—Es sobre cómo invocar dragones. ¡Usando la magia!
—Oook.
—¡Y eso es ilegal! —terminó Zanahoria alegremente—. Llevar sueltas por la calle a fieras peligrosas, en contra de la Legislación sobre Animales Salvajes (según las leyes número…
Vimes gimió. Eso significaba que había magos de por medio. Cuando hay magos de por medio, los problemas llueven al momento.
—Supongo —suspiró—, que no habrá otro ejemplar del libro en la biblioteca, ¿verdad?
El bibliotecario sacudió la cabeza.
—Oook.
—Y no sabrás qué ponía en el libro, claro. —Vimes suspiró de nuevo—. ¿Cómo? Oh. Cuatro palabras. —Asintió, cansado—. Primera palabra. Chupar algo. No, comer. Tú comes. Ah, yo como. Cómo. Tercera palabra. Sacudes los brazos…, no, no, ya te entiendo. Me refiero a detalles un poco más concretos. ¿No sabes nada? Ya, claro. Lo imaginaba.
—¿Qué vamos a hacer ahora, señor? —preguntó Zanahoria, ansioso.
—Está ahí fuera —aseguró Nobby—. Parece que, durante las horas del día, no vuela. Debe de estar en su madriguera secreta, sobre un montón de oro, soñando con cosas de antes del amanecer de los tiempos, aguardando a que caiga el velo de la noche y una vez más pueda remontarse… —Titubeó un instante—. ¿Por qué me miráis todos de esa manera? —preguntó.
—Eso que dices es muy poético —le aseguró Zanahoria.
—Bueno, todo el mundo sabe que los dragones de antes solían dormir sobre un lecho de oro —aseguró Nobby—. Es un mito popular muy conocido.
Vimes meditó sobre el futuro inmediato.
Por canalla que pareciera la actitud de Nobby, sin duda era un buen baremo de lo que estaba pasando por la cabeza del ciudadano medio. El cabo Nobbs podía ser una especie de rata de laboratorio para predecir lo que sucedería en los días siguientes.
—Supongo que tendrás un gran interés en averiguar dónde está ese oro sobre el que duerme el dragón, claro —dijo, a modo de experimento.
Nobby parecía aún más inquieto que de costumbre.
—Bueno, capitán, la verdad es que había pensado echar un vistazo por ahí. Ya sabe. Fuera de horas de servicio —añadió con tono virtuoso.
—Oh, cielos —gimió el capitán Vimes. Cogió la botella vacía y, con mucho cuidado, volvió a guardarla en el cajón.
Los Hermanos Esclarecidos estaban nerviosos. Se habían contagiado el miedo unos a otros. Era el miedo de quien, después de haber cargado la pólvora alegremente, después de meter la bala en la recámara, había descubierto que el hecho de apretar el gatillo causaba un ruido de mil diablos, y sin duda pronto aparecería alguien dispuesto a averiguar qué era todo ese jaleo.
Pero el Gran Maestro Supremo sabía que los tenía atrapados. Ovejas y corderos, ovejas y corderos. Como no podían hacer nada mucho peor de lo que ya habían hecho, tanto les daba seguir adelante y fingir que aquello era lo que habían buscado desde el principio. Era una sensación tan, tan agradable…
Sólo el Hermano Revocador parecía satisfecho de verdad.
—Que esto sirva de lección para todas las verduleras opresoras —decía una y otra vez.
—Sí, claro… —dudó el Hermano Portero—. Pero…, bueno, supongo que no hay ninguna posibilidad de que invoquemos aquí al dragón por accidente.
—Lo tengo…, quiero decir, lo tenemos perfectamente controlado —lo tranquilizó el Gran Maestro Supremo—. El poder está en nuestras manos, os lo aseguro.
Los Hermanos se animaron un poco.
—Y ahora —siguió el Gran Maestro—, queda el pequeño asunto del rey.
Todos adoptaron una expresión solemne, excepto el Hermano Revocador.
—¿Lo hemos encontrado ya? —preguntó—. Vaya golpe de suerte.
—¿Es que nunca prestas atención, o qué? —le espetó el Hermano Vigilatorre—. Ya se explicó eso la semana pasada, no tenemos que ir a buscar a nadie. Tenemos que fabricar un rey.
—Yo creí que aparecería por su cuenta. Por eso del destino.
El Hermano Vigilatorre chasqueó la lengua, en tono burlón.
—Bueno, vamos a echarle una manita al destino.
El Gran Maestro Supremo sonrió para los adentros de su capucha. Este asunto místico era una maravilla. Les cuentas una mentira, y cuando ya no la necesitas más les cuentas otra, y les dices que están progresando en el camino de la sabiduría. Entonces, en vez de reírse, te siguen todavía más, con la esperanza de encontrar la verdad al final de todas las mentiras. Y así, poco a poco, aceptan lo inaceptable. Sorprendente.
—Vaya, qué buena idea —asintió el Hermano Portero—. ¿Y cómo se hace eso?
—Oye, el Gran Maestro Supremo ya lo explicó. Dijo que había que dar con un chaval guapo, dócil, que aceptara órdenes, y que él mataría al dragón. Así de fácil. Es mucho más sensato que esperar a que aparezca un supuesto rey.
—Pero… —El Hermano Revocador parecía preso en los tentáculos del pensamiento—. Si controlamos al dragón… porque controlamos al dragón, ¿verdad? Entonces, no hace falta que nadie lo mate, lo único que tenemos que hacer es dejar de invocarlo, y todo el mundo satisfecho, ¿verdad?
—Ah, estupendo —gruñó el Hermano Vigilatorre—. Me lo imagino perfectamente. Simplemente, salimos a la calle y decimos a la gente, «Hola, nosotros no volveremos a prender fuego a vuestras casas, qué amables somos, ¿eh?». Aquí lo único que importa es el rey, que será una especie de…, una especie de…
—Innegable símbolo romántico de autoridad absoluta —colaboró el Gran Maestro Supremo.
—Eso es —asintió el Hermano Vigilatorre—. Una autoridad absoluta.
—Ah, ya entiendo —dijo el Hermano Revocador—. Bueno, claro. Eso. Un rey.
—Exacto —asintió el Hermano Vigilatorre.
—Nadie discutirá nada a una autoridad absoluta.
—Muy cierto.
—Pues ha sido toda una suerte dar con el rey legítimo justo ahora —dijo el Hermano Revocador—. Una posibilidad entre un millón.
—No hemos dado con el rey legítimo. ¡No necesitamos para nada al rey legítimo! —insistió el Gran Maestro Supremo con tono de cansancio—. ¡Lo digo por última vez! He encontrado a un chaval que tiene buena pinta con la corona puesta, acepta órdenes y sabe blandir la espada. Ahora, si no os importa, escuchad…
Lo de blandir la espada era importante, claro. No tenía nada que ver con el hecho de saber usarla. En opinión del Gran Maestro Supremo, usar la espada no era más que el sucio asunto de la cirugía dinástica. No se trataba más que de acuchillar y cortar. En cambio, un rey tenía que blandirla. Tenía que conseguir que la luz se reflejara en el ángulo adecuado, para que a los espectadores no les cupiera la menor duda de que se trataba del Elegido del Destino. Le había costado mucho preparar la espada y el escudo. Le habían salido bastante caros. El escudo brillaba como un espejo, pero la espada…, la espada era sencillamente magnífica.
Era larga y deslumbrante. Parecía obra de uno de esos genios de la forja que sólo trabajan a la luz del amanecer y son capaces de convertir los candelabros de la abuela en algo con el filo de un bisturí. El herrero que la hubiera fabricado, sin duda se habría retirado lloroso acto seguido, seguro de que jamás en su vida volvería a conseguir semejante obra de arte. En la empuñadura había tantas piedras preciosas que la funda tenía que ser de terciopelo, y había que mirarla con gafas de sol. Sólo con el hecho de tener aquella espada en la mano, uno ya parecía un rey.
En cuanto al muchacho… era un primo lejano, altanero y vanidoso, y estúpido en un estilo aceptablemente aristocrático. En aquellos momentos lo tenía a buen recaudo y vigilado en una granja lejana, con un buen suministro de bebida y jovencitas guapas, aunque al chico parecían interesarle mucho más los espejos.
—Supongo —aventuró el Hermano Vigilatorre— que no será el auténtico heredero del trono, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?—inquirió el Gran Maestro Supremo.
—Bueno, ya sabes cómo son estas cosas. El Destino puede hacer de las suyas. Ja, ja. Sería de risa, ¿no? Si ese chico resultara ser el verdadero rey, con todo lo que nos ha costado…
—¡Ya no hay un verdadero rey! — estalló el Gran Maestro—. ¿Qué te imaginas, que hay gente que va por ahí vagando por los bosques durante cientos de años, transmitiéndose de generación en generación una espada y una marca de nacimiento? ¿Una especie de magia? —Casi escupió la palabra. Había hecho uso de la magia para sus propios fines, que seguramente justificaban los medios, pero de ahí a creer en ella, a creer que tenía una especie de fuerza moral, como la lógica, iba un abismo—. ¡Vamos, hombre, piensa por un momento! Incluso aunque quedara vivo algún miembro de la familia real, la sangre de la estirpe estaría tan diluida que miles de personas podrían aspirar al trono. Hasta… —Intentó pensar en alguien absolutamente improbable—. Hasta el Hermano Yonidea. —Miró a los Hermanos congregados—. Por cierto, no lo veo aquí esta noche.
—Sí, ha sido muy extraño —asintió el Hermano Vigilatorre, pensativo—. ¿No te has enterado?
—¿De qué?
—Cuando volvía a casa anoche, lo mordió un cocodrilo. Pobre tipejo.
—¿Qué?
— Una posibilidad entre un millón. Se había escapado de un zoológico, o algo por el estilo, y estaba en el patio trasero de su casa. —El Hermano Vigilatorre rebuscó entre los pliegues de su túnica y sacó un arrugado sobre marrón—. Estamos haciendo una colecta para comprarle unas flores, no sé si querrás…, eh…
—Pondré tres dólares, apúntamelos a cuenta —asintió el Gran Maestro Supremo.
El Hermano Vigilatorre asintió.
—Mira qué cosas, ya lo había hecho.
Unas cuantas noches más, pensó el Gran Maestro Supremo. Mañana, el pueblo estará tan desesperado que coronaría a un troll cojo con tal de que los librara del dragón. Así que tendremos un rey, y el rey tendrá un consejero, un hombre de confianza, por supuesto, y estos imbéciles podrán irse a hacer gárgaras. Se acabaron los disfraces, se acabaron los rituales.
Se acabó invocar al dragón.
Puedo dejarlo, pensó. Puedo dejarlo cuando quiera.
Alrededor del palacio del patricio, las calles estaban abarrotadas. Había un enloquecido ambiente de carnaval. Vimes recorrió con ojos de experto la multitud que se extendía ante él. Era la habitual turba de Ankh-Morpork en tiempos de crisis: la mitad de la gente estaba allí para quejarse, la cuarta parte para vigilar a esa mitad, y el resto para atracar, molestar o vender perritos calientes a los demás. Aunque también había un buen número de caras nuevas. Eran hombres sombríos, con grandes espadas y látigos colgados de los cinturones, que paseaban a zancadas entre la gente.
—Las noticias corren deprisa, ¿verdad? —señaló una voz familiar junto a su oído—. Buenos días, capitán.
Vimes contempló el sonriente rostro cadavérico de Y-Voy-A—La-Ruina Escurridizo.
—Buenos días, Ruina —asintió Vimes, ausente—. ¿Qué vendes hoy?
—Algo imprescindible, capitán.
Ruina se inclinó hacia adelante. Era el tipo de persona que podía hacer que un «buenos días» sonara como una oferta irrepetible, única en la vida. Sus ojos se movían en las órbitas, como dos roedores tratando de buscar una ruta de huida.
—Lo necesitará —siseó—. Crema antidragones. Con mi garantía personal: si resulta incinerado, le devuelvo su dinero, sin hacer preguntas.
—Si lo he comprendido bien —dijo Vimes lentamente—, lo que estás diciendo es que, si el dragón me achicharra vivo, me devuelves el dinero, ¿no?
—Sin hacer preguntas —le aseguró Y-Voy-A—La-Ruina. Destapó un frasco de llamativo ungüento verde, y lo puso bajo la nariz de Vimes—. Fabricado con más de cincuenta especias y hierbas, según una receta que sólo conocen los ancianos monjes que viven en no sé qué montaña aislada. A un dólar el frasco, y voy a la ruina. Es un servicio público —añadió generosamente.
—Hay que ver qué monjes tan eficaces, qué deprisa la han fabricado —señaló el capitán.
—Unos tipos muy listos —asintió Y-Voy-A—La-Ruina—. Debe de ser por tanta meditación y tanto yogur de yak.
—Bueno, ¿y qué está pasando aquí, Ruina? ¿Quiénes son todos esos tipos con las espadas?
—Cazadores de dragones, capitán. El patricio ha ofrecido una recompensa de cincuenta mil dólares al que le lleve la cabeza del dragón. Pero no el resto del dragón. Ese hombre no es ningún tonto.
—¿Qué?