse, apretándose las sienes—. ¡No quería decir eso! ¡Créeme! ¡Pero así es mejor, de verdad! ¡Es mejor, más seguro!

¡Nada puede hacerme daño!

— Desde luego, desde luego…

¡Nada puede controlarme!

Wonse alzó las manos extendidas, en un gesto vagamente conciliador.

—Por supuesto —dijo—. Pero hay sistemas y sistemas, ya me entiendes. Sistemas y sistemas. Todo eso de los rugidos y las llamaradas… no lo necesitas, de verdad.

¡Simio ignorante! ¿Cómo si no puedo conseguir que hagan mi voluntad?

Wonse se puso las manos a la espalda.

—Lo harán por su propia voluntad —dijo—. Y, con el tiempo, llegarán a pensar que a ellos fue a quienes se les ocurrió la idea. Será una tradición. Te lo digo yo. Los humanos somos criaturas muy adaptables.

El dragón le dirigió una larga mirada.

—De hecho —siguió Wonse, tratando de que no le temblara la voz—, antes de que pase mucho tiempo, si viene alguien y les dice que tener un rey dragón no es buena idea, lo matarán ellos mismos.

El dragón parpadeó.

Que Wonse supiera, era la primera vez que parecía inseguro.

—Conozco a la gente —añadió.

El dragón siguió taladrándolo con su mirada.

Si estás mintiendo…, pensó al final.

—Sabes que a ti no te puedo mentir.

¿Y de verdad se comportan así?

— Oh, sí. Constantemente. Es una característica típica de los humanos.

Wonse sabía que el dragón podía leer su mente, al menos los niveles superiores. Estaban en una horrible armonía. Él también podía ver los poderosos pensamientos tras los ojos que tenía ante los suyos.

El dragón estaba espantado.

—Lo siento —dijo el secretario débilmente—. Así es como somos. Creo que es una simple cuestión de supervivencia.

¿Nadie enviará a poderosos guerreros para matarme?, pensó, casi quejumbroso.

—No, creo que no.

¿Ni a héroes?

— Ya no. Salen muy caros.

¡Pero voy a comer gente!

A Wonse se le escapó un gemido.

Tenía la sensación de que el dragón rebuscaba por su mente, tratando de dar con algo que le permitiera comprender. Notaba, más bien intuía el paso de las imágenes al azar, de dragones, de la era mítica de los reptiles y (aquí sintió el genuino asombro del dragón) de los aspectos menos halagadores de la historia del hombre, que era de los que se componía casi en su totalidad. Después del asombro, llegó la ira. No había nada que el dragón pudiera hacer a los hombres que no hubieran probado ya unos con otros, tarde o temprano, y a menudo con entusiasmo.

¿Cómo tenéis la desfachatez de criticar lo que hago?, le pensó. Se supone que nosotros somos crueles, astutos, desalmados, terribles. Pero te diré una cosa, simio… La gran cabeza se acercó aún más, de manera que Wonse se encontró mirando las profundidades insondables de sus ojos. Nunca quemamos, torturamos o matamos a uno de los nuestros, y luego lo llamamos moralidad.

El dragón estiró las alas de nuevo, una o dos veces, y luego se dejó caer pesadamente sobre el variado surtido de cosas semivaliosas. Sus zarpas removieron el montón. Bufó, despectivo.

Ni un lagarto de tres patas se tumbaría en esta basura, pensó.

—Habrá cosas mejores —susurró Wonse, temporalmente aliviado por el cambio de dirección.

Más vale.

—¿Puedo…, puedo hacerte una pregunta? —tartamudeó Wonse.

Hazla.

— Estoy seguro de que no necesitas comer gente. Porque, desde el punto de vista de los ciudadanos, va a ser el único problema —dijo a toda velocidad, antes de que le abandonara el valor—. El tesoro y lo demás será sencillo, pero si se trata de un asunto de…, bueno, de proteínas, entonces sin duda a un cerebro privilegiado como el tuyo se le puede ocurrir alguna alternativa menos controvertida, como una vaca, o quizá…

El dragón expelió una llamarada horizontal que calcinó la pared que tenía enfrente.

¿Necesitar? ¿Necesitar?, rugió cuando el sonido se hubo apagado. ¿A mí me hablas de necesidades? ¿No dice la tradición que las mujeres más bellas sean entregadas al dragón para asegurar la paz y la prosperidad?

— Pero es que… siempre hemos tenido una cierta paz, y una razonable prosperidad…

¿deseas que las cosas sigan así?

La fuerza del pensamiento hizo caer de rodillas a Wonse.

—Por supuesto —consiguió decir.

El dragón estiró las zarpas como si se desperezara.

En ese caso, no soy yo quien necesita nada, sois vosotros, pensó. Ahora, fuera de mi vista.

Wonse se tambaleó cuando el dragón abandonó su mente.

El dragón se levantó sobre el montón de baratijas, saltó al alféizar de una de las grandes ventanas de la sala, y destrozó el vidrio multicolor con la cabeza. La imagen de un padre de la ciudad fue a reunirse en añicos con los otros restos que poblaban el suelo.

El largo cuello se extendió en el fresco aire del anochecer, y giró como la aguja de un compás. Las luces brillaban por toda la ciudad. El sonido de las vidas de un millón de personas era como un sordo palpitar.

El dragón tomó aliento, regocijado. Luego destrozó el resto del ventanal con los hombros, y saltó al cielo.

—¿Qué es eso? —preguntó Nobby.

Tenía una forma vagamente redonda, textura como de madera, y cuando lo golpeaban emitía un ruido como el de un ladrillo al caer desde una mesa.

El sargento Colon lo tocó de nuevo.

—Me rindo —dijo.

Zanahoria lo alzó con orgullo sobre los restos del paquete.

—Es un bizcocho —dijo, alzando la cosa con ambas manos para soportar el enorme peso—. Me lo envía mi madre.

Consiguió depositarlo de nuevo sobre la mesa sin pillarse los dedos.

—¿Y puedes comértelo? —preguntó Nobby—. Ha tardado meses en llegar aquí. Seguro que se ha puesto rancio.

—Oh, es una receta especial de los enanos —replicó Zanahoria—. Los bizcochos de los enanos nunca se ponen rancios.

El sargento Colon le dio otro golpecito seco.

—No, supongo que no —concedió.

—Es increíblemente nutritivo —siguió el muchacho—. Tiene ingredientes mágicos. El secreto se ha ido transmitiendo de generación en generación de enanos durante siglos. Con sólo comer un trocito de esto, no necesitarás nada más en todo el día.

—Comida para llevar —dijo Colon.

—Un enano puede caminar cientos de kilómetros con un bizcocho como éste en la mochila —añadió Zanahoria.

—Estoy seguro —asintió Colon—. Y me apuesto lo que sea a que a cada paso estará pensando, «Demonios, más vale que encuentre pronto cualquier cosa para comer, si no seguiré con la dieta de bizcocho».

Zanahoria, que no había oído en su vida la palabra «ironía», cogió el hacha y, tras un par de golpes impresionantes que rebotaron, consiguió cortar el bizcocho en aproximadamente cuatro partes.

—Ya está —dijo alegremente—. Un trozo para cada uno de nosotros, y otro para el capitán. —Entonces, se dio cuenta de lo que había dicho—. Oh. Lo siento.

—Sí —replicó Colon con voz átona.

Se quedaron en silencio un momento.

—Me caía bien —suspiró Zanahoria—. Siento que se haya marchado.

Hubo otro silencio, muy similar al anterior, pero aún más profundo, y teñido de depresión.

—Supongo que ahora tú serás capitán —dijo Zanahoria.

Colon se sobresaltó.

—¿Yo? ¡Yo no quiero ser capitán! No sé cómo piensa un capitán. Además, no creo que valga la pena, sólo por nueve dólares más al mes.

Tamborileó los dedos sobre la mesa.

—¿Sólo cobraba eso? —se asombró Nobby—. Yo pensé que los oficiales se forraban.

—Nueve dólares más al mes —repitió Colon—. Una vez vi las tarifas de salarios. Nueve dólares al mes, y dos dólares extra para plumas. Sólo que nunca quiso cobrar esos dos dólares. Qué cosa más rara, ¿no?

—No le iban las plumas —suspiró Nobby.

—Es verdad —asintió Colon—. Lo que le pasa al capitán es que…, bueno, una vez leí un libro, ¿sabéis que todos tenemos alcohol en el cuerpo, una especie de alcohol natural? Aunque no hayas bebido ni una gota en toda tu vida, el cuerpo lo produce. Pero el capitán Vimes, no sé, debe de ser una de esas personas cuyo cuerpo no lo produce de manera natural. Es como si hubiera nacido con dos copas de menos.

—Caray —se sorprendió Zanahoria.

—Sí…, así que, cuando está sobrio, está demasiado sobrio. Es una resaca permanente. ¿Te acuerdas de cómo te sentías cuando te despertaste el otro día después de beber tanto, Nobby? Bueno, pues el capitán se encuentra así constantemente.

—Pobre hombre —asintió el cabo—. Nunca me di cuenta. No me extraña que estuviera siempre tan sombrío.

—Así que siempre está intentando recuperar el nivel de alcohol. Lo que pasa es que nunca da con la dosis exacta. Y claro… —Colon miró a Zanahoria—. También fue traído a nado por una mujer. Creo que eso lo remató.

—Bueno, sargento, ¿y qué hacemos ahora? —quiso saber Nobby.

—¿Crees que le importará si nos comemos su parte del bizcocho? —preguntó Zanahoria, pensativo—. Sería una lástima que se pusiera rancio.

Colon se encogió de hombros.

Los guardias mayores se sentaron, en un deprimido silencio, mientras Zanahoria trituraba el bizcocho con dientes como apisonadoras. Aunque se hubiera tratado del más ligero de los soufflés, ellos no habrían tenido apetito.

Estaban imaginando cómo sería la vida sin el capitán. Deplorable, incluso aunque no hubiera dragones. La verdad es que habían apreciado al capitán Vimes, era un hombre con clase. Una clase cínica, agria, pero clase al fin y al cabo, algo de lo que ellos carecían. Sabía leer palabras largas y sumar. Hasta se emborrachaba con clase.

Habían intentado alargar los minutos, hacer que el tiempo se prolongara. Pero la noche había llegado.

No les quedaba la menor esperanza.

Tenían que salir a las calles.

Eran las seis en punto. Y nada sereno.

—También echo de menos a Errol —suspiró Zanahoria.

—En realidad, era del capitán —dijo Nobby—. Además, lady Ramkin sabrá cuidarlo.

—Y no podíamos dejar nada a su alcance —intentó consolarse Colon—. Ni siquiera el aceite de las lámparas. Se bebía hasta el aceite de las lámparas.

—Y las bolas antipolillas —asintió Nobby—. Una bolsa entera. ¿Cómo podía querer comerse una porquería semejante? Y la tetera. Y el azúcar. El azúcar lo volvía loco.

—Pero era encantador —dijo Zanahoria—. Y nos quería.

—Eso es cierto, eso es cierto —asintió Colon—. Aunque no me parece muy bien tener una mascota que te obliga a subirte a la mesa cada vez que tiene hipo.

—Echaré de menos su carita —suspiró el muchacho.

Nobby se sonó la nariz.

El sonido tuvo como eco unos golpes en la puerta. Colon se incorporó de un salto. Zanahoria se levantó y fue a abrir.

Un par de miembros de la Guardia de Palacio esperaban con arrogante impaciencia. Retrocedieron un paso al ver a Zanahoria, que había tenido que agacharse para ver por debajo del dintel. Las malas noticias como Zanahoria viajaban muy deprisa.

—Os hemos traído un edicto —dijo uno de ellos—. Tenéis que…

—¿Qué es esa pintura fresca que llevas en la armadura? —preguntó Zanahoria con educación.

Nobby y el sargento aventuraron una mirada desde detrás de él.

—Es un dragón —respondió el más joven de los guardias.

El dragón —le corrigió su superior.

—Oye, yo te conozco —intervino Nobby—. Eres Cráneo Maltoon. Antes vivías en la calle Picadillo. Tu madre preparaba caramelos para la tos, ¿verdad?, pero se cayó en el puchero y murió. Yo nunca probé los caramelos, pero me acuerdo de tu madre.

—Hola, Nobby —saludó el guardia sin entusiasmo.

—Apuesto a que tu madre se sentiría orgullosa de verte con un dragón en el pecho —añadió el cabo con voz alegre.

El guardia le dirigió una mirada de odio y vergüenza.

—Y además, plumas nuevas en el casco —añadió Nobby con dulzura.

Se os ha ordenado que leáis este edicto por las calles — dijo el guardia en voz demasiado alta—. Y que lo peguéis en las esquinas de las calles. Por orden.

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