¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Eso —asintió Nobby—. ¡No soporto a esos canallas de conspiradores!

Colon tendió a Vimes la llave de la garita.

—No es un lugar muy seguro, capitán —dijo—. Tarde o temprano, se las arreglarán para salir.

—Eso espero —contestó Vimes—, porque quiero que tires esa llave al primer pozo que nos encontremos. ¿Estamos todos? Bien, seguidme.

Lupine Wonse recorrió los destrozados pasillos del palacio, con La invocación de dragones bajo un brazo y la deslumbrante espada regia asida con la otra mano temblorosa.

Se detuvo, jadeante, ante una puerta.

No había muchas zonas de su mente que se encontraran en situación de albergar razonamientos lógicos y cuerdos, pero la pequeña parte que seguía funcionando no dejaba de insistir en que no podía haber visto y oído lo que había visto y oído.

Alguien lo estaba siguiendo.

Y había visto a Vetinari caminando por el palacio. Sabía que el viejo patricio estaba encerrado. La cerradura de su celda era completamente indestructible. Recordaba muy bien que el mismo Vetinari se lo había repetido hasta la saciedad cuando la instalaron.

Divisó un movimiento entre las sombras al final del pasillo. Wonse dejó escapar un gemido, giró el picaporte de la puerta que tenía más cerca, entró a toda velocidad y cerró de golpe. Se apoyó contra la pared y luchó por recuperar el aliento.

Abrió los ojos.

Estaba en la antigua sala de audiencias privadas. El patricio se encontraba sentado en su viejo sillón, con las piernas cruzadas. Lo observaba con moderado interés.

—Ah, Wonse —dijo.

Wonse pegó un salto, se aferró al picaporte, salió precipitadamente al pasillo y no paró de correr hasta que no llegó a la escalera principal, que ahora se alzaba entre las ruinas del centro del palacio como un extraño sacacorchos. Escaleras…, altura…, terreno elevado…, defensa. Subió los peldaños de tres en tres.

Lo único que necesitaba eran unos minutos de paz. Luego, ya verían todos.

Los pisos superiores estaban aún más llenos de sombras. Lo que les faltaba era resistencia estructural. Al construir su caverna, el dragón había derribado columnas y muros. Las habitaciones se abrían de manera patética al borde del abismo. Los restos de los tapices y las alfombras ondeaban al viento a través de las ventanas destrozadas. El suelo temblaba como un trampolín bajo los pies de Wonse, que consiguió llegar hasta la puerta más cercana, y la abrió.

—No ha estado nada mal, bastante rápido —dijo el patricio, aprobador.

Wonse le cerró la puerta en las narices, y corrió gritando pasillo abajo.

La cordura consiguió apoderarse de él durante un instante. Se detuvo junto a una estatua. No se oía sonido alguno, ni pisadas apresuradas, ni el chirrido de puertas secretas. Lanzó una mirada de sospecha a la estatua, y la pinchó con la punta de la espada.

Al ver que no se movía, se dirigió hacia una puerta y la cerró de golpe a su espalda, cogió una silla y la uso para atrancar el picaporte. Era una de las salas de reuniones del piso superior, casi carente ahora de mobiliario, así como de una de las paredes. El lugar que debería haber ocupado esta última daba ahora a la caverna. El patricio salió de entre las sombras.

—Bueno, si te has cansado ya de correr… —empezó.

Wonse giró sobre sí mismo, con la espada desenvainada y lista.

—No existes, no existes —dijo—. Eres… un fantasma, o algo así.

—Me temo que no —replicó el patricio.

—¡No puedes detenerme! ¡Aún tengo algo de magia, aún me queda el libro! —Wonse se sacó una bolsa de cuero marrón del bolsillo—. ¡Invocaré a otro! ¡Ya verás!

—Yo no te lo recomendaría —señaló lord Vetinari con voz tranquila.

—¡Claro, te crees tan listo, tan controlado, tan tranquilo, sólo porque yo tengo una espada y tú no! ¡Pues tengo mucho más que eso, para que te enteres! —exclamó Wonse, triunfal—. ¡Sí! ¡Tengo a los guardias de palacio de mi parte! ¡Me obedecen a mí, no a ti! Nadie te aprecia, ¡nadie te ha apreciado nunca!

Movió la espada de manera que la punta quedara a un palmo del frágil pecho del patricio.

—Así que volverás a la celda —dijo—. Y esta vez, me aseguraré de que no salgas nunca. ¡Guardias! ¡Guardias!

Se oyó el ruido de unos pasos precipitados en el pasillo. La puerta se estremeció, la silla se movió. Hubo un momento de silencio. Después, puerta y silla saltaron por los aires en un millón de astillas.

—¡Lleváoslo de aquí! —gritó Wonse—. ¡Echad más escorpiones a la mazmorra! ¡Metedlo en…, vosotros no sois…!

— Baja esa espada —ordenó Vimes, mientras, tras él, Zanahoria se sacudía los trocitos de puerta del puño.

—¡Eso! —lo apoyó Nobby, aventurando un vistazo desde detrás del capitán—. ¡Ponte contra la pared, y que yo te las vea bien, hijoputa!

—¿Eh? —susurró el sargento Colon, con ansiedad—. ¿Qué quieres verle?

Nobby se encogió de hombros.

—Ni idea —dijo—. Supongo que todo. Hay que ir sobre seguro.

Wonse miró a los guardias, incrédulo.

—Ah, Vimes —dijo el patricio—. Haz el favor de…

—Cállate —replicó Vimes con tranquilidad—. ¿Agente Zanahoria?

—¡Señor!

—Léele sus derechos al prisionero.

—Sí, señor.

Zanahoria sacó su libreta de notas, se humedeció el pulgar y empezó a pasar las páginas.

—Lupine Wonse —empezó—, alias Supino Garabato P.O…

—¿Qué? —se asombró Wonse.

—… con domicilio actualmente en el lugar conocido como El Palacio, en Ankh-Morpork, es mi deber informarle de que se le arresta y será acusado de… —Zanahoria dirigió una mirada desesperada a Vimes—. De varios cargos de asesinato utilizando como arma un dragón, así como de delitos de complicidad en general que serán detallados más adelante. Tiene derecho a permanecer en silencio. Tiene derecho a no ser arrojado sumariamente a un estanque de pirañas. Tiene derecho a un juicio por prueba de fuego. Tiene dere…

—Esto es una locura —intervino el patricio con voz calmada.

—¡Me parece que te he dicho que te calles! —rugió Vimes, girando en redondo y sacudiendo un dedo tembloroso bajo la nariz del patricio.

—Dime, sargento —susurró Nobby—, ¿crees que el pozo de los escorpiones será un lugar cómodo?

—… decir nada… eh, pero todo lo que diga será anotado aquí, en mi libreta, y bueno, luego podrá ser utilizado como prueba…

La voz de Zanahoria se desvaneció.

—Bueno, Vimes, si esta payasada te proporciona algún placer… —dijo el patricio al final—. Llevadlo abajo, a las celdas. Me encargaré de él mañana por la mañana.

Wonse no los advirtió. No lanzó ningún grito o aullido. Simplemente, corrió hacia el patricio blandiendo la espada.

Las opciones desfilaron por la mente de Vimes. En primer lugar apareció la sugerencia de que sería un buen plan dejar que las cosas siguieran su curso, permitir que Wonse lo hiciera, desarmarlo luego y que la ciudad se limpiara, se renovara. Sí. Buen plan.

Y, por tanto, nunca comprendió por qué eligió lanzarse hacia adelante, y blandir la espada de Zanahoria para bloquear el golpe…

Quizá tuviera que ver con eso de hacer las cosas según la Ley.

Las espadas chocaron. Sin demasiado estrépito. Vimes sintió que algo brillante y plateado pasaba zumbando junto a su oreja para ir a estrellarse contra la pared de enfrente.

Wonse se quedó boquiabierto. Dejó caer lo que quedaba de su espada y retrocedió un paso, aferrándose a La invocación.

— Lo lamentaréis —siseó—. ¡No os imagináis cuánto lo vais a lamentar!

Empezó a balbucear entre dientes.

Vimes comenzaba a temblar. Estaba casi seguro de saber lo que había pasado como una bala junto a su cabeza, y sólo con pensarlo le corrían sudores fríos por la espalda. Había acudido al palacio dispuesto a matar, y un minuto más tarde, tan sólo un minuto más tarde, cuando por una vez en la vida todo parecía funcionar bien y tenía controlada la situación…, lo único que deseaba era tomar una copa. Y dormir a pierna suelta una semana.

—¡Déjalo ya! —suspiró—. ¿Vas a venir por las buenas, o no?

Los balbuceos continuaron. El aire de la habitación empezaba a ser caliente y seco.

Vimes se encogió de hombros.

—Como quieras —dijo, dándose la vuelta—. Zanahoria, que caiga sobre él el peso de la ley.

—Inmediatamente, señor.

Vimes lo recordó demasiado tarde.

A los enanos se les daban muy mal las metáforas.

Y además, tenían una puntería excelente.

Las Leyes y Ordenanzas de Ankh y Morpork alcanzó de pleno al secretario en la frente. El hombre parpadeó, se tambaleó y dio un paso hacia atrás.

Fue el paso más largo que podía dar. Entre otras cosas, duró el resto de su vida.

Tras varios segundos, lo oyeron chocar contra el suelo, cinco pisos más abajo.

Tras varios segundos más, se asomaron por el borde del suelo destrozado.

—Qué manera de morir —suspiró Colon.

—Desde luego —asintió Nobby, buscándose una colilla detrás de la oreja.

—Ha muerto por una comosellame, por una metáfora.

—No sé —replicó Nobby—, a mí me parece que ha sido por el suelo. ¿Tienes fuego, sargento?

—Era lo que debía hacer, ¿verdad, señor? —preguntó Zanahoria con ansiedad—. Usted me dijo…

—Sí, sí —asintió Vimes—. No te preocupes.

Bajó una mano temblorosa y recogió la bolsa de cuero de Wonse. Dentro había un montón de piedras, todas agujereadas. Se preguntó para qué las habría querido el secretario.

Un ruido metálico a su espalda hizo que se diera la vuelta. El patricio había recogido la espada regia. Ante los ojos del capitán, el anciano arrancó de la pared el otro trozo. Había sido una fractura limpia.

—Capitán Vimes —dijo.

—¿Señor?

—¿Me permites ver esa espada?

Vimes se la tendió. En aquel momento, no se le ocurría qué otra cosa hacer. Probablemente, hiciera lo que hiciera, acabaría en el pozo de los escorpiones.

Lord Vetinari examinó detenidamente la antigua hoja.

—¿Cuánto tiempo hace que la tienes, capitán? —preguntó amablemente.

—No es mía, señor. Pertenece al agente Zanahoria.

—¿El agen…?

—Yo, señor, su señoría —dijo Zanahoria con un saludo marcial.

—Ah.

El patricio dio varias vueltas al arma, contemplándola con fascinación. Vimes sintió que el aire se espesaba a su alrededor, como si la historia se estuviera arremolinando en un momento concreto, pero no habría sabido decir por qué aunque le hubiera ido la vida en ello. Era uno de esos instantes en los que los pantalones del tiempo se bifurcaban, y si uno no tenía cuidado, podía acabar en la pernera equivocada…

Wonse se levantó en un mundo de sombras, con la mente llena de confusión gélida. Pero, en aquel momento, no podía pensar más que en la alta figura encapuchada que se erguía a su lado.

—Creí que estabais todos muertos —murmuró.

Aquel lugar era extrañamente tranquilo, los colores parecían desvaídos, amortiguados. Algo iba mal, rematadamente mal.

—¿Eres tú, Hermano Portero? —aventuró.

La figura se acercó aún más.

Metafóricamente —dijo.

… y el patricio tendió la espada a Zanahoria.

—Muy bien hecho, joven —dijo—. Capitán Vimes, sugiero que des el resto del día libre a tus hombres.

—Gracias, señor —asintió Vimes—. De acuerdo, muchachos, ya habéis oído a su señoría.

—Pero tú no, capitán. Tenemos que hablar de algunas cosas.

—¿Sí, señor? —dijo con inocencia.

Los guardias se apresuraron a marcharse, no sin dirigir a Vimes una mirada triste y compasiva.

El patricio se acercó hasta el borde del precipicio que se abría en el suelo, y miró hacia abajo.

—Pobre Wonse —dijo.

Vimes se quedó contemplando la pared.

—Sí, señor.

—La verdad, lo habría preferido vivo.

—¿Señor?

—Estaba equivocado, quizá, pero era un hombre muy útil. Su cabeza me habría sido de gran utilidad.

—Sí, señor.

—El resto lo habríamos tirado, claro.

—Sí, señor.

—Era un chiste, Vimes.

—Sí, señor.

—El pobre nunca entendió el funcionamiento de los pasadizos secretos, ¿sabes?

—No, señor.

—Ese joven…, ¿has dicho que se llamaba Zanahoria?

—Sí, señor.

—Un buen muchacho. ¿Le gusta estar en la Guardia?

—Sí, señor. Se encuentra como en su casa, señor.

—Me has salvado la vida.

—¿Señor?

—Ven conmigo.

Echó a andar entre las ruinas del palacio. Vimes lo siguió hasta que llegaron al Despacho Oblongo. Estaba bastante limpio. La devastación no lo había afectado apenas, lo único anormal era la capa de polvo que lo cubría todo. El patricio se sentó, y de repente fue como si nunca se hubiera marchado. Vimes llegó a preguntarse si había salido de allí en algún momento.

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