¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—¿Y qué estabas haciendo tú? —quiso saber Vimes.

—Me preguntaba si sería posible invertir el hechizo. O quizá llamar a otro dragón. Seguramente pelearían entre ellos, ¿no crees?

—¿Una especie de equilibrio de terror, quieres decir? —preguntó Vimes.

—Vale la pena intentarlo —replicó Wonse, ansioso. Se acercó unos pasos—. Mira, con respecto a tu puesto… sé que los dos estábamos un poco nerviosos en aquel momento, y por supuesto, si quieres recuperarlo, puedo conseguirlo sin problemas…

—Debió de ser terrible —lo interrumpió Vimes—. Imagina lo que debió de pasar por su mente. Lo invocó, y luego se encontró con que no era sólo una especie de herramienta, sino un ser vivo con mente propia. Una mente igual que la suya, pero sin frenos. Seguro que al principio el pobre pensaba que lo estaba haciendo por el bien de la ciudad. Sin duda estaba loco. O acabó loco.

—Sí —replicó Wonse con voz ronca—. Debió de ser terrible para él.

—¡Sí, pero me gustaría ponerle las manos encima! Con todos los años que hace que conozco a ese hombre, nunca me di cuenta de que…

Wonse no dijo nada.

—Corre —ordenó Vimes con amabilidad.

—¿Qué?

—Que corras. Quiero verte correr.

—No compren…

—Vi correr a alguien la noche en que el dragón incineró aquella casa. Recuerdo que, en aquel momento, pensé que se movía de una manera extraña, como si rebotara, más que andar. Y el otro día te vi a ti huir del dragón. Casi habría jurado que se trataba de la misma persona. Como si fuera alguien que no quiere quedarse atrás. ¿Ha sobrevivido alguno, Wonse?

Wonse sacudió una mano, en un movimiento que debió de considerar despreocupado.

—Eso es ridículo, no tienes ninguna prueba —dijo con una risita.

—He visto que ahora duermes aquí —siguió Vimes—. Supongo que al rey le gusta tenerte cerca, ¿no?

—No tienes ninguna prueba —repitió Wonse en un susurro.

—Claro que no. La manera de correr. Un tono de voz nervioso. Nada más. Pero eso no importa, ¿verdad? Porque no importaría ni aunque tuviera pruebas. No hay nadie a quien pueda presentárselas. Y tú no me puedes devolver mi puesto de capitán.

—¡Sí que puedo! —gritó Wonse—. Sí que puedo, y no tienes por qué ser un simple capitán…

—No puedes devolverme mi puesto de capitán —repitió Vimes—. Para empezar, nunca pudiste quitármelo. Nunca fui un agente de la ciudad, ni un agente del rey, ni un agente del patricio. Era un agente de la ley. Puede que fuera una ley corrupta e inútil, pero era una ley, más o menos. Ahora no hay más ley que la de «Si no tienes cuidado, te achicharro vivo». ¿En dónde entro yo en ese esquema de cosas?

Wonse se precipitó hacia él y lo agarró por el brazo.

—¡Pero tú puedes ayudarme! —dijo, apremiante— Quizá haya una manera de destruir el dragón, de verdad, o al menos podemos ayudar a la gente, canalizar las cosas para mitigar los daños, buscar un término medio, un punto de acuerdo para que…

El golpe de Vimes acertó a Wonse en el pómulo y lo derribó.

—¡El dragón está aquí! —rugió—. No lo puedes canalizar, ni persuadirlo, ni negociar con él. Los dragones no conceden tregua a nadie. Tú lo trajiste, y ahora tenemos que cargar con él. Hijo de puta.

Wonse se apartó la mano de la brillante marca blanca que le había quedado en la mejilla.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

Vimes no lo sabía. Se le habían ocurrido una docena de posibles desarrollos para la situación en que se encontraba en aquel momento, pero ahora el único posible era matar a Wonse. Y, cara a cara, no se veía capaz de hacerlo.

—Eso es lo que tiene de malo la gente como tú —dijo Wonse mientras se ponía en pie—. Siempre estáis en contra de cualquier cosa que se intente para obtener mejoras para la humanidad, pero nunca tenéis un plan alternativo que ofrecer. ¡Guardias! ¡Guardias!

Dirigió a Vimes una sonrisa enloquecida.

—No te esperabas esto, ¿verdad? —dijo—. Aquí todavía tenemos guardias, ¿sabes? No son muchos, claro. No hay mucha gente que quiera venir a trabajar al palacio.

Se oyeron pisadas en el pasillo, y cuatro de los guardias del palacio abrieron la puerta y entraron con las espadas desenfundadas.

—Yo, en tu lugar, no opondría resistencia —siguió Wonse—. Son hombres desesperados y muy nerviosos. Pero están muy bien pagados.

Vimes no dijo nada. Wonse era un fanfarrón. Con los fanfarrones siempre había una posibilidad. El viejo patricio nunca había fanfarroneado, era una de sus cualidades. Si quería verte muerto, ni siquiera te enterabas antes de estarlo.

Con los fanfarrones, lo mejor es jugar según las reglas establecidas.

—Nunca te saldrás con la tuya —dijo.

—Tienes razón. Tienes toda la razón. Pero «nunca» es un plazo demasiado largo —replicó Wonse—. Ninguno de nosotros nos salimos con la nuestra durante tanto tiempo, ¿sabes? Tendrás tiempo para reflexionar sobre esto —dijo, haciendo una señal a los guardias—. Arrojadlo a la mazmorra especial. Y luego, haced ese otro encarguito que os he encomendado.

—Eh… —titubeó el jefe de los guardias.

—¿Qué pasa?

—¿Quieres…, eh…, que le ataquemos? —tartamudeó el pobre hombre.

Aunque los guardias de palacio eran cuatro en aquel momento, eran tan conscientes como cualquiera de las convenciones, y cuando a los guardias se les ordena atacar a un hombre solo en circunstancias acaloradas, no es un buen momento. Seguro que el muy cerdo es un héroe, estaban pensando. Y no les atraía nada un futuro próximo en el que se encontraran muertos.

—¡Claro que sí, idiota!

—Pero…, pero…, sólo es uno —gimoteó el capitán de la guardia.

—Y está sonriendo —señaló uno de sus hombres, que se había apresurado a colocarse tras él.

—Seguro que se colgará de la lámpara en cualquier momento —añadió otro guardia—. Y volteará la mesa de una patada, y todo eso.

—¡Ni siquiera está armado! —chilló Wonse.

—Ésos son los peores —replicó uno de los guardias con gran estoicismo—. Son los que pegan un salto y agarran una de las espadas ornamentales que hay en la panoplia sobre la chimenea.

—¡Aquí no hay ninguna chimenea! ¡Ni ninguna espada! ¡Sólo está él! ¡Cogedlo inmediatamente! —gritó Wonse.

Dos de los guardias agarraron a Vimes tentativamente por los hombros.

—No irás a hacer nada heroico, ¿verdad? —le susurró uno de ellos.

—No sabría ni por dónde empezar —lo tranquilizó, Vimes.

—Ah. Bueno.

Mientras se lo llevaba, Vimes oyó la carcajada enloquecida de Wonse. Otra de las características típicas de los fanfarrones.

Pero, en una cosa, había dado en el clavo. Vimes no tenía ningún plan. No había meditado gran cosa sobre lo que podía suceder a continuación. Qué idiota he sido, se dijo. ¡Pensar que, después del enfrentamiento, se habría acabado el asunto…!

También iba pensando en cuál sería el otro encarguito de Wonse.

Los guardias de palacio no decían nada, se limitaban a caminar con la vista fija al frente y el paso firme por los pasillos semiderruidos, hasta llegar a otro corredor, hasta una puerta ominosa. La abrieron, lo empujaron hacia el interior y se alejaron de nuevo.

Y nadie, absolutamente nadie, advirtió el pequeño objeto, ligero como una hoja, que cayó de las sombras del techo meciéndose suavemente como una semilla de sicómoro antes de posarse sobre la maraña de objetos que componían el montón del tesoro.

Era una cáscara de cacahuete.

Fue el silencio lo que despertó a lady Ramkin. Su dormitorio daba al cobertizo de los dragones, y estaba acostumbrada a dormir con el susurro de las escamas contra los tablones, el ocasional rugido de un dragón lanzando llamas en sueños, y los lamentos de las hembras en celo. La ausencia de todo sonido era como la alarma de un reloj.

Había llorado un poco antes de dormirse, pero no mucho, porque era inútil ponerse sentimental y dar vueltas a lo que no podía arreglar. Encendió la lámpara, se puso las botas de goma, cogió un bastón que podía ser todo lo que se interpusiera entre ella y una teórica pérdida de la virtud, y bajó apresuradamente hacia el cobertizo envuelto en las sombras de la noche. Al cruzar el húmedo césped, fue vagamente consciente de que en la ciudad estaba sucediendo algo, pero no le concedió importancia en aquel momento. Los dragones eran más importantes.

Abrió la puerta.

Bueno, estaban allí. El familiar olor de los dragones de pantano, mezcla de lodo empantanado y de explosiones químicas, salió como una ráfaga a la noche.

Cada uno de los dragones estaba de pie sobre las patas traseras, en el centro de su compartimiento, con el cuello arqueado y mirando con feroz intensidad hacia el techo.

—Oh —dijo—. Así que otra vez está volando por ahí, ¿eh? Exhibiéndose. No os preocupéis, mis pequeñines, mamá está con vosotros.

Puso la lámpara en una estantería alta y se dirigió hacia el compartimiento de Errol.

—Hola muchacho… —empezó.

Y se detuvo en seco.

Errol estaba tendido de costado. Una tenue nubecilla de humo gris brotaba de su boca, y su estómago se contraía y se expandía como un acordeón. Y su piel, desde la cabeza hasta la cola, era de un blanco casi puro.

—Creo que, si alguna vez hago una reedición de las Enfermedades, te dedicaré un capítulo entero a ti solito —dijo en voz baja, mientras abría el cerrojo de su compartimiento—. Veamos si te ha bajado esa temperatura tan mala, ¿eh?

Extendió la mano para acariciarle la piel, y dejó escapar una exclamación. La retiró rápidamente mientras se le formaban ampollas en las puntas de los dedos.

Errol estaba tan frío que quemaba.

Mientras miraba al dragoncito, las pequeñas marcas redondeadas que había fundido su calor volvieron a transformarse en hielo.

Lady Ramkin se puso en cuclillas.

—¿Qué clase de dragón eres? —suspiró.

Oyó, muy lejos, el sonido distante de alguien llamando a la puerta principal de la casa. Titubeó un instante, luego apagó la lámpara de un soplido, recorrió el pasillo entre los compartimientos a toda velocidad, y apartó a un lado el trozo de tela de saco que cubría la ventana.

Las primeras luces del amanecer le revelaron la silueta de un guardia en las escaleras, con las plumas del casco que se agitaban por la brisa.

Se mordió el labio inferior, cruzó la puerta a toda velocidad, cruzó el césped y se metió corriendo en la casa, subiendo las escaleras de tres en tres.

—Estúpida, estúpida —murmuró al recordar que la lámpara estaba en el piso de abajo.

Pero no había tiempo para eso. Si se entretenía en ir a cogerla, Vimes podía marcharse.

Por tacto y de memoria, en la penumbra, encontró su mejor peluca y se la encasquetó. En algún lugar entre los ungüentos y pomadas para dragones que poblaban su cómoda había algo que, si mal no recordaba, se llamaba Rocío de la noche, o alguna otra cosa igualmente inapropiada, regalo de hacía mucho tiempo de un sobrino en que no pensaba demasiado. Olisqueó varios frascos hasta dar con algo que, por el aroma, era probablemente el que buscaba. Hasta alguien con un aparato olfativo que se había cerrado hacía mucho ante la brutalidad del olor de los dragones, tuvo que ver que era más…, bueno, más potente de lo que recordaba. Pero, al parecer, a los hombres les gustaban aquellas cosas. O eso había leído. Una auténtica tontería. Se tiró un poco de la costura del escote del camisón, que de repente le parecía demasiado sensato y cómodo, hasta colocarlo en una posición que esperaba que revelase sin llegar a exponer, y corrió a toda velocidad escaleras abajo.

Se detuvo ante la puerta principal, tomó aliento, giró el picaporte y, mientras la puerta se abría, comprendió que debería haberse quitado las botas de goma…

—Vaya, capitán —dijo dulcemente—, qué sorpresa tan… ¿quién demonios es usted?

El jefe de la guardia de palacio retrocedió unos cuantos pasos y, como provenía de una familia de campesinos, hizo unos cuantos signos para espantar a los malos espíritus. Obviamente, no sirvieron de nada. Cuando volvió a abrir los ojos, el monstruo seguía allí, todavía encendido de rabia, todavía apestando a algo rancio y fermentado, todavía coronado por una masa de rizos, todavía refugiado tras unos pechos que hicieron que se le secara el paladar…

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