¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Y claro, también estaba el curioso incidente del orangután durante la noche…

Durante el día, la biblioteca era un hervidero de actividad. Vimes caminó por ella, algo inseguro. Teóricamente, podía ir a cualquier lugar de la ciudad, pero la Universidad siempre alegaba atenerse sólo a las leyes taumatúrgicas, y al capitán no le interesaba hacerse enemigos con los que uno tuviera suerte si acababa con la misma temperatura, por no mencionar la misma forma.

Encontró al bibliotecario subido en su escritorio. El simio le dirigió una mirada expectante.

—Lo siento, todavía no lo hemos encontrado —le dijo Vimes—. Se están realizando investigaciones. Pero hay algo en lo que puedes ayudarme.

—¿Oook?

—Bueno, esto es una biblioteca mágica, ¿no? O sea, estos libros tienen una especie de inteligencia, o algo así. Así que he estado pensado: si yo entrara aquí de noche, seguro que armarían un buen jaleo, porque no me conocen. Pero, si me conocieran, no les importaría. O sea, que el que se llevó el libro tuvo que ser un mago, ¿no crees? O, como mínimo, alguien que trabaja en la Universidad.

El bibliotecario miró a derecha e izquierda, agarró a Vimes por la mano y lo llevó hasta el refugio formado por un par de estanterías. Sólo entonces asintió.

—¿Alguien a quien conocen?

Un encogimiento de hombros, otro asentimiento.

—Por eso nos lo contaste a nosotros, ¿verdad?

—Oook.

—En vez de informar al Consejo de la Universidad.

—Oook.

—¿Se te ocurre quién pudo ser?

El bibliotecario se encogió de hombros, un gesto de lo más expresivo en alguien cuyo cuerpo parecía un saco colgado entre dos omoplatos.

—Bueno, en fin… Infórmame si sucede alguna otra cosa extraña, ¿de acuerdo? —Vimes paseó la vista por las hileras de libros—. Más extraña de lo habitual, quiero decir.

—Oook.

—Gracias. Es un placer tratar con un ciudadano que considera su deber colaborar con la Guardia.

El bibliotecario le dio un plátano.

Vimes se sentía curiosamente satisfecho al volver a las calles abarrotadas de gente. Desde luego, estaba ejerciendo como detective. Había montones de cositas, como si fuera un puzzle. Ninguno de los detalles tenía sentido en sí, pero todos juntos sugerían una imagen más grande. Lo único que necesitaba era encontrar una esquina, o quizá un trozo del borde…

Pese a lo que pudiera pensar el bibliotecario, él estaba convencido de que no se trataba de un mago. Al menos, no de un mago de los de siempre, un mago profesional. Aquel tipo de acciones no encajaban en su estilo.

Y luego, por supuesto, estaba el asunto de la madriguera. Lo más sensato sería esperar a ver si el dragón aparecía aquella noche, y averiguar dónde. Eso implicaba situarse en un lugar alto. ¿Había alguna manera de detectar a los dragones? Había echado un vistazo a los «detectores» de Y-Voy-A—La-Ruina Escurridizo, que consistían únicamente en un trozo de madera fijado a una barra metálica. Cuando la barra se fundía, era que habías encontrado al dragón. Al igual que la mayoría de los artilugios de Y-Voy-A—La-Ruina, era absolutamente eficaz, y al mismo tiempo completamente inútil.

Tenía que haber alguna manera de averiguarlo, alguna manera mejor que esperar hasta que se te quemaran los dedos hasta el hueso.

El sol poniente se extendió por el horizonte como un huevo ligeramente escalfado.

Los tejados de Ankh-Morpork estaban siempre llenos de gárgolas, pero ahora lucían también un buen número de caras humanas. Las caras iban pegadas a cuerpos que esgrimían terribles armas caseras, transmitidas de generación en generación durante siglos, a veces a la fuerza.

Desde su oteadero en el tejado de la Casa de la Guardia, Vimes alcanzaba a ver a los magos en los techos de la Universidad, y las bandas de oportunistas buscadores de oro aguardando en las calles, con las palas preparadas. Si era verdad que el dragón tenía un lecho en algún lugar de la ciudad, pronto le tocaría dormir en el suelo.

Desde algún lugar de la calle oyó los gritos de Y-Voy-A—La-Ruina, o alguno de sus colegas, vendiendo perritos calientes. Vimes sintió una repentina oleada de orgullo cívico. Algo de bueno debían de tener los ciudadanos cuando, en aquellos momentos en que se avecinaba la catástrofe, pensaban en vender perritos calientes a sus convecinos.

La ciudad aguardaba. Aparecieron unas cuantas estrellas.

Colon, Nobby y Zanahoria estaban también en el tejado. Colon estaba de mal humor, porque Vimes le había prohibido usar el arco y las flechas.

Eran ilegales en la ciudad, puesto que los arcos utilizados podían hacer que la flecha se clavara en un espectador inocente a cien metros de distancia, en vez de en el espectador inocente al que iba destinada.

—Es cierto —asintió Zanahoria—. Lo dice el Acta de Armas Arrojadizas, según la legislación de seguridad ciudadana, Artículo 1634.

—Deja ya de citar todas esas tonterías —bufó Colon—. ¡Ya no tenemos esas leyes! ¡Son cosas de antes! Ahora todo es mucho más como se diga. Mucho más pragmático.

—Con ley o sin ley —intervino Vimes—, he dicho que guardes ese arco.

—¡Pero, capitán, siempre se me dio muy bien manejarlo! —protestó Colon—. Además —añadió, conciliador—, hay mucha gente que los lleva.

Eso era cierto. Los tejados contiguos estaban más erizados que un puercoespín. Si el maldito dragón se presentaba, más le valía no volar bajo. Casi inspiraba compasión.

—He dicho que lo guardes —replicó Vimes—. No quiero que mis guardias vayan por ahí disparando contra los ciudadanos. Fuera ese arco.

—Es cierto —lo apoyó Zanahoria—. Estamos aquí para proteger y servir, ¿verdad, capitán?

Vimes lo miró de soslayo.

—Eh… —titubeó—. Sí. Eso. Es verdad.

En el tejado de su casa de la colina, lady Ramkin situó una sillita plegable un tanto inadecuada, montó el telescopio, situó la bandeja con bocadillos y el termo de café en la baranda ante ella, y se sentó a esperar. Tenía una libreta de notas sobre las rodillas.

Transcurrió media hora. Andanadas de flechas saludaron a una nube, a varios murciélagos desafortunados, y a la luna cuando salió.

—Qué asco de gentuza, qué poca profesionalidad —dijo Nobby, al final—. Lo van a espantar.

El sargento Colon bajó su lanza.

—Eso parece —asintió.

—Además, empieza a hacer frío —señaló Zanahoria.

Dio un codazo educado al capitán Vimes, que estaba apoyado en la chimenea y contemplaba absorto el cielo.

—Quizá deberíamos bajar ya, señor —añadió—. La mayoría de la gente se está marchando.

—¿Mmm? —respondió Vimes, sin apartar la vista de las nubes.

—Además, parece que va a llover —insistió el muchacho.

El capitán no dijo nada. Durante algunos minutos, había estado contemplando la Torre del Arte, que era el centro de la Universidad Invisible y, según se decía, el edificio más viejo de la ciudad. Desde luego, era el más alto. El tiempo, el clima y las reparaciones chapuceras le habían dado una apariencia desastrada, como un árbol que hubiera soportado demasiadas tormentas.

Vimes estaba tratando de recordar la forma del edificio. Como suele suceder con muchas cosas que son completamente familiares, hacía años que no miraba de verdad la torre. Ahora intentaba convencerse a sí mismo de que el bosque de torreones y almenas que había en la cima tenía exactamente el mismo aspecto que el día anterior.

Le estaba costando trabajo.

Sin apartar los ojos, cogió al sargento Colon por el hombro y lo hizo mirar en la dirección que le interesaba.

—¿No ves nada extraño en la cima de la torre? —le preguntó.

Colon miró fijamente hacia donde le indicaba, y al final dejó escapar una risita nerviosa.

—Bueno, parece que haya un dragón sentado allí, ¿verdad?

—Sí. Es lo que pensaba.

—Pero…, sólo que… si lo miras bien, se nota que es una ilusión, por las sombras y la hiedra y todo eso. Atento, si entrecierras un ojo, parecen dos ancianas con una rueca.

Vimes lo intentó.

—No —dijo—. Me sigue pareciendo un dragón. Un dragón grande. Como acuclillado, y mirando hacia abajo. Mira, hasta se le ven las alas plegadas.

—No creo, señor. Es un efecto causado por un torreón en ruinas.

Siguieron mirando un rato.

—Dime, sargento —dijo Vimes al final—. Lo pregunto sólo por saber, ¿qué crees que causa el efecto de un par de alas enormes desplegándose?

Colon tragó saliva.

—Creo que está causado por un par de alas enormes desplegándose, señor.

—En el grano, sargento.

El dragón emprendió el vuelo. No tomó carrerilla, ni nada por el estilo. Se limitó a elevarse sobre la torre, para después bajar en un picado, mitad caída y mitad vuelo, y desaparecer tras los edificios de la Universidad.

Vimes se descubrió esperando oír el golpe.

Y entonces el dragón volvió a aparecer, se movía como una flecha, se movía como un cometa, se movía como algo que acaba de convertir una caída de diez metros por segundo en un ascenso de diez metros por segundo. Planeó sobre los tejados, un poco por encima de las cabezas de los espectadores, de una manera tanto más horrenda por lo silenciosa. Era como si estuviera hendiendo el aire con todo cuidado.

Los guardias se lanzaron de bruces al suelo. Vimes alcanzó a ver un breve atisbo de una cabeza, vagamente equina, cuando pasó sobre ellos.

—Mierda —exclamó Nobby, incrustado contra el alero.

Vimes se aferró a la chimenea aún con más fuerza, y se incorporó.

—Estás de uniforme, cabo Nobbs —dijo con una voz que apenas temblaba.

—Lo siento, capitán. Mierda, señor.

—¿Dónde está el sargento Colon?

—Aquí abajo, señor. Agarrado a la cañería, señor.

—Oh, por todos los dioses. Ayúdame a subirlo, Zanahoria.

—Es increíble —exclamó el muchacho—. ¡Mirad eso!

Se podía deducir la posición del dragón por las andanadas de flechas que se alzaban de la ciudad, y por los gritos de los que resultaban heridos cuando volvían a caer.

—¡Y ni siquiera ha batido las alas todavía! —gritó Zanahoria, tratando de subirse a la chimenea—. ¡Mirad cómo vuela!

No tiene derecho a ser tan grande, se dijo Vimes, contemplando la gigantesca forma que sobrevolaba el río. ¡Es tan largo como una calle!

Se vio una humareda por encima de los muelles, y por un instante la criatura voló ante la luna. Entonces, por fin, batió las alas una vez, y fue como el sonido de las pieles húmedas de una manada de búfalos extendidas sobre un acantilado.

Describió un círculo cerrado, batió las alas un par de veces para cobrar velocidad, y volvió.

Cuando pasó sobre la Casa de la Guardia, escupió una columna de fuego. Las tejas no sólo se fundieron, más bien estallaron en esquirlas al rojo vivo. La chimenea explotó, y los ladrillos llovieron por toda la calle.

Las vastas alas se sacudieron en el aire mientras la criatura trazaba círculos sobre el edificio en llamas. El incendio se extendió rápidamente. A los pocos momentos, cuando no quedó más que un charco de roca fundida con algunas venillas y burbujas interesantes, el dragón volvió a remontarse con un aleteo despectivo, y se alejó sobre la ciudad.

Lady Ramkin bajó el telescopio y sacudió la cabeza lentamente.

—No es posible —susurró—. No es posible en absoluto. No debería ser capaz de hacer eso.

Volvió a levantar la lente y entrecerró los ojos, tratando de distinguir el edificio incendiado. Abajo, en sus jaulas, los dragoncitos aullaban.

Por tradición, cuando uno despierta de una inconsciencia normal y corriente, pregunta: «¿Dónde estoy?». Seguramente es parte del subconsciente colectivo o algo por el estilo.

Vimes lo preguntó.

La misma tradición ofrece un buen surtido dé segundas frases para elegir. También sugiere que el interesado compruebe que todas las partes de su cuerpo están en el mismo sitio que el día anterior.

Vimes lo comprobó.

Luego viene lo malo. Ahora que la bola de nieve de la conciencia ha empezado a rodar, se trata de averiguar si está despertando dentro de un cuerpo tirado en la calle con múltiples algo, el nombre que acompaña al adjetivo «múltiples» no importa, nunca es nada bueno, o si será un simple caso de sábanas blancas, una mano tranquilizadora y una eficaz figura de blanco que abre las cortinas. En este último caso lo peor ha pasado, lo único malo que queda por delante es té flojo, purés de verduras, breves paseos para revigorizar los músculos y posiblemente un corto romance platónico con una enfermera angelical. En el primero, quizá no haya transcurrido más que un instante, y un bastardo con un hacha se está precipitando hacia nosotros.

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