¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Le habían quitado el mundo.

En las sinapsis reptilianas de la mente del dragón latía la idea de que, quizá, podía recuperar aquel mundo. Lo habían invocado, y luego lo habían expulsado con desdén. Pero quizá quedara un rastro, un olor, un sendero para volver a aquellos cielos.

Quizá hubiera un camino de pensamiento…

Recordó que había una mente. Una voz patéticamente dominante, convencida de su insignificante importancia, una mente muy semejante a la del dragón, sólo que a una escala muy pequeña.

Aja. Así.

Extendió las alas.

Lady Ramkin se preparó una taza de chocolate y escuchó el sonido de la lluvia al correr por las canaletas del exterior.

Se quitó los odiosos zapatos de bailar, que hasta ella reconocía que eran como un par de canoas color rosa. Pero nobbless oblig, como decía aquel sargento pequeñito tan simpático, y, como última representante de una de las familias más antiguas de Ankh-Morpork, tuvo que acudir al baile de la victoria para demostrar su buena voluntad.

Lord Vetinari rara vez organizaba bailes. De hecho, la gente hacía comentarios sobre las muchas cosas que lord Vetinari no solía hacer. Pero ahora habría bailes constantemente.

Lady Ramkin no soportaba los bailes. No se divertía ni la centésima parte que con sus dragones. Con los dragones una sabía a qué atenerse, y no estaba obligada a maquillarse, ni a comer estupideces pinchadas en palillos, ni a ponerse un vestido que le daba aspecto de globo relleno de querubines. A los dragoncitos les importaba un rábano qué aspecto tuvieras, siempre y cuando llevaras el cuenco de la comida entre las manos.

La verdad, era muy raro. Siempre había pensado que se debía de tardar semanas, meses. Invitaciones, decoración, salchichas en palillos, cremas raras que meter dentro del hojaldre… Pero aquello había estado montado en cuestión de horas, como si alguien lo hubiera tenido todo preparado. Obviamente, uno de los milagros de las empresas de cátering. Incluso había bailado con el nuevo rey, a falta de una expresión mejor para describirlo. El chico le había dicho unas cuantas frases educadas, aunque parecía un poco aturdido.

Y al día siguiente sería la coronación. Lady Ramkin habría pensado que se tardaba meses en preparar una cosa así.

Aún estaba meditando sobre eso cuando se puso a preparar la cena de los dragones, una mezcla de rocas oleaginosas y turba, todo sazonado con azufre. No se molestó en quitarse el traje de fiesta, sino que se limitó a ponerse encima el grueso delantal, se colocó los guantes y el casco, se cubrió los ojos con el visor, agarró los cubos con el alimento y salió a la lluvia, en dirección al cobertizo.

Lo supo en el momento en que abrió la puerta. Por lo general, la llegada de la comida se celebraba con silbidos y alegres llamaradas.

Era algo aterrador. Dejó los cubos en el suelo.

—Ya no tenéis por qué tener miedo, el dragón malo se ha ido —dijo alegremente—. ¡Venga, muchachos, a por la cena!

Uno o dos dragoncitos le dirigieron una breve mirada, y luego volvieron a su…

¿A su qué? No parecían estar asustados. Sólo muy, muy atentos. Era como una vigilia. Esperaban a que sucediera algo.

El trueno retumbó de nuevo.

Un par de minutos más tarde, lady Ramkin partió con rumbo a la ciudad.

Hay canciones que nunca se cantan estando sobrio. «Sal al balcón» es una de ellas, al igual que todas las que empiecen diciendo «Iba yo paseando…». En Ankh-Morpork, una de las favoritas era «El cayado de un mago tiene un nudo en la punta».

Los guardias estaban borrachos. Al menos, dos de los tres guardias estaban borrachos. Habían convencido a Zanahoria para que probara una cerveza con jengibre, y no le había gustado mucho. Además, no se sabía las canciones, y los trozos que llegaba a aprender no los entendía.

—Ah, ya entiendo —decía de cuando en cuando—. Es un juego de palabras, ¿no?

—¿Sabes? —empezó Colon, contemplando las nieblas espesas que casi cubrían el Ankh—. En momentos como éste es cuando me gustaría que el pobre…

—No lo digas —le advirtió Nobby, con la lengua algo empastada—. Tú estuviste de acuerdo en que no hablaríamos de eso, no sirve de nada.

—Esta era su canción favorita —suspiró Colon con tristeza—. Era un buen tenor.

—Vamos, sargento…

—Buen tipo, el pobre Gaskin.

—No pudimos evitarlo —dijo Nobby, ceñudo.

—Sí que pudimos —replicó Colon—. Deberíamos haber corrido más.

—¿Qué sucedió? —quiso saber Zanahoria.

—Murió en el cumplimiento de su deber —le explicó Nobby.

—Se lo dije —insistió Colon, echando un trago de la botella que llevaban para que les hiciera compañía—. Se lo dije. Ve más despacio, le dije. Te va a pasar algo, le dije. No sé qué le dio para echar a correr de esa manera.

—Para mí, la culpa la tuvo el Gremio de Ladrones —dijo Nobby—. No se puede permitir que esa gente vaya por las calles…

—Fue ese tipo que vimos robando una noche —siguió Colon con tristeza—. ¡Y ante nuestras propias narices! Y el capitán Vimes dijo, Vamos, y echamos a correr, pero lo importante es no correr demasiado, claro. Si no, puedes alcanzar a la gente. Eso causa un montón de problemas.

—No les gusta —asintió Nobby.

Se oyó un trueno. La lluvia seguía cayendo.

—No les gusta —asintió Colon—. Pero a Gaskin se le olvidó, echó a correr, dobló la esquina… y aquel tipo no estaba solo, iba con un par de amigos…

—Fue el corazón —suspiró Nobby.

—Bueno. Pues eso —dijo Colon—. El capitán Vimes se quedó hecho polvo. En la Guardia no debes correr demasiado, chico —añadió dirigiéndose a Zanahoria—. Se puede ser un guardia rápido o un guardia viejo, pero no las dos cosas. Pobre Gaskin, pobre.

—Las cosas no deberían ser así-señaló el muchacho. Colon bebió otro trago de la botella.

—Pues son así —dijo.

La lluvia le tamborileaba sobre el casco y le corría por el rostro.

—Pero no deberían serlo.

—Pero lo son.

Había otras mentes inquietas en la ciudad. Una de ellas pertenecía al bibliotecario.

El sargento Colon le había dado una placa. El bibliotecario se dedicó a darle vueltas y más vueltas entre sus manos grandes, gentiles.

No le molestaba que la ciudad tuviera un rey de repente. Los orangutanes son tradicionalistas por naturaleza, y no se puede tener nada más tradicional que un rey. Pero también les gustan las cosas claras y limpias, y aquello no era limpio. O quizá era demasiado limpio. La verdad y la realidad nunca eran tan limpias. Los herederos del trono no crecen de los árboles, y él lo sabía mejor que nadie.

Además, nadie se dedicaba a buscar su libro. Así eran las prioridades humanas.

El libro era la clave de todo. De eso estaba seguro. Bueno, había una manera de averiguar qué ponía en aquel libro. Era una manera peligrosa, pero el bibliotecario vivía siempre al borde del peligro.

En el silencio de la biblioteca dormida, abrió su escritorio y sacó de uno de los rincones más remotos una pequeña lámpara, cuidadosamente diseñada para evitar que la llama quedara en ningún momento al descubierto. Cuando hay tanto papel alrededor, todas las precauciones son pocas.

Cogió también una bolsa de cacahuetes y, después de pensarlo un momento, un gran rollo de cordel. Cortó un trozo de cordel y lo usó para colgarse la placa del cuello, a modo de talismán. Luego, ató un extremo del ovillo a la pata del escritorio y, tras concentrarse un instante, echó a andar entre las estanterías, mientras el cordel se desenroscaba tras él.

El conocimiento equivale al poder…

El cordel era muy importante. Tras un rato, el bibliotecario se detuvo. Concentró todos los poderes de su profesión.

El poder equivale a energía…

A veces, la gente era idiota. Pensaban que la biblioteca era un lugar peligroso por culpa de los libros mágicos, cosa que era cierta. Pero lo que la convertía de verdad en uno de los lugares más peligrosos del mundo era el hecho de ser una biblioteca.

La energía equivale a materia…

Se metió por el pasillo formado por dos estanterías, que aparentemente no medía más allá de un par de metros, y caminó por él a buen paso durante media hora.

La materia equivale a masa.

Y la masa distorsiona el espacio. Lo distorsiona en un Espacio-B polifractal.

Así que, aunque el sistema Dewey tiene sus puntos elogiables, cuando buscas algo entre los pliegues multidimensionales del Espacio-B lo que de verdad necesitas es una bobina de cordel.

Ahora la lluvia se estaba empleando a fondo. Rebotaba contra las losas de la Plaza de las Lunas Rotas, se acumulaba aquí y allá, corría arrastrando banderines y botellas rotas, así como alguna que otra cena regurgitada. Seguían sonando los truenos, y el aire olía a fresco, a verde. Unos cuantos jirones de niebla del Ankh rondaban por las calles. Pronto amanecería.

Las pisadas de Vimes resonaban húmedas contra los edificios circundantes cuando cruzó la plaza. El chico se había bajado del caballo en aquel punto exacto.

Escudriñó los edificios entre la niebla para situarse mejor. Así que el dragón había planeado sobre este…, dio unos pasos… sobre este punto exacto.

—Y aquí —murmuró Vimes—, es donde lo mató.

Rebuscó algo en sus bolsillos. Llevaba todo tipo de cosas: llaves, trocitos de cuerda, corchos… Por fin, encontró una tiza.

Se arrodilló. Errol se bajó de su hombro y empezó a inspeccionar los restos de la celebración. Vimes había advertido que siempre lo olfateaba todo antes de comérselo. Era extraño, porque al final se lo comía, fuera lo que fuera.

La cabeza de la bestia había estado, a ver, aquí.

Caminó hacia atrás, dibujando con tiza sobre las losas, moviéndose lentamente por la plaza desierta como si avanzara por un laberinto. Aquí un ala, curvándose hacia atrás en dirección a una cola que llegaba hasta aquí, ahora el otro lado, el otro costado…

Cuando terminó, se situó en el centro del dibujo y pasó las manos sobre las piedras. Se dio cuenta de que casi había esperado notarlas calientes.

Debería haber quedado algo. No sabía muy bien qué, oh, quizá algo de grasa, o por ejemplo unos trocitos de pulmones fritos de dragón.

Errol empezó a comerse una botella rota, dando grandes muestras de entusiasmo.

—¿Sabes lo que creo? —le dijo Vimes—. Creo que se fue a alguna parte.

El trueno retumbó de nuevo.

—Vale, vale —murmuró—. No era más que una idea, nada tan teatral.

Errol se detuvo a medio mordisco.

Muy despacio, como si funcionara gracias a un engranaje perfectamente engrasado, el dragoncito giró la cabeza hacia arriba.

Lo que contemplaba con tanta atención era una zona de cielo desierto. No se podía decir mucho más.

Vimes se estremeció bajo su capa. Aquello era una tontería.

—Oye, no pongas esa cara —dijo—. Ahí arriba no hay nada.

Errol empezó a temblar.

—No es más que la lluvia —insistió Vimes—. Venga, termínate la botella. Mmm, qué botella tan rica, vamos, come.

El dragoncito emitió un tenue sonido de preocupación.

—Te lo demostraré —suspiró Vimes.

Echó un vistazo a su alrededor y vio una de las salchichas de Ruina, rechazada por un comprador hambriento quien de repente se había dado cuenta de que nunca iba a estar tan hambriento como para comerse aquello. La recogió.

—Mira —dijo, lanzándola hacia arriba.

Observando la trayectoria, Vimes estaba bastante seguro de que la salchicha debería haber caído de nuevo al suelo. No debería haber desaparecido, como si hubiera entrado en un túnel invisible. Y, sobre todo, el túnel no debería haber estado mirándolo.

Un rayo de un brillante color púrpura rasgó el cielo desierto y se estrelló contra una de las casas cercanas a la plaza, atravesando las paredes antes de desaparecer repentinamente, como si hubiera recordado que quería pasar desapercibido.

Luego volvió a brotar, esta vez volando la pared eje de la casa. La luz se extendió como una telaraña de tentáculos por las piedras.

El tercer intento optó por dirigirse hacia arriba, y formó una columna actínica que alcanzó una altura de quince o veinte metros, pareció estabilizarse y, por último, empezó a girar lentamente.

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