¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Como lo oye. Lo dice en los carteles que hay por todas partes.

—¡Cincuenta mil dólares!

—No es moco de pavo, ¿eh?

—Más bien moco de dragón —suspiró Vimes. Aquello traería problemas, estaba seguro—. Me sorprende que no vayas tú también a cazarlo.

—Yo estoy más bien en el sector de los servicios, capitán.

Ruina miró a ambos lados con gesto de conspiración, y luego pasó a Vimes un trozo de pergamino.

Decía así:

Escudos antidragón a 500 $

Detectores portátiles de madrigueras a 250 $

Flechas antidragón a 100 $ la unidad

Picos a 5 $ Palas a 5 $ y Sacos a 1 $

Vimes se lo devolvió.

—¿Para qué son los sacos? —quiso saber.

—Para llevar el oro.

—Ah, claro —asintió el capitán, sombrío—. Cómo no se me habrá ocurrido.

—Le diré una cosa —insistió Ruina—, le diré una cosa. Para nuestros muchachos de marrón, un diez por ciento de descuento.

—¿Y vas a la ruina, Ruina?

—¡Quince por ciento para los oficiales! —lo apremió el vendedor, mientras Vimes se alejaba.

El motivo del deje de pánico que había en su voz fue pronto evidente: tenía mucha competencia.

Los habitantes de Ankh-Morpork no eran héroes por naturaleza, pero sí vendedores por naturaleza. En el espacio de pocos metros, Vimes podría haber comprado un buen número de armas mágicas con sus correspondientes certificados de autenticidad, una capa de invisibilidad (buena idea, pensó, y le impresionó de verdad la manera en que el vendedor usaba un espejo sin cristal) y, por supuesto, galletitas en forma de dragón, globos y molinillos. Los brazaletes de cobre que espantaban a los dragones también eran un buen golpe.

Parecía haber tantos sacos y palas como espadas.

Oro. Lo importante era el oro.

¡Cincuenta mil dólares! Un oficial de la Guardia cobraba treinta dólares al mes, y de ahí tenía que pagar sus armas si se le mellaban.

Qué no podría hacer él con cincuenta mil dólares…

Vimes meditó sobre eso un momento, y luego pensó en lo que podría hacer con cincuenta mil dólares. Para empezar, eran muchas más cosas.

Casi tropezó con un grupo de hombres que se arremolinaban en torno a un cartel clavado a la pared. En él, ciertamente, se decía que la cabeza del dragón que había aterrorizado a la ciudad valdría cincuenta mil dólares para el valiente que la llevara al palacio.

Uno de los hombres que formaban un grupo, quien a juzgar por su corpulencia, armas y manera de seguir lentamente las letras con el dedo, era un héroe importante, estaba leyendo en voz alta para los demás.

—… al pa… la… ci… o —concluyó.

—Cincuenta mil —reflexionó otro, frotándose la barbilla.

—No es mucho —replicó el intelectual—. Por debajo de los precios de mercado. Debería ser la mitad del reino y la mano de su hija en matrimonio.

—Sí, pero es que no es un rey. Es un patricio.

—Bueno, pues la mitad de su patrimonio, o lo que sea. ¿Cómo es su hija?

Los cazarrecompensas reunidos no lo sabían.

—No está casado —los informó Vimes—. Y no tiene hijas.

Se volvieron y lo miraron de arriba abajo. El capitán leyó el desdén en sus ojos. Probablemente mataban a docenas como él todos los días.

—¿Ni una hija? —bufó uno—. ¿Quiere que la gente vaya por ahí matando dragones, y no tiene ni una hija?

Vimes se sintió obligado a apoyar al gobernante de la ciudad.

—Pero tiene un perrito, lo quiere mucho —sugirió.

—Vaya asco, ni una hija. ¿Y qué se puede hacer con cincuenta mil dólares hoy en día? Es lo que me gasto yo en redes.

—Y tanto —asintió otro—. La gente cree que es una fortuna, pero no se dan cuenta de que no tenemos pensión, de que corremos con todos los gastos médicos, de que necesitamos comprar y reparar el equipo…

—… ropa para las vírgenes que nos encontramos por ahí, que siempre están desnudas… —asintió otro cazador, éste gordito.

—Eso, y también…, ¿cómo has dicho?

—Es que mi especialidad son los unicornios —le explicó con una sonrisita avergonzada.

—Ah, claro. —El que había hablado en primer lugar parecía morirse por preguntar algo—. Creí que ya no quedaban.

—Casi han desaparecido, sí. Y tampoco se ven muchos unicornios.

Vimes tuvo la sensación de que era el único chiste que el hombre sabía hacer, y que lo repetía hasta la saciedad.

—Sí, claro —asintió el primero—. Son malos tiempos.

—Y los monstruos son cada vez más descarados —intervino otro.

—Las hembras son las peores —asintió uno—. Conocí a una gorgona bizca, era un espanto. La pobre lo pasaba fatal, siempre tenía la nariz convertida en piedra.

—Y siempre nos estamos jugando el pellejo —dijo el intelectual, tratando de volver a las raíces de la conversación—. Ojalá tuviera un dólar por cada caballo que me han devorado de debajo de las piernas.

—Y tanto. ¿Cincuenta mil dólares? Que se los guarde.

—Eso.

—Tacaño, el tío.

—Vamos a beber algo.

—Bien pensado.

Todos asintieron muy dignamente, y se alejaron en dirección al Tambor Remendado. Todos excepto el intelectual, que miró a Vimes.

—¿Qué clase de perro? —preguntó.

—¿Cómo?

—Que qué clase de perro.

—Un terrier pequeñito, creo —respondió Vimes.

El cazador meditó un momento.

—Naaa —dijo al final.

Se encaminó también hacia la taberna.

—¡Creo recordar que tiene una tía en Pseudópolis! —le gritó Vimes.

No obtuvo respuesta. El capitán de la Guardia se encogió de hombros y echó a andar hacia el palacio del patricio…

… donde el patricio estaba teniendo un almuerzo muy difícil.

—¡Caballeros! —exclamó—. Sinceramente, no sé qué más se puede hacer.

Los líderes civiles allí reunidos murmuraron entre ellos.

—En momentos como éste, lo tradicional es que aparezca un héroe —dijo el presidente del Gremio de Asesinos—. Un matador de dragones. ¿Y dónde está, quisiera yo saber? ¿Por qué de nuestras academias no salen jóvenes con el tipo de instrucción que requiere la sociedad?

—Cincuenta mil dólares no parece mucho —señaló el portavoz del Gremio de Ladrones.

—No te parecerá mucho a ti, amigo mío, pero la ciudad no puede permitirse el lujo de pagar más —replicó el patricio con firmeza.

—Si no se permite el lujo de pagar más, mucho me temo que no habrá ciudad —replicó el ladrón.

—¿Y qué pasa con el comercio? —intervino el representante del Gremio de Mercaderes—. No nos van a enviar barcos con manjares exóticos para que los incinere ese dragón.

—¡Caballeros! ¡Caballeros! —El patricio alzó los brazos en gesto conciliador—. Me parece —siguió, aprovechando la breve pausa— que lo que tenemos aquí es un fenómeno estrictamente mágico. Me gustaría oír la opinión de nuestro experto en la materia.

Alguien dio un codazo al archicanciller de la Universidad Invisible, que se había adormilado.

—¿Eh? ¿Qué?

—Nos preguntábamos —insistió el patricio, en voz aún más alta—, qué piensas hacer con este dragón tuyo.

El archicanciller era viejo, pero toda una vida de supervivencia en el competitivo mundo de la magia y la retorcida política en la Universidad Invisible lo habían preparado para salir con un argumento defensivo en una fracción de segundo. Si uno dejaba que ese tipo de afirmaciones ingeniosas pasaran sin respuesta, no duraba mucho tiempo como archicanciller.

—¿Mi dragón?

—Todo el mundo sabe que los grandes dragones se extinguieron —replicó el patricio con brusquedad—. Además, su hábitat era rural, siempre rural. Así que es obvio que éste debe de tener un origen mág…

—Con todo respeto, lord Vetinari —lo interrumpió el archicanciller—, se ha dicho a menudo que los dragones se extinguieron, pero las pruebas que se nos han presentado, si me permites el atrevimiento, hacen que debamos dudar de esa teoría. En cuanto a su hábitat, lo que estamos viendo es un simple cambio en las pautas de comportamiento, ocasionado por la proliferación de zonas urbanas y la progresiva degradación del campo, que ha obligado a muchas criaturas a adoptar, incluso a abrazar, una forma de vida más municipal, y a aprovechar las oportunidades que les ofrece la urbe. Sin ir más lejos, cerca del cubo de basura de mi casa siempre hay algún zorro rondando.

Sonrió ampliamente. Se las había arreglado para recitar todo el párrafo sin siquiera tener que pensar.

—¿Estás sugiriendo que esta bestia es el primer dragón urbano? — preguntó el asesino.

—Así funciona la evolución —asintió alegremente el mago—. Además, no le irá nada mal —añadió—. Tiene escondrijos de sobras, y un suministro de comida prácticamente inagotable.

La última afirmación fue acogida con un silencio, y fue el comerciante el que lo rompió.

—¿Qué es lo que comen, exactamente?

El ladrón se encogió de hombros.

—Me parece recordar historias sobre vírgenes encadenadas a grandes rocas —sugirió.

—Pues por aquí se morirá de hambre —señaló el asesino—. No creo que quede ninguna.

—Antes también pasaban bastante hambre —aportó el ladrón—. No sé si eso sirve de ayuda…

—En cualquier caso, parece que el problema vuelve a tus manos, señor —dijo el jefe de los comerciantes, dirigiéndose al patricio.

Cinco minutos más tarde, el patricio recorría una y otra vez el Despacho Oblongo, echando humo.

—¡Se estaban riendo de mí! —exclamó—. ¡Lo noté perfectamente!

—¿Sugeriste la creación de una comisión investigadora? —preguntó Wonse.

—¡Por supuesto! Pero esta vez no tragaron. La verdad, estoy pensando seriamente en aumentar la recompensa.

—No creo que sirviera de nada, mi señor. Cualquier matador de monstruos profesional conoce bien la tarifa que se paga por este tipo de trabajos.

—¡Ja! La mitad del reino —bufó el patricio.

—Y la mano de tu hija en matrimonio —añadió Wonse.

—Supongo que no valdrá con una tía —sugirió lord Vetinari, esperanzado.

—La tradición exige que sea una hija, mi señor.

El patricio asintió, sombrío.

—Quizá podamos sobornarlo. ¿Son inteligentes los dragones?

—Creo que la palabra adecuada en este caso es «astutos», mi señor —señaló Wonse—. También tengo entendido que les gusta mucho el oro.

—¿De verdad? ¿Y en qué lo gastan?

—Duermen sobre él.

—¿Cómo, lo meten en un colchón?

—No, mi señor. Directamente sobre el oro.

El patricio dio unas vueltas a la idea.

—¿No les resulta un poco duro?

—Supongo que sí, señor. Pero no creo que nadie se lo haya preguntado nunca.

—Mmm. ¿Pueden hablar?

—Al parecer, se les da muy bien.

—Ah. Muy interesante.

El patricio estaba pensando: si el dragón puede hablar, puede negociar. Si puede negociar, lo tendré atrapado por los pelos…, bueno, por las escamas.

—Y se dice que son aduladores.

—Cada vez más interesante.

Se oyeron unas voces apagadas en el pasillo, y un criado hizo pasar a Vimes.

—Ah, capitán —lo saludó el patricio—. ¿Hay algún progreso?

—¿Cómo dices, señor? —replicó Vimes, mientras la lluvia le chorreaba de la capa.

—Que si has hecho algún progreso en dirección a la captura de este dragón —insistió lord Vetinari con firmeza.

—¿El ave zancuda?

—Sabes muy bien lo que quiero decir —insistió el gobernante de Ankh-Morpork con brusquedad.

—Se están realizando investigaciones —respondió Vimes de manera automática.

El patricio bufó.

—Lo único que tienes que hacer es encontrar su madriguera —dijo—. Una vez des con la madriguera, habrás dado con el dragón. Es evidente. La mitad de la ciudad la está buscando.

—Si es que hay una madriguera —replicó Vimes.

Wonse lo miró con interés.

—¿Por qué dices eso?

—Estamos analizando todas las posibilidades —insistió el capitán, reservado.

—Si no tiene madriguera, ¿dónde se pasa los días? —preguntó el patricio.

—Se están realizando investigaciones.

—Pues que se realicen deprisa. Y busca esa madriguera —ordenó el patricio con brusquedad.

—Sí, señor. Permiso para retirarme, señor.

—Claro, claro. Pero espero progresos para esta misma noche, ¿entendido?

A ver, ¿por qué dudo de que tenga una madriguera?, pensó Vimes mientras salía a la luz del sol, a la plaza atestada de gente. Porque no parece real, por eso mismo. Y si no es real, no tiene por qué hacer cosas lógicas. ¿Cómo pudo salir de un callejón sin haber entrado?

Una vez eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad. El problema estribaba en decidir qué era lo imposible, claro. Eso era lo difícil.

Autore(a)s: