¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Puede que esté relacionada con los extraños robos que ha habido últimamente, señor —aportó Wonse.

—Pero también está el asunto de las huellas —insistió Vimes.

—Estamos cerca del río —replicó lord Vetinari—. Lo más probable es que fuera un ave zancuda de algún tipo. Simple coincidencia. Pero yo, en tu lugar, borraría las marcas —añadió—. No sería bueno que la gente fuera por ahí imaginando cosas extrañas y sacando conclusiones tontas, ¿verdad?

Vimes se rindió.

—Como desees, señor —dijo con la vista fija en sus propias sandalias.

El patricio le dio una palmadita en el hombro.

—No importa —dijo—. Sigue así. Me gustan los hombres con iniciativa. Patrullando en Las Sombras, nada menos… Bien hecho.

Se dio media vuelta, y casi chocó contra el muro de cota de mallas que era Zanahoria.

Espantado, el capitán Vimes vio cómo su más reciente recluta señalaba educadamente el carruaje del patricio. Alrededor del vehículo había seis Guardias de Palacio armados hasta los dientes. Vimes los detestaba a muerte. Llevaban plumas en el casco. Detestaba a todo guardia con plumas en el casco.

—Disculpa, señor, ¿es ése tu carruaje, señor? —oyó decir a Zanahoria.

El patricio lo miró de arriba abajo sin comprender.

—Sí, lo es. ¿Quién eres tú, joven?

Zanahoria saludó oficialmente.

—El guardia interino Zanahoria, señor.

—Zanahoria, Zanahoria…, ese nombre me suena de algo.

Lupine Wonse, que no se apartaba de su espalda, susurró algo al oído del patricio. El rostro de éste se iluminó.

—Ah, el joven que detiene a los ladrones. Creo que fue un pequeño error, pero muy elogiable. Nadie está por encima de la ley, ¿verdad?

—No, señor —asintió Zanahoria.

—Elogiable, elogiable —repitió el patricio—. Y ahora, caballeros…

—En cuanto a su carruaje, señor —insistió Zanahoria—, he advertido que la rueda delantera derecha, contra lo que indican las normas de…

Va a arrestar al patricio, se dijo Vimes. La idea le perforó la mente como un clavo de hielo. Va a arrestar al patricio. Al gobernante supremo. Va a arrestarlo. Lo va a hacer de verdad. Este chico no conoce la palabra «miedo». De hecho, ojalá conociera la palabra «supervivencia».

Y no consigo mover los músculos de la mandíbula.

Estamos todos muertos. O peor, estamos todos detenidos hasta que el patricio se dé por satisfecho. Y no es hombre que se dé por satisfecho fácilmente.

En aquel preciso momento, el sargento Colon se ganó una medalla metafórica.

—¡Guardia interino Zanahoria! —rugió—. ¡Fiiiirmes! ¡Guardia interino Zanahoria, media vuelta a la derecha! ¡Guardia interino Zanahoria, paso ligero!

Zanahoria se puso firme como un granero alzado a fuerza de poleas y miró al frente con feroz expresión de obediencia.

—Buena idea, buena idea —asintió el patricio pensativo, mientras Zanahoria se alejaba—. Seguid así, capitán. Y corta de raíz cualquier rumor estúpido sobre dragones, ¿de acuerdo?

—Sí, señor —respondió el capitán Vimes.

—Muy bien.

El carruaje se alejó traqueteando, seguido por los Guardias de Palacio.

Tras ellos, el capitán Vimes fue vagamente consciente de que el sargento gritaba a Zanahoria que se detuviera.

Estaba pensando.

Contempló las huellas en el barro. Usó su lanza reglamentaria, cuya medida sabía que era de dos metros diez, para medir su tamaño y la distancia que las separaba. Silbó entre dientes. Después, con toda la cautela del mundo, caminó por el callejón hasta llegar a una esquina. Daba a una puerta pequeña, sucia, destartalada, perteneciente a un almacén de maderas.

Aquí hay algo que va muy mal, pensó.

Las huellas salen del callejón, pero no entran. Y no se ven muchas aves zancudas en el Ankh, más que nada porque la contaminación del río les corroería las patas, y además les resultaría más fácil caminar por la superficie.

Alzó la vista. Una miríada de tendederos cruzaban el rectangulito de cielo con la eficacia de una red.

Así que, pensó, algo grande y fiero salió de este callejón, pero no entró.

Y el patricio estaba muy preocupado al respecto.

Le había ordenado que se olvidara del tema.

Vio algo al otro lado del callejón. Se inclinó y recogió una cáscara de cacahuete, muy reciente.

Jugó con ella pasándosela de mano en mano, con la vista fija en la nada.

En aquel momento, necesitaba una copa. Pero tendría que esperar.

El bibliotecario caminó arrastrando los nudillos por los oscuros pasillos entre las estanterías abarrotadas.

Los tejados de la ciudad eran suyos. Oh, los asesinos y los ladrones los usaban, pero él había descubierto hacía mucho que el bosque de chimeneas, gárgolas, cañerías y alares era un sustituto muy satisfactorio de las calles.

Al menos, hasta ahora.

Le había parecido muy divertido e instructivo seguir a la Guardia hasta Las Sombras, una selva urbana en la que no había nada que pudiera atemorizar a un simio de ciento cincuenta kilos. Pero la pesadilla que había presenciado mientras atajaba por un callejón oscuro habría hecho que dudara de sus propios ojos, si hubiera sido humano.

Como simio, no albergaba la menor duda sobre sus ojos, y confiaba plenamente en ellos.

En aquel momento, quería concentrarlos lo antes posible en un libro que quizá le proporcionara algún indicio. Se encontraba en una sección que nadie visitaba mucho últimamente: la de los libros que no eran mágicos en sí. El polvo se extendía en una capa acusadora por el suelo.

Polvo con huellas de pisadas.

—¿Oook? —se sorprendió el bibliotecario en la cálida penumbra.

Siguió adelante, ahora con más cautela al darse cuenta con fatalismo de que las huellas llevaban su misma dirección.

Dobló una esquina, y allí estaba.

La sección.

La estantería.

El estante.

El hueco.

Hay muchas visiones espantosas en el multiverso. Pero, para un alma sintonizada con los sutiles ritmos vitales de una biblioteca, pocas de ellas son peores que un hueco allí donde debería haber un volumen.

Alguien había robado un libro.

En la intimidad del Despacho Oblongo, su refugio personal, el patricio paseaba de un lado a otro. Estaba dictando una serie de instrucciones.

—Y envía a unos cuantos hombres para que pinten esa pared —concluyó.

Lupine Wonse arqueó una ceja.

—¿Crees que es buena idea, señor? —preguntó.

—¿No te parece que un grabado de sombras fantasmales provocará comentarios y especulaciones? —señaló el patricio secamente.

—No tantos como una pared recién pintada en Las Sombras —respondió Wonse con tranquilidad. El patricio titubeó un instante.

—Bien pensado —asintió—. Envía a unos cuantos hombres para que la derriben.

Llegó al final de la habitación, giró sobre sus talones y la recorrió de nuevo. ¡Dragones! ¡Como si no tuviera bastantes cosas reales de las que ocuparse!

—¿Crees en los dragones? —preguntó.

Wonse sacudió la cabeza.

—Son algo imposible, señor.

—Eso tengo entendido —asintió lord Vetinari.

Llegó a la pared de enfrente y dio media vuelta.

—¿Quieres que investigue más? —sugirió Wonse.

—Sí. Sí, investiga.

—Me aseguraré también de que la Guardia tenga los ojos bien abiertos.

El patricio se detuvo.

—¿La Guardia? ¿La Guardia? Mi querido muchacho, la Guardia no es más que un puñado de incompetentes dirigidos por un borracho. He tardado años en conseguir que fuera así. La Guardia es la menor de nuestras preocupaciones. —Meditó un instante—. ¿Has visto alguna vez un dragón, Wonse? Uno de los grandes, quiero decir. Ah, ya me has dicho que son algo imposible.

—Son animales de leyenda. Simples supersticiones —le dijo.

—Mmm —asintió el patricio—. Y ya se sabe que las leyendas son legendarias, claro.

—Exacto, señor.

—Aun así… —El patricio se detuvo y miró a su secretario durante largos instantes—. Oh, bueno —suspiró al final—. Ya me entiendes. No quiero ni oír hablar de dragones. Es el tipo de rumor que pone nerviosa a la gente. Quiero que lo atajes de raíz.

Cuando estuvo solo, se levantó y contempló con gesto sombrío las ciudades gemelas que se divisaban desde la ventana. Volvía a lloviznar.

¡Ankh-Morpork! ¡La ciudad donde vivían cien mil almas! Repartidas entre un millón de personas, pensó el patricio para sus adentros. La lluvia fresca arrancaba destellos de las torres y tejados, inconsciente de lo sucio del mundo sobre el que se precipitaba. Había lluvia afortunada, que caía sobre ovejas en los prados, o que se derramaba sobre los bosques, o se dirigía incestuosa hacia el mar. En cambio, la lluvia que caía en Ankh-Morpork era lluvia en apuros. En las ciudades gemelas hacían cosas terribles con el agua. Y beberla era lo de menos.

Al patricio le gustaba sentir que estaba viendo una ciudad que funcionaba. No una ciudad bonita, ni una ciudad famosa, ni una ciudad con un buen alcantarillado, ni mucho menos una ciudad con un buen diseño arquitectónico. Hasta sus ciudadanos más entusiastas estarían de acuerdo en que, desde un oteadero elevado, Ankh-Morpork parecía como si alguien hubiera intentado construir con piedra y madera un gigantesco huevo frito.

Pero funcionaba. Sus engranajes giraban suavemente, como un giroscopio en perfecto equilibrio. Y esto, en opinión del patricio, era porque nunca había ningún grupo tan poderoso como para imponerse a los demás. Mercaderes, ladrones, asesinos, magos…, todos competían con fervor en la carrera, sin darse cuenta de que, en realidad, aquello no tenía por qué ser una carrera, y desde luego sin confiar unos en otros el tiempo suficiente como para pararse a preguntarse quién marcaba el recorrido, quién daba la señal de salida.

Al patricio no le gustaba la palabra «dictador». Le parecía insultante. El nunca le decía a nadie lo que tenía que hacer. No era necesario, ahí estaba lo bueno. Una gran parte de su vida consistía en asegurarse de que las cosas siguieran así.

Por supuesto, muchos grupos querían derrocarlo, y aquello estaba muy bien, denotaba una sociedad saludable y vigorosa. En ese aspecto, nadie podía calificar al patricio de poco razonable. ¿Acaso no había creado él mismo la mayoría de esos grupos? Y lo perfecto del asunto era que se pasaban casi todo su tiempo enfrentándose unos a otros.

Como siempre decía el gobernante de Ankh-Morpork, la naturaleza humana era algo maravilloso. Una vez sabías bien dónde estaban los interruptores y palancas.

Tenía una desagradable premonición acerca de aquel asunto del dragón. Si existían criaturas sin interruptores y palancas evidentes, eran los dragones. Había que arreglar aquello como fuera.

El patricio no creía en la crueldad innecesaria[12]. No creía en la venganza inútil. En cambio, creía fervorosamente en arreglar las cosas. Como fuera.

Por extraño que parezca, el capitán Vimes estaba pensando en lo mismo. Se había dado cuenta de que no le gustaba la idea de que los ciudadanos, ni siquiera los ciudadanos de Las Sombras, se convirtieran en pintura especial para cerámica.

Y había sucedido ante las narices de la Guardia, más o menos. Como si la Guardia no importara, como si la Guardia no fuera más que un detalle irrelevante. Eso era lo que peor le sentaba.

Aunque claro, era verdad. Y eso no hacía más que empeorar las cosas.

Lo que le estaba poniendo más nervioso todavía era el hecho de haber desobedecido órdenes. Había borrado las huellas, sí. Pero en el último cajón de su viejo escritorio, oculta bajo un montón de botellas vacías, había una copia en escayola. Sentía que le estaba mirando a través de tres capas de madera.

No tenía la menor idea de qué se había apoderado de él y le había obligado a hacerlo. Ahora, encima, iba a desobedecer todavía más.

Pasó revista a sus hombres, a falta de una palabra mejor para denominarlos. Había pedido a los dos más antiguos que se presentaran en ropa de calle. Eso significaba que el sargento Colon, que había ido de uniforme toda su vida, parecía congestionado e incómodo con el traje que llevaba para los funerales. Mientras que Nobby…

—No sé si me expliqué bien, dije «ropa de calle» —suspiró el capitán Vimes.

—Es lo que llevo cuando no estoy trabajando, tío —replicó Nobby con tono de reproche.

—Señor —le corrigió el sargento Colon.

—Mi voz también lleva ropa de calle. Eso se llama «iniciativa».

Vimes rodeó al cabo, caminando con lentitud.

—¿Y tu ropa de calle no hace que se desmayen las ancianas, o que los niños te tiren piedras al pasar? —preguntó.

Autore(a)s: