¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Eso también lo podemos hacer en mi casa —insistió el sargento Colon—. Prestaríamos atención toda la noche. Mucha atención.

—No es mala idea.

De hecho, cuantas más vueltas le daba, mejor idea le parecía.

—Pero antes —anunció— tengo que ir a hacer una visita urgente.

—Yo también —asintió el sargento—. Esto de detectar se hace pesado, ¿verdad?

Se tambalearon hacia el patio trasero de la taberna. Había luna llena, pero unos cuantos jirones de nubes la ocultaban casi por completo. En la oscuridad, tropezaron el uno contra el otro.

—¿Eres tú, sargento detector Colon? —preguntó Nobby.

—¡Claro! ¿Puedes detectar la puerta del retrete, detector cabo Nobbs? Según la descripción, es una puerta pequeña, oscura y destartalada, ja ja ja.

Se oyeron un par de golpes y una maldición entrecortada cuando Nobby tropezó en el patio, seguidos por un aullido cuando un miembro de la enorme población felina de Ankh-Morpork huyó entre sus piernas.

—Me pareció ver un lindo gatito… —masculló Nobby entre dientes.

—Bueno, la necesidad obliga —dijo el sargento Colon, poniéndose de cara a una pared.

Sus murmullos se vieron interrumpidos por un gruñido procedente del cabo.

—¿Estás ahí, sargento?

—Sargento detector Nobby —señaló Colon.

El tono del cabo era apremiante y, de pronto, de lo más sobrio.

—No fastidies, sargento. ¡Acabo de ver un dragón volador!

—He oído hablar de peces voladores —replicó el sargento Colon con un suave hipido—. Incluso vi una vez una ardilla voladora. ¡Pero nunca he visto a un dragón volar!

—Claro que sí, borrico —insistió Nobby—. ¡Que va en serio! Tenía alas, te lo juro, parecían…, parecían…, ¡bueno, parecían alas grandes!

El sargento Colon se volvió con gesto majestuoso. El rostro del cabo se había puesto tan blanco que se veía en la oscuridad.

—¡De verdad, sargento!

Colon miró hacia el cielo nuboso, en dirección a la luna.

—A ver, ¿por dónde dices que estaba?

Se oyó un sonido resbaladizo tras él, y un par de tejas se estrellaron contra los adoquines de la calle.

Se dio la vuelta. Allí, en el tejado, estaba el dragón.

—¡Hay un dragón en el tejado! —se atragantó—. ¡Nobby, hay un dragón en el tejado! ¿Qué hago, Nobby? ¡Hay un dragón en el tejado! ¡Me está mirando, Nobby!

—Para empezar, podrías subirte los pantalones —sugirió el cabo desde detrás del muro más cercano.

Incluso despojada de las capas y capas de ropa protectora, lady Sybil Ramkin era impresionantemente corpulenta. Vimes sabía que los pueblos bárbaros ejeños tenían leyendas sobre doncellas gigantescas, vestidas con cotas de mallas, luciendo sujetadores blindados y montadas en carros, que descendían sobre los campos de batalla y se llevaban a los guerreros muertos a otra vida de juergas gloriosas, mientras cantaban con agradables voces de mezzosoprano. Lady Ramkin podría haber sido una de ellas. Podría haber sido su jefa. Podría haber cargado sobre sus hombros a un batallón de guerreros muertos. Cuando hablaba, cada una de sus palabras era como una palmada en la espalda, y tenía la resonancia y la seguridad aristocrática de los que han sido de buena familia toda su vida. Solamente los sonidos de las vocales hubieran cortado la madera.

Los plebeyos antepasados de Vimes estaban acostumbrados a voces como aquéllas, que solían proceder de hombres bien armados (no como ellos), a lomos de corceles de guerra, que les explicaban por qué sería una idea estupenda atacar al enemigo y masacrarlo. Sus piernas sintieron la tentación de ponerse firmes.

Los pueblos prehistóricos la habrían adorado, y de hecho, por sorprendente que parezca, habían tallado estatuas suyas hacía miles de años. Tenía una increíble cascada de pelo castaño. Una peluca, según descubrió Vimes más adelante. Nadie que se relacionara con dragones conservaba su propio pelo durante mucho tiempo.

Además, llevaba un dragoncito en el hombro. Le fue presentado como Escamagarra Vincent Maravilla de Quirm, Vinny para los amigos, y parecía estar contribuyendo al inusual olor químico que invadía la casa. El olor lo impregnaba todo, incluso la generosa porción de pastel que lady Ramkin le ofreció tenía el mismo sabor.

—Eh…, el…, el hombro… es… muy bonito —dijo Vimes, en un desesperado intento de animar la conversación.

—Tonterías —bufó la dama—. Lo estoy entrenando sólo porque los que se sientan en el hombro se cotizan al doble de precio.

El capitán murmuró que a veces había visto a damas de la alta sociedad con pequeños dragoncitos de vivos colores sobre el hombro, y siempre le habían parecido…, eh…, muy bonitos.

—La idea les parece bonita —replicó ella—. Desde luego. Pero al final se dan cuenta de que les clavan las garras en el traje, les chamuscan el pelo y les llenan el cuello de cenizas. Y lo de las garras puede hacer mucho daño. Luego se dan cuenta de que el bicho se está haciendo demasiado grande, de que huele raro, y lo siguiente que sabes es que el pobre animal está en el Refugio Morpork para Dragones Perdidos, o en el río con una piedra al cuello, mis chiquitines. —Se acomodó en el asiento y se alisó una falda con la que se hubieran podido hacer velas para una pequeña flota—. Me ha dicho que era el capitán Vimes, ¿no?

Vimes estaba desconcertado. Los Ramkin difuntos lo contemplaban desde sus ornamentados marcos, muy altos en las paredes sombrías. Entre los retratos, alrededor y debajo de ellos, estaban las armas que seguramente habían utilizado. Las armaduras ocupaban todos los rincones. No pudo dejar de darse cuenta de que muchas de ellas lucían enormes agujeros. El techo era un caos de banderas y pendones descoloridos y comidos por las polillas. No hacía falta un examen forense para darse cuenta de que los antepasados de lady Ramkin nunca habían rehuido una buena pelea.

Era sorprendente que la mujer fuera capaz de hacer algo tan pacífico como tomarse una taza de té.

—Mis antepasados —dijo, siguiendo la mirada hipnotizada del capitán—. ¿Sabe? Ni un solo Ramkin en los mil últimos años ha muerto en su cama.

—Sí, señora.

—Es un orgullo para la familia.

—Sí, señora.

—Aunque muchos han muerto en otras camas, claro.

La taza del capitán Vimes tembló en el platito.

—Sí, señora —suspiró.

—Capitán… es un título muy atractivo, siempre me lo ha parecido. —Le dedicó una brillante sonrisa—. Quiero decir, los coroneles y esa gente son muy estirados, los mayores son pomposos, pero una tiene la sensación de que los capitanes son deliciosamente peligrosos. ¿Qué ha dicho que quería enseñarme?

Vimes se aferró al envoltorio como si fuera un cinturón de castidad.

—Quería saber… —tartamudeó—, qué tamaño pueden alcanzar los dragones de pantano…, eh…

Se detuvo. En las zonas inferiores de su cuerpo estaba sucediendo algo horrible.

Lady Ramkin siguió la dirección de su mirada.

—Oh, no le haga caso —dijo alegremente—. Si le molesta, déle un golpecito con el cojín.

Un pequeño dragón viejo había salido de debajo de la silla y apoyaba el morro en el regazo de Vimes. Alzó hacia él unos expresivos ojos castaños, y le babeó por las rodillas algo que, por lo que sintió, era bastante corrosivo, además de apestar como una probeta de ácido.

—Le presento a Gotoso Mabelline Escamagarra I —dijo la dama—. Campeón y padre de campeones. Ya no le queda fuego, pobrecito mío. Le gusta que le rasquen la barriga.

Vimes ensayó unos cuantos movimientos bruscos para sacudirse al viejo dragón. El animal parpadeó y lo miró con dolidos ojitos reumáticos, entreabrió la boca y dejó al descubierto unos colmillos ennegrecidos por el hollín.

—Si le molesta, quíteselo de encima —insistió alegremente lady Ramkin—. Dígame qué quería saber.

—Le preguntaba qué tamaño pueden alcanzar los dragones de pantano —dijo Vimes, cambiando de postura.

Se oyó un suave gruñido.

—¿Y ha venido hasta aquí para preguntar eso? A ver…, creo recordar que Corazonalegre Escamagarra de Ankh llegó a medir tres pies y seis pulgadas de alto, de la cresta a las patas —le aseguró lady Ramkin.

—Eh…

—Aproximadamente, un metro con cinco —añadió amablemente.

—¿Nada más? —preguntó Vimes, esperanzado.

En su regazo, el viejo dragón empezó a roncar con suavidad.

—Cielos, no. En realidad, fue una monstruosidad. La mayoría de los dragones de pantano no llegan a medir más allá de dos pies.

El capitán Vimes movió los labios haciendo un cálculo rápido.

—¿Sesenta centímetros? —aventuró.

—Bien hecho. Eso los compos, claro. Las compas suelen ser un poco más pequeñas.

Vimes no tenía intención de rendirse.

—¿Un compo es un dragón macho?

—Sólo a partir de los dos años —replicó lady Ramkin, triunfal—. Hasta los ocho meses, reciben el nombre de cerillas, luego son gallos hasta los catorce meses, y después ígneos hasta…

El capitán Vimes escuchaba como en trance, comiendo el horrible pastel, mientras la oleada de información lo dominaba. Se enteró de que los machos luchaban con llamaradas, pero que en la temporada de apareamiento sólo las compas[13] respiraban fuego, por la combustión de complejos gases intestinales, para incubar los huevos, que necesitaban una temperatura increíble. En esta época, los machos se dedicaban a recolectar leña. Un grupo de dragones de pantano recibía el nombre de bandada o canallada; una hembra era capaz de poner hasta tres nidadas de cuatro huevos todos los años, muchos de los cuales se desperdiciaban cuando algún macho despistado los pisaba; supo también que los dragones de ambos sexos apenas se interesaban unos por otros (en realidad no les interesaba nada más que la leña para quemarla), excepto en una ocasión más o menos cada dos meses, cuando se volvían tan obsesivos como inspectores de hacienda.

No pudo hacer nada para impedir que lo llevara de nuevo a las instalaciones de la parte trasera, que lo vistiera de los pies a la cabeza con una armadura de cuero y planchas de acero, y que lo guiara hasta el lugar de donde habían salido los silbidos.

La temperatura era terrible, pero no tanto como el cóctel de olores. Caminó inseguro entre las hileras de monstruitos en forma de pera y ojos relampagueantes, que le fueron presentados como «Lunallena Duquesa Mazapán, que está en celo en este momento», y «Lunaniebla Escamagarra II, que ganó el Primer Premio de Pseudópolis el año pasado». Llamitas de color verde claro chisporroteaban demasiado cerca de sus rodillas.

Muchos de los compartimientos lucían lazos y certificados.

—Y éste me temo que es Buenmuchacho Hatajo Plumapiedra de Quirm —dijo lady Ramkin, incansable.

Vimes, mareado ante tanto dato, contempló por encima de la chamuscada madera la pequeña criatura acurrucada en el suelo. Se parecía al resto de los dragones tanto como Nobby a los seres humanos en general. Alguno de sus antepasados le había legado unas cejas casi tan grandes como sus alas atrofiadas, que no podrían sostenerlo en el aire. Tenía una cabeza deforme, como la de un oso hormiguero. Sus fosas nasales parecían pozos sin fondo. Si alguna vez conseguía alzar el vuelo, le servirían como paracaídas.

Además, estaba dirigiendo al capitán Vimes la mirada más silenciosamente inteligente que el guardia había visto en ningún animal, incluido el cabo Nobbs.

—Sucede a veces —suspiró lady Ramkin con tristeza—. Son cosas de los genes, ya sabe.

—¿Sí?

Sin saber cómo ni por qué, la criatura parecía estar concentrando toda la energía que sus hermanos desperdiciaban en llamaradas y ruido, en una mirada que era como una lanza térmica. Vimes no pudo evitar recordar cuánto había deseado tener un perrito cuando era niño. Se morían de hambre, y cualquier cosa con carne les habría servido.

—Intento conseguir una buena calidad de llama, dibujo de la escama, colores correctos y todo eso —estaba diciendo la dama de los dragones—. De vez en cuando hay una anomalía, como éste.

El dragoncito clavó en Vimes una mirada que le hubiera servido para ganar el Premio del Jurado al Más Probable Para Llevarse a Casa y Que Sirviera de Mechero Portátil.

Una anomalía, pensó Vimes. No sabía muy bien qué significaba exactamente la palabra, pero se le ocurrían varias posibilidades desagradables. Parecía referirse a lo que queda de ti cuando te han quitado todo lo que tienes de valor. Como la Guardia, pensó. Todos eran anomalías, del primero al último. Igual que él. Era la historia de su vida.

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