¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Así es la naturaleza —suspiró la dama—. Por supuesto, ni se me ocurriría emparejarlo. Además, le resultaría completamente imposible.

—¿Por qué? —se interesó Vimes.

—Porque los dragones tienen que copular en el aire, y éste jamás podría volar con esas alas. Lamentaré mucho perder la estirpe, claro. Su madre fue Brenda Rodley Mordiscoalarbol Escamabrillante. ¿Conoció a Brenda?

—Eh…, no —negó el capitán.

Lady Ramkin era una de esas personas que dan por supuesto que todo el mundo sabe lo que uno sabe.

—Una dragoncita preciosa. En fin, los hermanos y hermanas de éste están muy bien.

Pobre tipejo, pensó Vimes. Así es la naturaleza. Siempre trata a patadas al último de la camada.

No me extraña que la llamen madre…

— Decía usted que quería enseñarme algo —dijo lady Ramkin, interrumpiendo sus meditaciones.

Sin decir palabra, Vimes le tendió el paquete. Ella se quitó los gruesos guantes y lo desenvolvió.

—Una réplica en yeso de una huella —dijo—. ¿Y?

—¿Le recuerda a algo?

—Podría ser un ave zancuda.

—Oh.

Vimes se quedó cabizbajo.

—O un dragón muy grande. La ha sacado de algún museo, ¿verdad?

—No. La hice en una calle esta mañana.

—¿Eh? Alguien le ha gastado una broma pesada, amigo mío.

—No… es una…, eh…, una prueba circunstancial.

Se lo explicó. Ella le miró.

Draco nobilis — dijo con voz ronca.

—¿Cómo?

Draco nobilis. Dragón noble. Para diferenciarlos de estos pequeñajos. —Hizo un gesto señalando las hileras de lagartos silbantes—. Son Draco vulgaris, del primero al último. Pero los grandes han desaparecido, no sé si lo sabe. Esto es una tontería. No cabe la menor duda, desaparecieron todos. Y eran seres hermosísimos. Pesaban toneladas. Eran lo más grande que ha surcado el cielo. Nadie sabe cómo lo hacían.

Entonces, se dieron cuenta.

De repente, todo estaba en silencio.

Los dragoncitos estaban callados, con los brillantes ojos fijos en el tejado.

Zanahoria miró a su alrededor. Las estanterías se extendían en todas las direcciones. En los estantes había libros. Aventuró una suposición.

—Esto es la biblioteca, ¿no?

El bibliotecario, que lo llevaba cogido por la mano, suave pero firmemente, lo guió por el laberinto de pasillos.

—¿Hay un cadáver? —se interesó Zanahoria.

Seguro que sí. ¡Algo peor que un asesinato! Un cadáver en la biblioteca. Eso podía significar cualquier cosa.

Al final, el simio se detuvo ante una estantería que no parecía diferenciarse en nada de los otros cientos de estanterías. Algunos de los libros estaban encadenados. Había un hueco. El bibliotecario se lo señaló.

—Oook.

—Bueno, ¿y qué pasa? Hay un hueco donde debería haber un libro.

—Oook.

—Se han llevado un libro. ¿Se han llevado un libro? —Zanahoria se irguió con orgullo—. ¿Has llamado a la guardia porque alguien se ha llevado un libro ¿Y eso te parece peor que un asesinato?

El bibliotecario le dirigió el tipo de mirada que otras personas reservan para quien dice cosas como «Pues no sé qué tiene de malo el genocidio».

—Hacer perder el tiempo a la Guardia es prácticamente un delito —siguió Zanahoria—. ¿Por qué no se lo has dicho al jefe de los magos, o a quien mande por aquí?

—Oook.

El bibliotecario indicó, con una sorprendente economía de gestos, que la mayoría de los magos no se encontrarían ni sus propios traseros, y eso usando las dos manos.

—Pues la verdad, no sé qué podemos hacer nosotros —suspiró Zanahoria—. ¿Cómo se titulaba el libro?

El bibliotecario se rascó la cabeza. Aquello iba a ser difícil. Miró al muchacho, puso las manos juntas y luego las abrió.

—Ya sé qué es un libro. ¿Cómo se titula?

El bibliotecario se preparó mentalmente y alzó una mano.

—¿Cuatro palabras? —dijo Zanahoria—. Primera palabra.

El bibliotecario juntó el índice y el pulgar por las yemas.

—Una palabra cortita. Un. Una. El. La. Lo…

—¡Oook!

—¿La? La. Segunda palabra…, ¿tercera palabra? Otra palabra corta. Al. Por. Sin. De. Tr… ¿De? La algo De algo. Segunda palabra. ¿Qué? Oh. Primera sílaba. Tu estómago. Mi estómago. La botella. Ah, dentro de algo. Dentro. Entre. Inte… ¿In? ¡In! Segunda sílaba. A ver…

El orangután gruñó y se tiró de una oreja peluda.

—Ah, que la segunda sílaba suena como algo. Dientes. Morro. Labios. ¿Boca? ¡Boca! La Inboca… ¿Invocar? ¿Invocante? ¿Invocación? ¡Invocación! ¡La Invocación de Algo! Qué divertido es esto, ¿verdad? Cuarta palabra. La palabra completa…

Observó con atención mientras el bibliotecario realizaba gestos misteriosos.

—Algo grande. Algo muy grande. Sacude los brazos. Algo muy grande que sacude los brazos. Dientes. Sopla. Tiene mal aliento. Algo muy grande que sacude los brazos y sopla mal aliento. —El sudor corría por la frente de Zanahoria mientras intentaba obedientemente comprender—. Te chupas los dedos. Una cosa que se chupa los dedos. Quemado. Caliente. Una cosa grande que sacude los brazos y se chupa los dedos quemados…

El bibliotecario puso los ojos en blanco. ¿Homo Sapiens? Para quien lo quisiera.

El gran dragón maniobraba, giraba y surcaba el aire sobre la ciudad. Tenía el color de la luz de la luna reflejado en sus escamas. A veces podía virar y planear con engañosa velocidad sobre los tejados, por el puro placer de hacerlo, de existir.

Y aquello no podía ser, pensó Vimes. Parte de él se maravillaba ante la belleza del espectáculo, pero un grupo de células cerebrales, insistentes y cobardicas, se empeñaban en llenarle las sinapsis de datos y recuerdos.

Es un lagarto grande, le gritaban. Debe de pesar toneladas. No hay nada tan grande que pueda volar, ni aunque tenga las alas tan bonitas. ¿Y qué hace un lagarto tan grande, volando y con triangulitos en el lomo?

A ciento cincuenta metros por encima de él, una llamarada azul y blanca surcó el cielo.

¡No puede hacer eso! ¡Se achicharraría los labios!

Junto a él, lady Ramkin miraba con la boca abierta. Tras la dama, los dragoncitos enjaulados gimoteaban y se removían.

La gran bestia giró en el aire y descendió en picado sobre los tejados. Las llamas brotaron de nuevo. Aparecieron llamaradas amarillas. Todo se hizo con tanto silencio, con tanta clase, que Vimes tardó varios segundos en darse cuenta de que había prendido fuego a unos cuantos edificios.

—¡Cielos! —exclamó lady Ramkin—. ¡Mire! ¡Está liberando energía térmica! Por eso lanza fuego. —Se volvió hacia Vimes, con los ojos brillantes—. ¿Se da cuenta de que estamos presenciando un espectáculo que nadie ha visto desde hace siglos?

—¡Sí, un jodido lagarto volador está incendiando mi ciudad! —gritó el capitán.

Pero ella no le escuchaba.

—Debe de haber una colonia no muy lejos —dijo—. ¡Después de tanto tiempo! ¿Dónde cree que vive?

Vimes no lo sabía. Pero se prometió a sí mismo que lo averiguaría, y que le haría unas cuantas preguntas muy en serio.

—Un huevo —suspiró la criadora—. Ojalá pudiera tener un solo huevo…

El capitán la miró, sinceramente asombrado. Comprendió que era un hombre incapaz de apreciar determinado tipo de cosas.

Abajo, otro edificio empezó a arder.

—¿Qué distancia exactamente pueden recorrer estas criaturas volando? —preguntó, cuidando de vocalizar bien, como si hablara con un niño.

—Son animales muy territoriales —respondió la dama—. Según las leyendas…

Vimes comprendió que estaba a punto de recibir otra lección sobre la ciencia draconiana.

—Una respuesta concreta, señora, por favor —se impacientó.

—La verdad, no mucho —repuso ella, algo decepcionada.

—Gracias por todo, ha sido de una gran ayuda.

Se alejó a toda velocidad.

En algún lugar de la ciudad. No había nada fuera de ella, sólo kilómetros de campos descubiertos y pantanos. El dragón vivía en algún lugar de la ciudad.

Sus sandalias volaron sobre los adoquines, calle abajo. ¡En algún lugar de la ciudad! Cosa que era completamente imposible, claro. Imposible y ridícula.

Vimes pensó que no se merecía aquello. De todas las ciudades del mundo a las que podía volar el dragón, había elegido la suya…

Para cuando llegó al río, el dragón había desaparecido. Pero una columna de humo se elevaba sobre las calles, y se habían formado varias cadenas humanas para pasar cubos con trozos del río hasta los edificios afectados[14]. El trabajo se veía considerablemente dificultado por la riada de gentes que invadía las calles, transportando sus posesiones. La mayor parte de la ciudad era de madera y paja, y nadie quería correr riesgos.

De hecho, apenas había habido daños. Sí, apenas. Cosa extraña, si uno pensaba en ello.

En los últimos días, casi a hurtadillas, Vimes había empezado a llevar una libreta de notas, y apuntó los daños, como si escribiéndolo todo pudiera comprender el caos en que se había convertido el mundo.

A saber: un cobertizo para carruajes (perteneciente a un inofensivo hombre de negocios, que ha visto arder su carro nuevo).

A saber: una pequeña verdulería (incinerada con envidiable puntería).

Vimes estaba desconcertado. Había comprado allí manzanas en un par de ocasiones, y nunca había visto nada que pudiera ofender a un dragón.

Aun así, la bestia había sido muy considerada, pensó mientras caminaba hacia la Casa de la Guardia. Cuando uno imagina la cantidad de henares, patios de madererías, cobertizos, techos de paja y tiendas de aceite, es asombroso que se las haya arreglado para aterrorizar a todo el mundo sin causar apenas daños a la ciudad.

Los rayos de sol matutino taladraban ya los jirones de humo cuando abrió la puerta. Aquello era su hogar. No la pequeña habitación sin apenas muebles encima de la cerería, en el callejón Wixon, donde dormía, sino esta antipática habitación oscura que olía a chimeneas atascadas, a la pipa del sargento Colon, al misterioso problema personal de Nobby y, últimamente, al abrillantador para armaduras de Zanahoria. Sí, era casi como un hogar.

No había nadie más en aquel momento. No se sorprendió. Subió a su despacho y se recostó en la silla, cuyo cojín habría asqueado a un perro con incontinencia, se echó el casco sobre los ojos y trató de pensar.

Por el momento, no había prisa. El dragón había desaparecido entre el humo y la confusión, tan repentinamente como había llegado. Ya llegaría, y pronto, la hora de correr. Lo importante ahora era averiguar hacia dónde correr.

Había estado en lo cierto. ¡Un ave palmípeda! Pero ¿por dónde se empieza a buscar un maldito dragón en una ciudad con un millón de habitantes?

Se dio cuenta de que su mano derecha, con voluntad propia, había abierto el último cajón, y tres de sus dedos, actuando bajo órdenes personales de su inconsciente, estaban sacando una botella. Era una de esas botellas que se vacían solas. La razón le decía que a veces era obligatorio empezar alguna, romper el sello, ver el líquido ambarino hasta el cuello… Sencillamente, no podía recordar la sensación. Era como si las botellas le llegaran siempre con un tercio de su contenido.

Miró la etiqueta. Al parecer, se trataba del Whiskey Selecto Sangre de Dragón, de la casa Jimkin Abrazodeoso. Barato y potente, con él se podían encender hogueras y limpiar cucharas. No había que beber mucho para emborracharse, justo lo que necesitaba.

Fue Nobby quien lo despertó con las noticias de que había un dragón en la ciudad, y que el sargento Colon estaba bastante afectado. Vimes se incorporó y trató de aclararse la vista mientras iba entendiendo las palabras una a una. Al parecer, el hecho de tener un lagarto que respira fuego a pocos metros de la zona posterior puede hacer que se tambalee hasta la más robusta de las constituciones. Una experiencia así puede dejar marcada a una persona para siempre.

Vimes todavía estaba digiriendo los datos cuando llegó Zanahoria, con el bibliotecario balanceándose a su lado.

—¿Lo han visto? ¿Lo han visto? —preguntó.

—Todos lo hemos visto —asintió el capitán.

—¡Pues yo lo sé todo! —anunció Zanahoria con gesto triunfal—. Alguien lo ha traído aquí por medios mágicos. Alguien ha robado un libro de la Biblioteca, ¿y a que no adivinan cómo se titula?

—Me rindo —replicó Vimes débilmente.

—¡Se titula La invocación de dragones!

— Oook —confirmó el bibliotecario.

—Ah, ¿sí? ¿Y de qué va? —preguntó el capitán.

El bibliotecario puso los ojos en blanco.

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