¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Se oyeron unos cuantos murmullos del tipo «Tiene parte de razón».

—¡Pero fueron derrocados! —casi gritó Colon.

—No. Fueron asesinados.

—Tanto da. El caso es que nadie va a asesinar al dragón —señaló Colon—. Hace falta algo más que una noche oscura y un cuchillo afilado, os lo digo yo.

Ahora entiendo lo que quería decir el capitán, pensó. No me extraña que siempre se emborrachara antes de empezar a pensar sobre las cosas. Siempre nos derrotamos A nosotros mismos antes de empezar. Si le das un palo a un ciudadano de Ankh-Morpork, se matará a golpes.

—Oye, tú, sapo inmundo —dijo el primer hombre, cogiendo al segundo por el cuello con una mano y formando un puño con la otra—. Da la casualidad de que yo tengo tres hijas, y no tengo ningunas ganas de que se coma a ninguna de ellas, muchas gracias.

—Sí, y el pueblo unido… jamás… será…

Colon se quedó sin voz. Se acababa de dar cuenta de que el resto de los congregados estaban mirando hacia arriba.

El muy canalla, pensó mientras su racionalidad empezaba a hacer aguas. Ha debido de estar escuchando a hurtadillas.

El dragón se movió para cambiar de posición sobre el alero de la casa más cercana. Batió las alas un par de veces, bostezó y extendió el cuello para mirar hacia la calle.

El hombre que había sido bendecido con tres hijas se irguió con el puño alzado en el centro de un círculo de guijarros cada vez más amplio. El otro consiguió recuperar el uso de las piernas y se perdió rápidamente entre las sombras de la noche.

De repente, pareció que no había en todo el mundo un hombre más solo y falto de amigos.

—Ya veo —dijo con tranquilidad.

Miró al inquisitivo reptil. La verdad era que no parecía demasiado beligerante. Lo miraba con algo muy semejante al interés.

—¡No me importa! —gritó. Su voz resonó en el silencio, los ecos fueron su única respuesta—. ¡Te desafiamos! ¡Si me matas, tendrás que matarnos a todos!

Hubo algunos movimientos amortiguados entre los sectores de la multitud que no pensaban que aquello fuera absolutamente axiomático.

—¡Podemos presentar resistencia! —rugió el hombre—. ¿Verdad que sí, amigos? ¿Cómo era eso del pueblo unido, sargento?

—Eh… —titubeó Colon, con la columna vertebral convertida en hielo.

—Te lo advierto, dragón, el espíritu humano es…

Nunca llegaron a saber qué era el espíritu humano, o al menos qué pensaba que era, aunque probablemente, en las largas horas de las noches de insomnio, algunos recordarían los acontecimientos siguientes y se formarían una opinión bien poco halagüeña. Porque una de las cosas que se suelen olvidar del espíritu humano es que, aunque en las mejores condiciones puede ser noble, valiente y maravilloso, también es, cuando se examina a fondo el asunto, humano.

La llamarada del dragón le acertó de pleno en el pecho. Por un momento, el hombre resultó visible en forma de una silueta al rojo blanco, antes de que sus cenizas negras se depositaran sobre los guijarros fundidos de la calle.

La llama se desvaneció.

Los espectadores se quedaron quietos como estatuas, sin saber qué llamaría más la atención, si seguir allí o huir a toda velocidad.

El dragón los observó con curiosidad, queriendo saber qué harían a continuación.

Colon pensó que, como único oficial de la ley allí presente, le tocaba a él dominar la situación. Carraspeó para aclararse la garganta.

—Muy bien —dijo, tratando de que su voz no se convirtiera en un gemido—. Despejen la zona, señoras y señores. Aquí no hay nada que ver.

Movió los brazos en un vago gesto de autoridad, mientras todo el mundo se removía, nervioso. Por el rabillo del ojo vio las llamas rojas que brillaban por encima de los tejados, las chispas que subían en espiral y destacaban contra la negrura del cielo.

—¿Es que no tienen casa, o qué? —gimió.

El bibliotecario arrastró los nudillos por la biblioteca del aquí y el ahora. Cada pelo de su cuerpo estaba erizado de rabia.

Abrió de golpe la puerta y salió a la ciudad asolada.

Alguien iba a descubrir que su peor pesadilla era un bibliotecario furioso.

Con una placa.

El dragón planeó perezosamente sobre la ciudad nocturna, sin apenas aletear. No le hacía falta. La energía térmica le proporcionaba todo el impulso que necesitaba.

Había incendios por todo Ankh-Morpork. Se habían formado tantas cadenas de cubos entre el río y los diferentes edificios en llamas, que más de un cubo cambiaba de dirección por el camino. Aunque en realidad, no hacía falta un cubo para sacar las turbias aguas del río Ankh, con una red habría bastado.

Corriente abajo, las hileras de gente manchada de humo trabajaban febrilmente para cerrar las enormes esclusas oxidadas bajo el Puente de Latón. Eran la última defensa de Ankh-Morpork contra el fuego, ya que el Ankh se desbordaría y la inundaría hasta los muros. Bajo sus aguas uno no podía ahogarse, sólo asfixiarse.

Los trabajadores del puente eran aquellos que no podían o no querían huir. Muchos otros escapaban por las puertas de la ciudad, dirigiéndose hacia las gélidas llanuras amortajadas por la niebla.

Pero no por mucho tiempo. El dragón, sobrevolando grácilmente la devastación, planeó por encima de la muralla. Unos segundos más tarde, los guardias vieron cómo la llamarada blancoazulada perforaba las nieblas. La marea de humanidad fluyó de vuelta a la ciudad, con el dragón vigilándolos como un perro pastor. Los edificios incendiados de la ciudad hacían que la parte baja de sus alas brillara con los rojos reflejos.

—¿Alguna sugerencia sobre lo que debemos hacer ahora, sargento? —preguntó Nobby.

Colon no respondió. Ojalá estuviera aquí el capitán Vimes, pensó. Él tampoco habría sabido qué hacer, pero tiene mucho más vocabulario para expresar su desconcierto.

Algunos de los incendios se apagaron cuando las aguas crecientes y las confusas cadenas de cubos empezaron a resultar eficaces. El dragón no parecía tener intención de ir a provocar ninguno más. Ya había dejado bien claro cuáles eran sus intenciones.

—¿Quién creéis que será? —preguntó Nobby.

—¿Quién qué? —preguntó Zanahoria.

—La elegida para el sacrificio.

—El sargento dijo que la gente no lo toleraría —replicó Zanahoria, estoico.

—Sí, bueno. Pero míralo de esta manera: si le dices a la gente que qué prefiere, que te quemen la casa o que se coman a una chica a la que seguramente ni conoces, bueno, pues se lo piensan. Es la naturaleza humana, ya sabes.

—Seguro que aparecerá algún héroe —dijo Zanahoria—. Con un arma nueva o algo por el estilo. Y le sacudirá en su punto volublerable.

Se hizo el silencio que suele hacerse cuando alguien escucha con atención.

—¿Qué es eso? —preguntó Nobby.

—Un punto. Donde es volublerable. Mi abuelo me contaba historias. Si le aciertas a un dragón en los volublerables, lo matas.

—¿Es como pegarle una patada justo ahí? —preguntó Nobby, interesado.

—No sé. Supongo que sí. Aunque ya te lo he dicho, Nobby, va contra la ley…

—Oye, ¿y dónde está ese punto?

—Oh, supongo que en un lugar diferente en cada dragón. Esperas hasta que pase volando por encima de ti y dices, ahí está el punto volublerable, y lo matas —explicó Zanahoria—. Así de fácil.

El sargento Colon miró al espacio con gesto inexpresivo.

—Mmm —murmuró Nobby.

Observaron el panorama de pánico durante un rato.

—¿Estás seguro de eso del punto volublerable? —preguntó al final el sargento Colon.

—Sí, y tanto.

—Ojalá no lo estuvieras, hijo.

Volvieron a contemplar la ciudad aterrorizada.

—¿Sabes? —empezó Nobby—. Me acuerdo de que siempre dices que ganabas premios de tiro con arco cuando estabas en la academia, sargento. Me contaste que tenías una flecha de la suerte, y que la llevabas siempre…

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! Pero no es lo mismo, ¿sabes? Además, yo no soy un héroe. ¿Por qué voy a hacerlo?

—El capitán Vimes nos paga treinta dólares al mes —dijo Zanahoria.

—Sí —asintió Nobby, sonriente—, y tú además tienes un extra de cinco dólares por rango.

—Pero el capitán Vimes ya no está —dijo Colon, no sin razón.

Zanahoria lo miró con tozudez.

—Estoy seguro de que, si estuviera, él sería el primero en…

Colon le hizo callar.

—Todo eso está muy bien —replicó—. Pero ¿qué pasará si fallo?

—Míralo por el lado bueno —señaló Nobby—. Lo más probable es que ni lo llegues a saber.

La expresión del sargento Colon se transformó en una sonrisa malévola, desesperada.

—Querrás decir que no lo llegaremos a saber —dijo.

—¿Qué?

—Si crees que voy a subirme solo a no sé qué tejado, estás muy equivocado. Te ordeno que me acompañes. Además —añadió—, a ti también te pagan un dólar extra por los riesgos laborales.

El rostro de Nobby era una mueca de pánico.

—¡Te equivocas! —gimió—. ¡El capitán Vimes dijo que me lo retiraba durante cinco años porque soy una vergüenza para la especie!

— Bueno, pues a lo mejor así lo recuperas. Además, tú eres el experto en puntos volublerables. Te he visto pelear más de una vez.

Zanahoria saludó marcialmente.

—Permiso para ofrecerme voluntario, señor —dijo—. Y yo sólo cobro veinte dólares al mes en concepto de paga básica, y no me importa, señor.

El sargento Colon carraspeó. Luego, se enderezó la placa pectoral. Era una de esas placas impresionantes, con el relieve de los músculos. Su pecho y su estómago encajaban dentro igual que la gelatina en un molde.

¿Qué haría en un momento así el capitán Vimes? Bueno, bebería algo, desde luego. Pero, si no pudiera beber, ¿qué haría?

—Lo que necesitamos —dijo lentamente—, es un Plan.

Aquello sonaba muy bien. Sólo la frase valía ya la paga. Si uno tiene un Plan, ya ha recorrido medio camino.

Ya le parecía oír las aclamaciones de las multitudes. La gente bordeaba las calles en hileras, y le arrojaban flores, y lo llevaban en comitiva triunfal por toda una ciudad agradecida.

Lo malo del asunto era que sospechaba que lo llevaban en una urna.

Lupine Wonse recorrió los pasillos, por los que el viento circulaba ahora libremente, hasta el dormitorio del patricio. Nunca había sido una habitación suntuosa, no había más que una cama estrecha y unos cuantos armarios destartalados. Pero ahora estaba aún peor. Faltaba una pared. Si a uno le daba por caminar en sueños, corría el riesgo de terminar en la vasta caverna que era la Sala Principal.

Aun así, cerró la puerta a su espalda, para obtener un simulacro de intimidad. Luego, cautelosamente, sin dejar de lanzar miradas nerviosas hacia el gran espacio que se abría más allá, se arrodilló en el centro de la habitación y levantó un tablón del suelo.

Sacó del hueco una larga túnica negra. Wonse siguió rebuscando en el polvoriento espacio. Buscó más. Buscó mucho más. Luego se tendió de bruces y metió ambos brazos en el agujero, a la desesperada.

El libro se deslizó por el suelo de la habitación y le golpeó en la nuca.

—¿Estabas buscando esto? —preguntó Vimes.

Salió de entre las sombras.

Wonse estaba allí de rodillas, abriendo y cerrando la boca como un pez.

¿Qué va a decir?, pensó Vimes. Quizá lo de Sé lo que estás pensando, pero no es lo que parece. O a lo mejor Escucha, puedo explicarlo todo. Ojalá tuviera un dragón cargado en las manos ahora mismo.

—Vaya. Has sido muy listo al adivinarlo —dijo Wonse.

Y siempre hay otras posibilidades, por supuesto, pensó Vimes.

—Bajo los tablones del suelo —dijo en voz alta—. Vaya tontería por tu parte, es el primer lugar en el que miraría cualquiera.

—Lo sé. Supongo que no se imaginaba que entraría alguien a buscar esto —dijo Wonse al tiempo que se ponía en pie y se sacudía el polvo.

—¿Disculpa? —sonrió Vimes con toda amabilidad.

—Vetinari. Ya sabes que se pasaba la vida con estas estratagemas. Estaba implicado en la mitad de los planes contra sí mismo, así era cómo dirigía las cosas. Le encantaba. Es evidente que invocó al dragón y luego no pudo controlarlo. Se encontró con un ser más astuto que él mismo.

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