¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

El vago recuerdo de alguien que le hablaba respetuosamente en El Racimo de Uvas estaba haciéndole cosquillas de culpabilidad desde el fondo de su consciente. No había sido un enano, desde luego. No, a menos que los requisitos para ser un enano hubieran cambiado mucho en los últimos tiempos.

—Claro que no —asintió Wonse—. Por los viejos tiempos y todo eso. Así que ya se me ocurrirá alguna explicación para el patricio. Pero tú, capitán, dedícate a averiguar qué está sucediendo, para que todo vuelva al orden. Explica brevemente a ese enano para qué son los guardias, ¿de acuerdo?

—Ja ja —rió Vimes, obediente.

—¿Cómo?

—Oh. Pensé que habías hecho un chiste étnico, señor.

—Mira, Vimes, estoy siendo muy comprensivo. Dadas las circunstancias. Pero ahora, quiero que arregles esto. ¿Comprendido?

Vimes saludó. La negra depresión que siempre albergaba se aprovechó de su estado de sobriedad y trasladó su morada a la punta de la lengua.

—Tienes mucha razón, señor secretario —respondió—. Me encargaré de que aprenda que arrestar a los ladrones va contra la ley.

Deseó no haberlo dicho. Si no dijera cosas como aquélla, ahora se encontraría en una posición mucho mejor, sería capitán de la Guardia de Palacio, un hombre importante. Darle el puesto en la Guardia Nocturna había sido un pequeño chiste por parte del patricio. Pero Wonse ya estaba leyendo un nuevo documento que había cogido de su escritorio. Si había advertido el sarcasmo, no lo demostraba.

—Muy bien —dijo.

Queridísima madre [escribió Zanahoria]: hoy ha sido un día mucho mejor. Fui al Gremio de Ladrones y arresté al jefe de los Criminales y lo llevé al Palacio del Patricio. Supongo que eso acabará con sus problemas. Y la señora Palma me ha dicho que me puedo quedar en la cama de la buhardilla porque siempre viene bien tener un hombre cerca. Eso fue porque por la noche unos hombres afectados por la bebida armaron Jaleo en la habitación de una de las chicas, y fui a hablar con ellos, pero intentaron Luchar y uno quiso golpearme con la rodilla, pero yo llevaba puesto el Protector y la señora Palma dice que se rompió la Rótula, aunque no tendré que pagarle una nueva.

No comprendo algunos deberes de la Guardia. Tengo un compañero, se llama Nobby. Dice que soy demasiado rápido. Dice que tengo mucho que aprender. Creo que es verdad, porque sólo he llegado a la Página 326 de Las Leyes y Ordenanzas de las Ciudades de Ankh y Morpork. Besos a todos. Tu hijo, Zanahoria.

P.D. Cariños a Minty.

No era sólo la soledad, era la vida en general cuando se vive al revés. Aquello lo colmaba todo, en opinión del capitán Vimes.

La Guardia Nocturna se levantaba cuando el resto del mundo se iba a la cama, y se acostaba cuando el amanecer empezaba a bañar el paisaje. Te pasabas la vida entera en calles oscuras y húmedas, en un mundo de sombras. A la Guardia Nocturna sólo se alistaban aquellos que, por un motivo u otro, preferían aquel modo de vida.

Llegó a la Casa de la Guardia. Era un edificio antiguo y sorprendentemente grande, entre una curtiduría y una sastrería que fabricaba sospechosas prendas de cuero. En el pasado sin duda fue imponente, pero ahora buena parte de él era inhabitable, y sólo lo patrullaban búhos y ratas. Sobre la puerta, un lema escrito en la antigua lengua de la ciudad estaba casi erosionado por el tiempo, la humedad y el musgo, pero se podían distinguir las letras:

fabricati diem, tivs

Según el sargento Colon, que había estado destinado en el Extranjero y se consideraba un experto en idiomas, significaba «Proteger y Servir».

Sí. En el pasado, ser guardia debió de significar algo importante.

Al entrar tambaleante en la húmeda penumbra, pensó en el sargento Colon. A aquel hombre sí que le gustaba la oscuridad. Debía treinta años de feliz matrimonio al hecho de que la señora Colon trabajaba todo el día, y el sargento Colon trabajaba toda la noche. Se comunicaban por medio de notas. Él le preparaba el té antes de salir por la noche, y ella le dejaba el desayuno listo y calientito en el horno por las mañanas. Tenían tres hijos ya mayorcitos, nacidos, según opinión de Vimes, como resultado de una caligrafía extremadamente persuasiva.

El cabo Nobbs…, bueno, cualquiera con el aspecto de Nobby tenía un número infinito de motivos para no desear que lo vieran los demás. Para notarlo no había que pensar demasiado. Sólo había un motivo para no decir qué Nobby estaba cerca del reino animal, y era que el reino animal se alejaría a toda velocidad.

Y luego estaba él mismo, claro. Un flaco montón de malas costumbres marinadas en alcohol. Eso era la Guardia Nocturna. Sólo tres personas. En el pasado hubo docenas, cientos. Y ahora… sólo tres.

Vimes subió las escaleras con paso inseguro, se abrió camino hacia su despacho, se dejó caer en un sillón de cuero cuarteado cuyo relleno se salía por todas partes, rebuscó en el cajón inferior, cogió una botella, agarró el corcho con los dientes, tiró, lo escupió y bebió un largo trago. Empezaba su día.

El mundo empezó a enfocarse.

La vida es igual que la química. Una gota por aquí, una presión por allá y todo cambiaba. Engullía unos decilitros de zumos fermentados y, de repente, empezaba a vivir unas horas más.

En el pasado, en los tiempos en que aquél había sido un barrio respetable, el esperanzado propietario de una taberna en el portal contiguo pagó a un mago una considerable suma de dinero a cambio de un letrero luminoso en el que cada letra era de un color diferente. Ahora funcionaba de manera caótica, y a veces, con la humedad, se cortocircuitaba. En aquel momento la E era de un rosa enfermizo, y se encendía y se apagaba al azar.

Vimes se había acostumbrado a él. Parecía formar parte de la vida.

Contempló durante un rato el vacilante juego de luces en la fachada semiderruida. Luego, levantó un pie metido en su sandalia y dio dos fuertes patadas en los tablones que formaban el suelo.

Tras unos pocos minutos, un sonido lejano indicó que el sargento Colon subía por las escaleras.

Vimes contó en silencio. Colon siempre hacía una pausa de seis segundos al final de los peldaños para recuperar el aliento, al menos en parte.

Al séptimo segundo, la puerta se abrió. La cara del sargento apareció por la ranura como una luna llena.

Se podía describir al sargento Colon de la siguiente manera: era el tipo de hombre que, si se decidiera por la carrera militar, gravitaría automáticamente hasta el puesto de sargento. Nadie lo podía imaginar como cabo. Ni como capitán, desde luego. Fuera del ejército, parecía hecho a medida para algo como fabricante de salchichas, para cualquier cosa que requiriese un rostro sonrosado y una terrible tendencia a sudar.

Saludó y, con mucho cuidado, puso una arrugada hoja de papel sobre el escritorio de Vimes. La alisó con las manos.

—Buenas noches, capitán —dijo—. El informe de los incidentes de ayer y todo eso. Ah, se me olvidaba, debes cuatro peniques en el Club de Té.

—¿Qué es eso de un enano, sargento? —le preguntó Vimes bruscamente.

Colon arqueó las cejas.

—¿Qué enano?

—El que se acaba de unir a la Guardia. Se llama… —Vimes titubeó—. Zanahoria, o algo así.

—¿Ése? —Colon se quedó boquiabierto—. ¿Es un enano? ¡Ya decía yo que no te puedes fiar de esos malditos! Me engañó como a un tonto, capitán, ¡el muy canalla debió de mentir con respecto a su altura!

Colon se fijaba mucho en la altura, sobre todo en la de los que eran más bajos que él.

—¿Sabes que arrestó al presidente del Gremio de Ladrones esta mañana?

—¿Por qué?

—Al parecer, por ser presidente del Gremio de Ladrones.

El sargento lo miró, asombrado.

—¿Y dónde está el crimen?

—Creo que lo mejor será que tenga una charla con el tal Zanahoria —suspiró Vimes.

—¿No lo viste, señor? —señaló Colon—. Dijo que se había presentado ante ti.

—Yo, eh…, debía de estar muy ocupado en aquel momento. Con muchas cosas en la cabeza.

—Claro, señor —respondió Colon con educación.

Vimes tuvo el suficiente orgullo como para apartar la vista y remover un poco los estratos de papeles que poblaban su escritorio.

—Tenemos que sacarlo de las calles lo antes posible —murmuró—. ¡Lo próximo que se le ocurrirá será detener al presidente del Gremio de Asesinos por matar a alguien! ¿Dónde está ahora?

—Lo puse de compañero con el cabo Nobbs, capitán. Dijo que le enseñaría los entresijos de la cosa, o algo por el estilo.

—¿Has enviado a un recluta con Nobby?— casi gritó Vimes.

Colon tragó saliva.

—Bueno, señor, es un hombre con experiencia. Pensé que el cabo Nobbs podía enseñarle muchas cosas…

—Esperemos que no aprenda demasiado deprisa —dijo el capitán, al tiempo que se ponía el casco de hierro—. Vamos.

Cuando salieron de la Casa de la Guardia, había una escalera apoyada contra la pared de la taberna. Un hombre corpulento, subido a ella, maldecía entre dientes mientras trajinaba con el letrero luminoso.

—La que no funciona bien es la E —le advirtió Vimes.

—¿Qué?

—La E. Y la T chisporrotea cuando llueve. Ya era hora de que lo arreglaran.

—¿Arreglarlo? Ah. Sí. Arreglarlo. Claro. Lo estoy arreglando.

Los guardias se alejaron chapoteando en los charcos. El Hermano Vigilatorre sacudió la cabeza lentamente y volvió a concentrarse en el destornillador.

En todas las fuerzas armadas hay hombres como el cabo Nobbs. Aunque su conocimiento de las reglas suele ser enciclopédico, ponen buen cuidado en no ascender jamás más allá de cabo, por ejemplo. Nobbs hablaba por la comisura de los labios. Fumaba sin cesar, pero lo que más extrañó a Zanahoria fue que, aunque todos los cigarrillos de Nobby se convertían en colillas casi al instante, seguían siendo colillas indefinidamente, o hasta que se las colocaba tras la oreja, que era una especie de Cementerio de los Elefantes para la nicotina. En las raras ocasiones en que se sacaba una de la boca, la mantenía en la mano como si la protegiera.

Era un hombre menudo, de piernas torcidas, con un cierto parecido al chimpancé que no llega nunca a grabar anuncios divertidos de televisión.

Era de edad indeterminada. Pero por su cinismo y por su hastío ante el mundo en general, que son algo así como la prueba del carbono para la personalidad, debía de tener unos siete mil años.

—Esta ruta es coser y cantar —dijo mientras caminaban por una húmeda calle en el barrio de los comerciantes.

Giró la manilla de una puerta. Estaba cerrada.

—Tú sigue conmigo —añadió—, y me encargaré de que te enteres de todo. Venga, prueba las puertas de la otra acera de la calle.

—Ah. Ya entiendo, cabo Nobbs. Es para saber si alguien se ha dejado la tienda abierta —dijo Zanahoria.

—Aprendes de prisa, hijo.

—Espero que podamos apresar al criminal durante el delito, señor —añadió el chico, lleno de celo profesional.

—Eh…, claro —asintió Nobby, inseguro.

—Pero, si encontramos alguna puerta abierta, supongo que deberemos llamar al propietario —siguió Zanahoria—. Y uno de nosotros tendrá que quedarse para vigilar entretanto, ¿no?

—¿Tú crees? —se animó Nobby—. Yo me encargaré de eso, tranquilo. Tú puedes ir a buscar a la víctima. Al propietario, quiero decir.

Probó otra manilla. Ésta giró.

—En las montañas, de donde yo vengo —señaló Zanahoria—, si atrapaban a un ladrón, lo colgaban por…

Se detuvo, tanteando una manilla.

Nobby lo miró.

—¿Por dónde? —preguntó entre horrorizado y fascinado.

—Ahora no me acuerdo —respondió el chico—. De todos modos, mi madre decía que se merecían algo mucho peor. Robar está Mal.

Nobby había sobrevivido a muchas masacres gracias al hecho de no estar allí. Soltó la manilla y le dio una palmadita amistosa.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Zanahoria.

Nobby se sobresaltó.

—¿El qué? —gritó.

—Ya me acuerdo de cómo los colgaban.

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