¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

En este momento, viene muy bien un poco de estímulo exterior. «Todo irá bien» es una de las frases preferidas, mientras que «¿Alguien ha apuntado la matrícula?» significa que las cosas van mal. Pero cualquiera de las dos es mejor que «Vosotros dos, sujetadle las manos a la espalda».

De hecho, alguien dijo:

—Ha estado a punto de palmarla, capitán.

Las sensaciones de dolor, que habían aprovechado la inconsciencia de Vimes para salir a fumar un metafórico cigarrillo rápido, volvieron precipitadamente.

—Arrrgh —dijo Vimes.

Abrió los ojos.

Había un techo. Eso descartaba buen número de opciones desagradables, y lo tranquilizó un tanto. Su visión borrosa también había descubierto al cabo Nobbs, que no era tan tranquilizador. El cabo Nobbs no demostraba nada: uno podía estar muerto y, aun así, ver algo semejante al cabo Nobbs.

En Ankh-Morpork no había muchos hospitales. Todos los Gremios tenían sus propios sanatorios, y había unos cuantos públicos, dirigidos por extrañas organizaciones religiosas, como los Monjes Equilibradores. Pero, en términos generales, la atención médica era inexistente, y la gente se tenía que morir de una manera poco organizada, sin la ayuda de médicos. Todo el mundo daba por sentado que la existencia de medicamentos potenciaba la blandenguería, y en cualquier caso iba contra las leyes de la naturaleza.

—¿He preguntado ya que dónde estoy? —insistió Vimes débilmente.

—Sí.

—¿He recibido una respuesta?

—No sé qué lugar es éste, capitán. Pertenece a una dama de postín. Dijo que te trajéramos aquí arriba.

Aunque la mente de Vimes parecía llena de tentáculos rosados, consiguió atrapar al vuelo las dos pistas y hacerlas encajar. La combinación de «postín» y «aquí arriba» significaba algo, al igual que el extraño olor químico en la habitación, que dominaba incluso el aroma habitual y conocido de Nobby.

—No te referirás a lady Ramkin, ¿verdad? —preguntó con cautela.

—Pues puede que sí. Una tipa enorme. Anda loca por los dragones. —El rostro ratonil de Nobby se distendió en la más espantosa sonrisa que Vimes había visto—. Estás en su cama —le informó.

Vimes miró a su alrededor, sintiendo cómo le invadían las primeras oleadas de pánico. Porque, ahora que conseguía concentrarse mínimamente, captaba una cierta falta de virilidad en la habitación. Para empezar, olía ligeramente a polvos de talco.

—Espera un momento, espera un momento —dijo—. Había un dragón. Estaba sobre nosotros…

El recuerdo lo inundó y lo golpeó como un zombi con mala leche.

—¿Te encuentras bien, capitán?

… las garras extendidas, tan abiertas como los brazos de un hombre; el retumbar de las alas, más sonoro que las velas de toda una flotilla; el hedor de sólo los dioses sabían qué ácidos…

Le había pasado tan cerca que casi pudo ver las pequeñas escamas de sus patas y el brillo rojo de sus ojos. No eran simples ojos de reptiles. Eran ojos en los que uno podía ahogarse.

Y el aliento, tan ardiente que ni siquiera era fuego, sino algo casi sólido, capaz no de quemar cosas, sino de hacerlas pedazos…

Por otra parte, él estaba allí, vivo y coleando. Sentía como si le hubieran golpeado el costado izquierdo con una barra de hierro, pero estaba vivo.

—¿Qué sucedió? —quiso saber.

—Fue el joven Zanahoria —le informó Nobby—. Os cogió al sargento y a ti, y saltó del tejado justo antes de que nos alcanzara.

—Me duele el costado. Creo que me dio de refilón —le dijo Vimes.

—No, me parece que ahí es donde te golpeaste al chocar con el techo del excusado —le corrigió Nobby—. Luego caíste rodando contra el depósito de agua.

—¿Y Colon? ¿Le pasa algo?, ¿está herido?

—Herido, lo que se dice herido, no. Aterrizó sobre algo más blando. Como pesa tanto, atravesó el techo. Se pegó un buen baño en…

—¿Y qué pasó luego?

—Bueno, pues te pusimos lo mejor que pudimos, y luego todos corrimos a buscar al sargento, llamándolo a gritos. Hasta que descubrimos dónde estaba, claro, luego sólo lo llamamos a gritos. Y luego llegó esa mujer, y empezó a chillar —terminó Nobby.

—¿Te refieres a lady Ramkin? —replicó Vimes con frialdad.

Ahora las costillas le dolían en todo su esplendor.

—Sí, una tía enorme —asintió Nobby, inmutable—. ¡Madre mía, qué manera de dar órdenes a la gente! «Oh, pobre hombre, hay que llevarlo a mi casa ahora mismo.» Así que lo hicimos. Además, es el mejor lugar. En la ciudad todo el mundo va corriendo como pollos sin cabeza.

—¿Ha causado muchos destrozos?

—Bueno, cuando te quedaste noqueado, los magos le lanzaron bolas de fuego. No le hizo gracia. El único efecto visible fue que le hicieron más fuerte y más furioso. Incendió toda un ala de la Universidad.

—¿Y luego…?

—Eso es todo. Pegó fuego a unos cuantos edificios más, y luego se largó volando entre el humo.

—¿Nadie vio adónde se fue?

—Si lo vieron, no nos lo quieren decir. —Nobby se acomodó en la silla—. Es un asco que la pobre viva en una habitación así. Tiene dinero a patadas, según dice el sargento, no tiene por qué vivir en una habitación tan vulgar. ¿De qué sirve no querer ser pobre si los ricos viven en habitaciones así? Debería haber mármol por todas partes —bufó—. Además, me dijo que la llamara en cuanto te despertaras. Está dando de comer a los dragones. Qué bichejos tan raros, ¿verdad? Me extraña que le permitan tenerlos.

—¿Qué quieres decir?

—Te puedes imaginar. Que son de la misma especie que el otro, y todo eso.

Cuando Nobby salió arrastrando los pies, Vimes echó otro vistazo por la habitación. Desde luego, carecía de los panes de oro y mármoles que, según Nobby, eran propios de la gente que ha llegado a la cúspide en la vida. Todos los muebles eran viejos, y los cuadros de las paredes, aunque indudablemente valiosos, eran del tipo de cuadros que uno cuelga en el dormitorio porque no se le ocurre otro sitio donde colgarlos. Había también unas cuantas acuarelas de aficionado sobre dragones. En resumen, era el tipo de habitación cuyo propietario no la ha compartido jamás, y la ha moldeado distraídamente a su alrededor a lo largo de muchos años.

Era, desde luego, el dormitorio de una mujer, pero de una mujer que se hubiera dedicado alegremente a vivir su propia vida, pensando que eso de los romances era algo que les sucedía a otras personas.

La ropa de hogar que quedaba a la vista había sido elegida por sus sensatas cualidades de resistencia al uso, seguramente por alguna generación anterior, más que por su utilidad como artillería ligera en la guerra entre los sexos. Había frascos y botes en la cómoda, pero una cierta austeridad en sus formas sugería que las etiquetas dirían algo como «frotar en la espalda por las noches», en vez de «sólo una gota tras las orejas». Uno se podía imaginar que la ocupante de aquella habitación había dormido allí toda su vida, y que su padre la había llamado «mi nenita» hasta que la pobre tuvo cuarenta años.

Había un amplio y sensato camisón azul colgado tras la puerta. Sin necesidad de comprobarlo, Vimes supo que habría un conejito de peluche en el bolsillo.

Era, en resumen, la habitación de una mujer que nunca había esperado que la viera un hombre.

En la mesilla de noche había un montón de revistas y papeles. Sintiéndose culpable, pero haciéndolo de todos modos, Vimes echó un vistazo.

Todos hablaban de dragones. Había cartas del Comité de Exhibiciones del Club Caverna, y de la Liga de Amigos de los Lanzallamas. Había folletos y anuncios del Refugio para Dragones Enfermos («El fuego del pobre VINNY casi se había apagado tras cinco años de ser usado cruelmente para levantar pintura vieja, pero ahora…»). También vio peticiones de donativos, invitaciones a charlas y, en fin, cosas que delataban un corazón generoso en el que cabía todo el mundo, o al menos la parte del mundo que tenía alas, escamas y respiraba fuego.

Si uno dejaba que su mente se concentrara mucho en habitaciones como aquélla, podía acabar sintiéndose extrañamente triste, lleno de una compasión abstracta que le llevaría a pensar que lo mejor era acabar con la raza humana y empezar de cero, o como mínimo desde las amebas.

Además del montón de papeles, había un libro. Vimes extendió un brazo, no sin dolor, y leyó el título. Era Enfermedades de los dragones, por Sybil Deidre Olgivanna Ramkin.

Fue pasando las páginas con una mezcla de espanto y fascinación. En ellas vio otro mundo, un mundo de problemas extrañísimos. Garganta Seca. Placas en el Pulmón. Inhalación de Hollín. Tras leer unos cuantos párrafos, empezó a pensar que era sorprendente que un dragón de los pantanos viviera para contemplar un segundo amanecer. Hasta el hecho de cruzar una habitación podía considerarse un triunfo biológico.

Apartó la vista de las ilustraciones, dibujadas trabajosamente. Hay un límite para el número de entrañas que uno puede ver sin que lo afecten.

Alguien llamó a la puerta.

—¡Eh! ¿Está usted visible?

Lady Ramkin entró con una alegre sonrisa de oreja a oreja.

—Eh…

—Le he traído algo nutritivo.

Sin saber muy bien por qué, Vimes imaginó que sería sopa. Pero no, se trataba de un plato lleno hasta los topes de beicon, patatas y huevos fritos. Casi pudo oír los gritos de espanto de sus arterias al contemplarlo.

—También he preparado un budín —añadió lady Ramkin—. La verdad, no suelo cocinar tanto para mí sola. Ya sabe, una acaba comiendo cualquier cosa.

Vimes pensó en las cosas que solía comer él en su habitación. La carne siempre era gris, y tenía misteriosos tubitos.

—Eh… —repitió. No estaba acostumbrado a hablar con las mujeres desde dentro de sus camas—. El cabo Nobby me ha dicho que usted…

—¡Qué hombre tan pintoresco, ese Nobby! —asintió lady Ramkin.

Vimes no estaba muy seguro de poder soportar aquello.

—¿Pintoresco? —inquirió débilmente.

—Todo un personaje. Hemos congeniado de maravilla.

—¿Si?

—Oh, y tanto. Cuenta unas anécdotas graciosísimas.

—Sí, eso es cierto. Se sabe muchas.

A Vimes nunca dejaba de sorprenderle lo bien que se llevaba Nobby con casi todo el mundo. Supuso que tenía algo que ver con eso del común denominador. En el mundo de las matemáticas, no podía haber un denominador más común que Nobby.

—Eh… —empezó por tercera vez, sin poder abandonar tan peculiar conversación—, ¿no le parece que usa un lenguaje un poco…, eh…, fuerte?

—Popular —lo corrigió alegremente lady Ramkin—. Tendría que haber oído a mi padre cuando se enfadaba. En cualquier caso, hemos descubierto que tenemos muchas cosas en común. Es una coincidencia increíble, pero mi abuelo una vez hizo azotar a su abuelo por hurto.

Eso los convertía prácticamente en miembros de la misma familia, pensó Vimes. Otra ráfaga de dolor en el costado magullado le hizo cerrar los ojos.

—Tiene unas cuantas contusiones, y probablemente un par de costillas rotas —dijo la dama—. Si se da la vuelta, le pondré un poco más de esto.

Exhibió un tarro de ungüento amarillo. El rostro de Vimes reflejó el pánico. Instintivamente, se tapó con las sábanas hasta el cuello.

—No sea crío, capitán —bufó ella—. No voy a ver nada que no haya visto antes. Todos los traseros son iguales. Lo que pasa es que los que yo veo a menudo suelen tener colas y escamas. Venga, dése la vuelta y súbase la camisa. Era de mi abuelo, ¿sabe?

No había manera de desobedecer a aquel tono de voz. Vimes pensó exigir que entrara Nobby para hacer de carabina, pero luego decidió que eso sería aún peor.

La crema quemaba como el hielo.

—¿De qué es eso?

—De un montón de cosas. Aliviará el dolor de las contusiones y ayudará a que nazcan escamas sanas.

—¿Qué?

—Lo siento. Probablemente no sean escamas. No ponga esa cara de miedo, estoy casi segura. Bueno, ya está.

Le dio una palmadita en el trasero.

—Señora, soy el capitán de la Guardia Nocturna —dijo Vimes, aun sabiendo que era una soberana estupidez.

—Y está medio desnudo en la cama de una dama —replicó lady Ramkin, inamovible—. Ahora, siéntese y tómese el té. Tenemos que hacer que se ponga fuerte.

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