¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Nobby se removió, inquieto. La ironía no era lo suyo.

—No, señor, tío —dijo—. Es lo que se lleva, la última moda.

Aquello tenía parte de verdad. En Ankh-Morpork, lo último eran los sombreros con plumas, las gorgueras, los jubones ajustados con ribetes dorados, los pantalones amplios y las botas altas con punteras retorcidas. El problema, en opinión de Vimes, era que los seguidores de esa moda solían tener un cuerpo que meter dentro de las prendas, mientras que con el cabo Nobbs lo único que se podía decir era que estaba allí dentro, en alguna parte.

Quizá fuera una ventaja, al fin y al cabo. Cuando lo vieran por la calle, nadie pensaría que era un miembro de la Guardia tratando de pasar desapercibido.

Vimes pensó que no sabía absolutamente nada sobre Nobbs, fuera de las horas de trabajo. Ni siquiera recordaba dónde vivía. Conocía a aquel hombre desde hacía años y años, y nunca se había dado cuenta de que, en su vida privada, secreta, el cabo Nobbs tenía un punto de pavo real. Un pavo real muy bajito, cierto, un pavo real al que probablemente habían golpeado muchas veces con algo pesado, pero pavo real al fin y al cabo. La gente depara estas sorpresas.

Volvió a concentrarse en el asunto que le preocupaba.

—Quiero que los dos —dijo dirigiéndose a Nobbs y a Colon— os mezcléis discretamente con la gente, o indiscretamente en tu caso, cabo Nobbs. Esta noche, tratad de detectar cualquier cosa desacostumbrada.

—¿Desacostumbrada? ¿Por ejemplo?

Vimes titubeó. Él tampoco estaba muy seguro.

—Cualquier cosa pertinente —dijo al final.

—Ah. —El sargento asintió con gesto de entendido—. Pertinente. Claro.

Hubo un silencio embarazoso.

—Quizá la gente haya estado viendo cosas raras —insistió el capitán Vimes—. O puede que haya habido incendios inexplicables. O huellas. Ya sabéis —terminó a la desesperada—, rastros de dragones.

—¿Por ejemplo, los montones de oro sobre los que duermen? —sugirió el sargento.

—Y vírgenes encadenadas a rocas —asintió Nobby, el experto.

—Ya veo que conocéis el tema —suspiró Vimes—. Bueno, haced lo que podáis.

—Esto de mezclarse con la gente —dijo el sargento Colon—, ¿implica ir a las tabernas, beber y cosas de ésas?

—Hasta cierto punto —asintió el capitán.

—Ah —se alegró el sargento.

—Con moderación.

—Por supuesto, señor.

—Y pagando de vuestro propio bolsillo.

—Oh.

—Pero, antes de marcharos, ¿conocéis a alguien que sepa de dragones? —preguntó Vimes—. Que sepa algo más que eso de que duermen sobre oro y lo de las jovencitas, claro.

—Los magos, seguro —sugirió Nobby.

—Aparte de los magos —replicó el capitán con firmeza.

No se podía confiar en los magos. Todo guardia sabía que no se podía confiar en los magos. Eran todavía peores que los civiles.

Colon meditó un instante.

—Siempre queda lady Ramkin —dijo—. Vive en la avenida Pastelito. Es criadora de dragones de pantano. Ya sabe, esos bichejos que la gente bien tiene como mascotas.

—Ah, ésa —asintió Vimes, sombrío—. Creo que la he visto por ahí. ¿La que lleva la pegatina de «Relincha si amas a los dragones» en la parte trasera del carruaje?

—Ésa misma —respondió el sargento Colon.

—¿Qué hago yo, capitán? —preguntó Zanahoria.

—Eh…, a ti te toca la labor más importante contestó Vimes apresuradamente—. Quiero que te quedes aquí y vigiles el despacho.

El rostro de Zanahoria se iluminó con una amplia sonrisa de incredulidad.

—¿Quiere decir que me quedo al mando, señor?

—En cierto modo, en cierto modo —asintió el capitán—. Pero no se te permite arrestar a nadie, ¿entendido? —añadió rápidamente.

—¿Aunque estén quebrantando la ley, señor?

—Ni siquiera en ese caso. Limítate a tomar nota.

—En ese caso, me dedicaré a leer el libro —le aseguró Zanahoria—. Y a sacarle brillo al casco.

—Buen muchacho —dijo Vimes.

Así no pasará nada, pensó. Aquí no viene nadie, ni siquiera a denunciar el extravío de un perro. Nadie piensa nunca en la Guardia. Hay que estar muy loco para pedir ayuda a la Guardia, pensó con amargura.

La avenida Pastelito era una calle ancha, bordeada de árboles, en una zona increíblemente selecta de Ankh, lo suficientemente elevada y lejos del río como para escapar de su penetrante olor. La gente de la avenida Pastelito tenía dinero de generaciones, que, según se dice, es mucho mejor que el dinero nuevecito, aunque el capitán Vimes nunca había tenido suficiente de ninguno de ellos como para analizar la diferencia. La gente de la avenida Pastelito tenía guardaespaldas privados. La gente de la avenida Pastelito era tan orgullosa que, según se decía, no hablaba ni con los dioses. Esto no era del todo cierto. Estarían dispuestos a hablar con los dioses, siempre y cuando fueran dioses de alta posición y buena familia.

La casa de lady Ramkin no era difícil de encontrar. Ocupaba un promontorio desde donde se divisaba una magnífica panorámica de la ciudad, si es que a alguien le podía interesar eso. En la verja de la entrada había dragoncitos de piedra, y los jardines tenían un aspecto descuidado, con hierbajos crecidos por todas partes. Aquí y allá se elevaban las estatuas de los Ramkin del pasado. La mayor parte de ellos esgrimían espadas y estaban cubiertos de hiedra hasta el cuello.

Vimes tuvo la sensación de que no era porque el propietario del jardín fuera demasiado pobre como para arreglarlo, sino más bien porque el propietario del jardín pensaba que había cosas mucho más importantes que los antepasados, cosa que no dejaba de ser extraña en un aristócrata.

Probablemente también pensaba que había cosas mucho más importantes que las reparaciones domésticas. Cuando hizo sonar la campanilla de una puerta, bastante agradable por cierto, rodeada por un bosque de rododendros, le cayeron encima varios trocitos de la escayola de la fachada.

Eso pareció ser lo único que consiguió, aparte de que, al otro extremo de la casa, algo empezó a aullar. Muchos algos.

Empezaba a llover otra vez. Tras un rato, Vimes reunió toda la dignidad de su cargo y dio la vuelta al edificio con cautela, teniendo mucho cuidado de no provocar más derrumbamientos.

Llegó hasta una pesada puerta de madera, en una pared también de madera. En contraste con el descuido generalizado del edificio y los jardines, aquello parecía relativamente nuevo y sólido.

Llamó a la puerta. Esto provocó otra andanada de extraños sonidos sibilantes.

La puerta se abrió. Algo terrible se irguió ante él.

—Ah, buen hombre —rugió—. ¿Sabe usted algo sobre apareamiento?

La Casa de la Guardia estaba tranquila y cálida. Zanahoria escuchó el siseo de la arena en el reloj, y echó aliento sobre la armadura pectoral. Siglos de barnices habían cedido ante su alegre ataque. Ahora, resplandecía.

Con una armadura brillante, uno sabía a qué atenerse. Aquella ciudad tan extraña, donde tenían tantas leyes y se dedicaban con entusiasmo a quebrantarlas, era demasiado para él. Pero una armadura bien abrillantada era siempre una armadura bien abrillantada.

La puerta se abrió. Echó un vistazo por encima del viejo escritorio. Allí no había nadie.

Siguió frotando industriosamente.

Oyó un vago sonido, como si alguien se estuviera hartando de esperar. Dos manos con uñas purpúreas se aferraron al borde del escritorio, y la cara del bibliotecario apareció como un coco.

—Oook —dijo.

Zanahoria lo miró. Le habían explicado detenidamente que, contrariamente a las apariencias, las leyes que gobernaban el reino animal no se aplicaban al bibliotecario. Por otra parte, el bibliotecario tampoco parecía muy interesado en que se le aplicaran las leyes que gobernaban el reino humano. El simio era una de esas anomalías que no se pueden eliminar, hay que construir alrededor.

—Hola —dijo Zanahoria, inseguro.

(«No le llames «chico», ni le des palmaditas en la cabeza, le sienta fatal.»)

—Oook.

El bibliotecario tamborileó sobre el escritorio con un largo dedo, de múltiples articulaciones.

—¿Qué?

Oook.

—¿Perdona?

El bibliotecario puso los ojos en blanco. Tenía la sensación de que era muy extraño que los perros, caballos o delfines denominados inteligentes nunca tuvieran problemas para comunicar a los humanos noticias vitales, por ejemplo, que había tres niños perdidos en una cueva, o que el tren estaba a punto de desviarse por una vía hacia un puente derrumbado, o cosas semejantes, mientras que a él, a tan sólo unos cromosomas de vestir chaleco, le parecía dificilísimo convencer a un humano para que entrara de la calle si estaba lloviendo. Con algunas personas no se podía hablar.

¡Oook!— insistió, haciéndole gestos.

—No puedo marcharme de este despacho —le dijo Zanahoria—. Son Órdenes.

El labio superior del bibliotecario se deslizó hacia arriba como una persiana.

—¿Eso es una sonrisa? —preguntó el chico.

El bibliotecario sacudió la cabeza.

—No se habrá cometido un crimen, ¿verdad?

—Oook.

—¿Un crimen muy grave?

—¡Oook!

—¿Como un asesinato?

—Eeek.

—¿Peor que un asesinato?

—¡Eeek!

El bibliotecario se dirigió hacia la puerta y empezó a dar saltitos apremiantes.

Zanahoria tragó saliva. Órdenes eran órdenes, claro, pero aquello era otra cosa. En semejante ciudad, la gente era capaz de todo.

Se puso la placa pectoral, se atornilló el resplandeciente casco a la cabeza y se dirigió a zancadas hacia la puerta.

Entonces, recordó sus responsabilidades. Volvió al escritorio, buscó un trozo de papel y escribió con dificultades: He salido a combatir el crimen. Por favor, vuelva más tarde. Gracias.

Y así, se lanzó a las calles, sin el menor asomo de miedo.

El Gran Maestro Supremo alzó los brazos.

—Hermanos —dijo—, comencemos…

Fue sencillo. Todo lo que había que hacer era canalizar la inmensa reserva séptica de celos y resentimientos que albergaban los Hermanos, controlar su maldad cotidiana, que a su modo era aún más poderoso que el mal en estado puro, y luego abrir tu propia mente…

… hacia el lugar adonde se habían ido los dragones.

Vimes se vio agarrado por un brazo y arrastrado hacia el interior del cobertizo. La pesada puerta se cerró tras él con un sonido intimidante.

—Se trata de lord Montealegre Escamagarra Igneo III de Ankh —dijo la aparición, que vestía una armadura protectora de aspecto terrible—. La verdad, no creo que el pobre pueda levantarse.

—¿No podrá? —dijo Vimes débilmente.

—Se necesitan dos personas.

—Claro, claro —susurró el capitán, cuyos omoplatos intentaban abrirse camino a través de la verja.

—¿Puede ayudarme? —retumbó la voz de la cosa.

—¿Qué?

—Vamos, hombre, no sea cobardica. Sólo tiene que levantarlo. Yo haré el trabajo difícil. Sé que parece una crueldad, pero si no lo hace esta noche, morirá. La supervivencia de los más aptos y todo eso, ya sabe.

El capitán Vimes consiguió controlar sus nervios. Evidentemente, estaba en presencia de una ninfómana, hasta donde se podía intuir su género con tan extraño atuendo, que planeaba un asesinato. Si no era una hembra, lo de «yo haré el trabajo difícil» sugería imágenes que le costaría mucho olvidar. Sabía que los ricos hacían las cosas de manera diferente, pero aquello era ir demasiado lejos.

—Señora —dijo fríamente—, soy un oficial de la Guardia, y debo advertirle de que las acciones que está sugiriendo contravienen las leyes de la ciudad. —Y las de muchos de los dioses más escrupulosos, añadió para sus adentros—. Por tanto, le ordeno que libere inmediatamente a su señoría, sin causarle daño alguno…

La figura lo miró con asombro.

—¿Por qué? —preguntó—. Estamos hablando de mi dragón.

—¿Quieres tomarte otra copa, no-cabo Nobby? —sugirió el sargento Colon con voz insegura.

—Pues no me importaría en absoluto, no-sargento Colon —asintió Nobby.

Se estaban tomando su trabajo muy en serio, sobre todo lo de pasar desapercibidos. Eso implicaba no pasar por la mayor parte de las tabernas en la orilla Morpork del río, donde eran bien conocidos. Ahora se encontraban en un local bastante elegante, en el centro de Ankh, donde estaban siendo todo lo discretos que podían y sabían. Los otros clientes pensaban que eran de algún grupo teatral.

—Estaba pensando —dijo el sargento Colon.

—¿En qué?

—Si compramos una botella o dos, y nos las llevamos a casa, seguro que no llamamos la atención.

Nobby meditó un instante.

—Pero el capitán dijo que prestáramos atención a todo —dijo—. Tenemos que detectar, o algo así.

Autore(a)s: