¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Es verdad, se comió nuestra tetera y todo eso —asintió Colon, inseguro—. No va a huir después de haberse comido una tetera. Es evidente. Alguien capaz de comerse una tetera no huye de nada.

—Y mi abrillantador para armaduras —asintió Zanahoria—. Me costó casi un dólar la lata.

—Ahí lo tienes —dijo Colon—. Lo que decía yo.

—Mirad —replicó Vimes, reuniendo toda su paciencia—. Es un dragoncito encantador, yo lo apreciaba tanto como vosotros, un bicho simpático, pero acaba de hacer lo más sensato, dioses, no se va a dejar quemar vivo sólo para salvarnos. La vida no es así. Más vale que os hagáis a la idea.

En el cielo, el gran dragón surcó el aire e incendió una torre cercana. Había ganado.

—Nunca había visto una cosa semejante —dijo lady Ramkin—. Lo normal es que los dragones luchen hasta la muerte.

—Pues ha criado usted uno muy sensato —señaló Vimes con amargura—. Seamos sinceros: las posibilidades de que un dragón del tamaño de Errol derrote a otro tan grande son de una contra un millón.

Hubo uno de esos silencios que se hacen después de que alguien acaba de dar en el clavo de un asunto, y el mundo contiene la respiración.

Los guardias se miraron unos a otros.

—¿De una contra un millón? —preguntó Zanahoria como quien no quiere la cosa.

—Sin duda —asintió Vimes—. De un millón contra una.

Los guardias volvieron a mirarse.

—De una contra un millón —dijo Colon.

—De una contra un millón —asintió Nobby.

—Es verdad —repitió Zanahoria—. De una contra un millón.

Se hizo otro silencio agudo. Los guardias se estaban preguntando quién iba a ser el primero en decirlo.

El sargento Colon tomó aliento.

—Pero puede funcionar —terminó.

—¿De qué estáis hablando? —bufó Vimes—. No hay manera de que…

Nobby le dio un codazo apremiante en las costillas, y señaló hacia el extremo de las llanuras.

Allí había una columna de humo negro. Vimes entrecerró los ojos. Por encima del humo, desplazándose sobre un plantío de cebollas y acercándose a toda velocidad, había una bala plateada.

El gran dragón también lo había visto. Lanzó una llamarada desafiante y se remontó para tener aún más altura, batiendo el aire con sus enormes alas.

Ahora la llama de Errol era visible, tan caliente que parecía casi azul. El paisaje se deslizaba bajo él a una velocidad imposible, y el dragoncito todavía seguía acelerando.

Ante él, el rey extendió las zarpas. Casi parecía sonreír.

Errol va a golpearlo, pensó Vimes. Que los dioses nos ayuden, menuda explosión va a haber.

En los campos estaba sucediendo algo extraño. Un poco por detrás de Errol, la tierra parecía estarse arando sola, lanzando al aire brotes de cebollas. Los matorrales saltaron en una lluvia de polvo…

Errol pasó silenciosamente por encima de los muros de la ciudad, con el morro alto, las alas plegadas a lo largo de los costados, el cuerpo convertido en un simple cono con una llamarada en un extremo. Su adversario le lanzó una lengua de fuego; Vimes vio cómo Errol, con apenas un leve movimiento de las alas hipertrofiadas, lo esquivaba fácilmente. Y luego desapareció en dirección al mar, en el mismo silencio escalofriante.

—Ha falla… —empezó Nobby.

El aire retumbó. Un trueno interminable recorrió toda la ciudad, destrozando tejas y derribando chimeneas. El rey se vio atrapado en el aire, golpeado y sacudido como una peonza en una centrifugadora sónica. Vimes, con las manos sobre los oídos, vio cómo la criatura lanzaba llamas desesperadamente sin poder controlar su vuelo en el centro de una espiral de fuego enloquecido.

La magia chisporroteaba en sus alas. El dragón lanzó un aullido penetrante. Luego, sacudiendo la cabeza, aturdido, empezó a planear en amplios círculos.

Vimes gimió. La criatura acababa de sobrevivir a algo que destrozaba las piedras. ¿Qué había que hacer para derrotarla? No se la puede atacar, pensó. No se la puede quemar, no se la puede machacar. No se puede hacer nada con ella.

El dragón aterrizó. No fue un aterrizaje perfecto. Un aterrizaje perfecto no habría derribado toda una hilera de casas. Fue lento, pareció durar una eternidad y trazar un surco sobre una considerable extensión de la calle.

Sacudiendo torpemente las alas, moviendo el cuello y lanzando llamaradas al azar, fue a estrellarse contra un montón de cascotes y vigas. En su sendero de destrucción se produjeron varios incendios.

Por fin, se detuvo y quedó casi enterrado bajo los restos de lo que había sido arquitectura.

El silencio que siguió sólo fue quebrado por los gritos de alguien que intentaba organizar la enésima cadena de cubos entre el río y los incendios más recientes.

Luego, la gente empezó a moverse.

Desde el aire, Ankh-Morpork debía de parecer un hormiguero, lleno de hileras de figuras negras que avanzaban hacia el dragón caído.

La mayoría tenían algún arma.

Muchos tenían lanzas.

Algunos tenían espadas.

Todos tenían una intención.

—¿Sabéis una cosa? —dijo Vimes en voz alta—. Va a ser el primer dragón del mundo democráticamente asesinado. ¡Un hombre, un puñal!

—¡Pues tiene que detenerlos! ¡No puede permitir que lo maten! —exclamó lady Ramkin.

Vimes se la quedó mirando.

—¿Cómo dice?

—¡Está herido!

—Señora, de eso se trataba, ¿no? Además, sólo está atontado —replicó Vimes.

—Quiero decir que no puede dejar que lo maten así — insistió lady Ramkin—. ¡Pobre cosita!

—Entonces, ¿qué quiere hacer? —casi gritó Vimes, que estaba perdiendo la paciencia—. ¿Darle una friega con uno de sus ungüentos y ponerle un cesto delante de la estufa?

—¡Es una carnicería!

—¡Por mí, perfecto!

—¡Pero se trata de un dragón! ¡No hacía más que comportarse como un dragón! Si lo hubieran dejado en paz, nunca habría venido aquí.

Estaba a punto de comérsela, pensó Vimes, y aun así sigue pensando de la misma manera. Titubeó. Quizá eso le diera derecho a exponer su opinión…

Se miraron, muy pálidos. En aquel momento, el sargento Colon se acercó a ellos, corriendo a saltitos nerviosos.

—¡Será mejor que vengas deprisa, capitán! —exclamó—. ¡Va a ser un asesinato!

Vimes hizo un gesto desdeñoso.

—Por lo que a mí respecta —murmuró, esquivando la mirada de Sybil Ramkin—, se lo tiene bien ganado.

—No es eso —replicó Colon—. Se trata de Zanahoria. Ha arrestado al dragón.

Vimes tragó saliva.

—¿Cómo que lo ha arrestado? —consiguió decir—. No querrás decir lo que creo que quieres decir, ¿verdad?

—Pues es posible, señor —contestó Colon, inseguro—. Es posible. Se subió a los cascotes a toda velocidad, señor, agarró al dragón por un ala, y dijo «Te hemos trincado, tío». Ha sido increíble, señor. Y lo que vino después sí que no te lo vas a creer…

—¿El qué?

El sargento dio otro saltito nervioso.

—¿Sabes aquello que nos dices de que no hay que maltratar a los prisioneros…?

Era una viga bastante grande y pesada, y cortaba el aire con cierta lentitud, pero cuando golpeaba a alguien, ese alguien caía de espaldas y quedaba bien golpeado.

—Escuchad bien —dijo Zanahoria, echándose el casco hacia atrás pero sin soltar la viga—. No quiero tener que volver a repetirlo, ¿entendido?

Vimes se abrió camino a codazos entre la densa multitud, con la vista fija en la musculosa figura que se alzaba sobre el montón de cascotes y de dragón. Zanahoria se giró lentamente, esgrimiendo la viga como si se tratara de un bastón. Su mirada era como la luz de un faro. Allí donde se posaba, la gente bajaba las armas y se quedaba silenciosa e incómoda.

—He de advertiros —siguió Zanahoria—, que interferir con un oficial en el cumplimiento de su deber es un delito muy grave. Y el próximo que tire una piedra se va a enterar, os lo garantizo.

Una piedra se estrelló contra la parte trasera de su casco. Se oyeron varias carcajadas.

—¡Deja que le demos su merecido!

—¡Eso!

—¡No queremos que ningún guardia vaya por ahí dándonos órdenes!

—¿Quién guarda a los guardias?

—¿Eh? ¡Eso!

Vimes tiró del brazo del sargento.

—Ve a buscar cuerda. Mucha cuerda. Y lo más gruesa posible. Supongo que podemos…, yo qué sé, atarle las alas al cuerpo, quizá, y amarrarle las mandíbulas para que no pueda lanzar llamas.

Colon lo miró fijamente.

—¿Lo estás diciendo en serio, señor? ¿De verdad lo vamos a arrestar?

—¡Hazlo!

Ya lo hemos arrestado, pensó mientras se adelantaba entre la gente. Personalmente, me habría gustado más que fuera a caer al mar, pero ya lo hemos arrestado, y tenemos que presentar cargos o dejarlo libre.

Sintió que sus opiniones al respecto de la maldita criatura se evaporaban en presencia de la multitud. ¿Qué podían hacer con el dragón? Proporcionarle un juicio justo, pensó, y luego ejecutarlo. No matarlo. Eso es lo que hacen los héroes en los lugares donde no hay ley. Pero en las ciudades no se puede pensar así. Mejor dicho, sí que se puede, pero si lo haces más vale que lo quemes todo y empieces de nuevo. Hay que hacerlo… según las leyes.

Eso es. Lo hemos intentado todo. Ahora sólo nos queda probar con las leyes. Además, añadió mentalmente, ese que está ahí arriba es un guardia de la ciudad. Tenemos que apoyarnos mutuamente. Nadie puede meterse con nosotros.

Ante él, un hombre corpulento alzó un brazo con el que sostenía medio ladrillo.

—Si tiras ese ladrillo, eres hombre muerto —amenazó Vimes.

Luego se agachó y se escurrió apresuradamente entre la gente, de manera que cuando el potencial lanzador de ladrillos miró hacia atrás no lo vio.

Zanahoria había alzado la viga en gesto amenazador cuando Vimes consiguió trepar al montón de cascotes.

—Ah, hola, capitán Vimes —dijo al tiempo que la bajaba—. Es mi deber informarle de que he arrestado a este…

—Sí, ya lo veo —le interrumpió Vimes—. ¿Se te ocurre alguna sugerencia sobre lo que podemos hacer ahora?

—Oh, por supuesto, señor. Tengo que leerle sus derechos, señor.

—Aparte de eso.

—La verdad es que no, señor.

Vimes contempló las partes del dragón que resultaban visibles bajo los cascotes. ¿Cómo se podía matar a un monstruo así? Tardarían un día entero.

Un trozo de piedra rebotó contra su armadura.

—¿Quién ha sido?

La voz restalló como un látigo.

La multitud se quedó en silencio.

Sybil Ramkin subió a los restos del edificio, con los ojos brillantes de ira, y dirigió una mirada furiosa a la multitud.

—¡He preguntado que quién ha sido! ¡Si el que haya sido no lo confiesa, me voy a enfadar mucho! ¡Debería daros vergüenza a todos!

Había conseguido que le prestaran atención. Varios de los hombres que tenían piedras y otras cosas las dejaron caer disimuladamente.

La brisa agitaba los restos de su camisón cuando la dama se dispuso a lanzar la arenga.

—El valeroso capitán Vimes…

—Oh, dioses —gimió Vimes entre dientes, echándose el casco sobre los ojos.

—… y sus osados hombres, se han tomado la molestia de venir aquí, a salvar vuestros…

Vimes agarró a Zanahoria por el brazo, y consiguió guiarlo hasta el otro lado del montón de cascotes.

—¿Se encuentra bien, capitán? —preguntó el muchacho—. Se ha puesto todo rojo.

—No empieces tú también —le espetó Vimes—. Ya tengo bastante con aguantar las risitas de Nobby y del sargento.

Para su sorpresa inconmensurable, Zanahoria le dio unas amistosas palmaditas en la espalda.

—Le comprendo muy bien —dijo, comprensivo—. En las montañas conocía a una chica que se llamaba Minty, y su padre…

—Oye, lo diré por última vez, no hay absolutamente nada entre… —empezó Vimes.

Se oyó un ruido tras ellos. Una pequeña avalancha de yeso y tejas cayó rodando. Los cascotes se movieron, y abrieron un ojo. Una enorme pupila negra flotó sobre una córnea inyectada en sangre, y trató de concentrarse en ellos.

—Debemos de estar locos —suspiró Vimes.

—Oh, no, señor —replicó Zanahoria—. Hay muchos precedentes. En 1135, una gallina fue arrestada por poner huevos el Jueves del Pastel Enamorado Y durante el régimen de lord Espasmo el Psiconeurótico, se ejecutó a toda una colonia de murciélagos por violación persistente del toque de queda. Eso fue en 1401. En agosto, creo recordar. Eran grandes tiempos para la ley —siguió el muchacho, soñador—. En 1321, se juzgó a una pequeña nube por cubrir el sol en el momento más importante de la ceremonia de investidura del conde Hargath el Frenético.

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