¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Bueno, no volveremos a cometer el mismo error —replicó el capitán.

Al momento deseó haber elegido mejor las palabras.

Escucharon unas pisadas. A su izquierda, alguien se movía sigilosamente.

—Deberíamos formar un frente —señaló el capitán.

Todos intentaron formar un punto.

—¡Eh! ¿Qué ha sido eso? —preguntó el sargento Colon.

—¿El qué?

—Ahora se ha oído otra vez. Un sonido como de cuero arrastrado por el suelo.

El capitán Vimes trató de no pensar en capuchas y puñales.

Sabía que había muchos dioses. Un dios para cada profesión. Existía el dios de los mendigos, el dios de las prostitutas, el dios de los ladrones…, probablemente, incluso el dios de los asesinos.

Se preguntó si, en algún rincón de tan vasto panteón, habría algún dios dedicado a proteger a los agentes de la ley en apuros y a punto de morir.

Seguramente no, pensó con amargura. Eso no es suficientemente sofisticado para un dios. ¿Acaso alguno se preocupaba por los pobres tipos que trabajaban duro para ganarse cuatro chavos al mes? Naaa, ni uno. En cambio, todos los dioses protegían a los bastardos listillos para los que el trabajo era robar el Ojo de Rubí del Rey Pelucón de su mismísima órbita. Nunca a los desdichados sin imaginación que se dedicaban a recorrer las calles, noche tras noche…

—Más bien como de escamas resbaladizas —se corrigió el sargento, a quien le gustaban este tipo de puntualizaciones intrascendentes.

Y entonces, oyeron otro ruido…

… quizá un ruido volcánico, o el de un geiser hirviente, pero en cualquier caso era un sonido largo, seco, semejante a un rugido, como el crepitar de las llamas en las forjas de los Titanes…

… pero no fue tan malo como la luz, de un color azul blanquecino, una de esas luces que te tatúan los vasos sanguíneos de los ojos en el fondo del cráneo.

Tanto el sonido como la luz duraron unos cuantos siglos, y luego, de golpe, cesaron.

El oscuro momento que siguió estuvo lleno de imágenes purpúreas y, una vez recuperaron el oído, de un tenue cliqueteo.

Los guardias se quedaron perfectamente inmóviles durante algún tiempo.

—Vaya, vaya —dijo al final el capitán, con voz débil. Tras una pausa, añadió con voz muy clara, cada consonante encajando perfectamente en su lugar—: Sargento, coge algunos hombres y ve a investigar.

—¿Investigar qué, señor? —preguntó Colon.

Pero el capitán ya se había dado cuenta de que, si el sargento cogía a unos cuantos hombres, él, Vimes, se quedaría solo.

—No, tengo una idea mejor. Iremos todos —dijo con firmeza.

Fueron todos.

Ahora que sus ojos se habían vuelto a acostumbrar a la oscuridad, pudieron ver un resplandor rojizo allá a lo lejos.

Resultó que era una pared enfriándose rápidamente. Los trocitos de ladrillo calcinado se iban desmoronando a medida que se contraían, eran los que producían el cliqueteo contra el pavimento.

Pero eso no era lo peor. Lo peor era lo que había en la pared.

Lo contemplaron.

Lo contemplaron largo rato.

Aún faltaba una hora o dos hasta el amanecer, pero ninguno sugirió que trataran de buscar el camino de vuelta en la oscuridad. Aguardaron junto a la pared. Al menos, estaba calientita.

Trataron de no mirarla.

Al final, Colon se removió intranquilo.

—Anímate, capitán —dijo—. Podría haber sido peor.

Vimes apuró el contenido de la botella. No surtió el menor efecto. Hay ciertos tipos de sobriedad de los que no se puede escapar.

—Sí —asintió—. Podría habernos pasado a nosotros.

El Gran Maestro Supremo abrió los ojos.

—Una vez más —dijo— hemos alcanzado un gran éxito.

Los Hermanos saltaron de alegría. Vigilatorre y Dedos se cogieron del brazo y empezaron a bailar entusiasmados en el círculo mágico.

El Gran Maestro Supremo respiró hondo.

Primero la zanahoria, pensó, y ahora el palo. Le encantaba el palo.

—¡Silencio! —rugió—. ¡Hermano Dedos, Hermano Vigilatorre, que cese al momento ese comportamiento vergonzante! ¡Y los demás, callaos!

Todos guardaron silencio, como niños revoltosos cuyo profesor acabara de entrar en el aula. Luego guardaron aún más silencio, como niños revoltosos que se dieran cuenta de la expresión del profesor.

El Gran Maestro Supremo dejó que terminaran de hundirse, y luego caminó entre los humillados Hermanos.

—Supongo —empezó a decir, vocalizando con claridad— que creemos que hemos hecho magia, ¿eh? ¿Hermano Vigilatorre? ¿Mmm?

El Hermano Vigilatorre tragó saliva.

—Bueno, eh…, tú dijiste qué sí, eh…, o sea…

¡Aún no habéis hecho nada!

— Bueno, eh…, no, eh… —tartamudeó el Hermano Vigilatorre.

—¿Crees que los magos de verdad, después de cada hechizo sin importancia, empiezan a saltar por ahí y a cantar «qué buenos somos, qué buenos somos, qué buenos somos», Hermano Vigilatorre? ¿Mmm?

—Bueno, nosotros, más o menos…

El Gran Maestro Supremo giró sobre sí mismo.

—¿Y crees que se quedan mirando las vigas con gesto de preocupación, Hermano Revocador?

El Hermano Revocador sacudió la cabeza. Pensaba que nadie se había dado cuenta.

Cuando la tensión fue exagerada y, por tanto, satisfactoria, el Gran Maestro Supremo volvió a su lugar.

—No sé para qué me molesto —dijo con un suspiro de cocodrilo—. Podría haber elegido a cualquiera. Podría haber elegido a los mejores. Pero lo único que tengo aquí es un montón de críos.

— Bueno, eh… —lo interrumpió el Hermano Vigilatorre—, hemos hecho un auténtico esfuerzo, o sea, nos hemos concentrado de verdad. ¿A que sí, muchachos?

—Sí —respondieron a coro.

El Gran Maestro Supremo los miró fijamente.

—En esta Hermandad no hay lugar para Hermanos que no nos apoyen al máximo —advirtió.

Con un alivio casi visible, los Hermanos, como corderillos aterrados que se ha abierto una puerta de salida en el matadero, galoparon hacia ella.

—¡La palabra clave es compromiso! —exclamó el Gran Maestro.

—La palabra clave. Eso —asintió el Hermano Vigilatorre.

Dio un codazo al Hermano Revocador, cuyos ojos se habían desviado de nuevo hacia la carpintería.

—¿Qué? Oh. Sí, claro. La palabra clave. Por supuesto —se apresuró a declarar éste.

—Y fe, y fraternidad —añadió el Gran Maestro Supremo.

—Eso también, eso también —dijo el Hermano Dedos.

—De manera que, si alguno de los presentes no desea, mejor dicho, no ansía seguir adelante, que dé un paso al frente ahora mismo.

Nadie se movió.

Los tengo atrapados, pensó el Gran Maestro Supremo. Dioses, qué bien se me da esto. Puedo tocar sus sucios cerebros como si fueran un xilófono. El poder de lo vulgar es increíble. ¿Quién habría pensado que la debilidad sería una energía mucho más poderosa que la fuerza? Pero hay que saber canalizarla. Y yo sé.

—Bien, muy bien —dijo en voz alta—. Ahora, repetiremos el juramento.

Guió sus voces tartamudeantes, aterradas, a lo largo de la retahíla, y advirtió con aprobación la voz estrangulada con que decían «lipasa». Además, no perdió de vista al Hermano Dedos.

Es un poco más inteligente que los demás, pensó. Quizá un poco menos manejable. Tendré que tener buen cuidado de ser siempre el último en salir. No quiero que a nadie se le ocurra seguirme hasta mi casa.

Hace falta una mentalidad muy especial para gobernar una ciudad como Ankh-Morpork, y lord Vetinari la tenía. Pero claro, es que era una persona muy especial.

Desconcertaba y enfurecía a los príncipes menores, dedicados al comercio, hasta tal punto que hacía mucho que habían cesado sus intentos de asesinarlo, y ahora se limitaban a buscarse una buena posición entre ellos. Además, un asesino encargado de matar al patricio tendría problemas para encontrar suficiente carne en la que hincar la daga.

Mientras otros gobernantes comían alondras rellenas con lenguas de pavo real, lord Vetinari consideraba que un vaso de agua hervida y media rodaja de pan seco era sobrio, elegante y suficiente.

Era desesperante. Al parecer, no tenía ningún vicio que se le pudiera descubrir. Cualquiera habría pensado que, con aquel rostro pálido y equino, se sentiría atraído por diversiones consistentes en jovencitas, mazmorras y látigos. A los demás principales de Ankh-Morpork no les hubiera importado. Las agujas y las fustas no tienen nada de malo, si se usan con moderación. Pero el patricio, al parecer, se pasaba las veladas estudiando informes o, en ocasiones especiales, si se sentía capaz de soportar la excitación, jugando al ajedrez.

Vestía siempre de negro. No era un negro particularmente impresionante, como el de los mejores asesinos, sino el negro sobrio, algo ajado, de un hombre que no pierde tiempo por las mañanas decidiendo qué ponerse. Y había que levantarse muy temprano por la mañana para adelantarse al patricio. De hecho, era mejor no acostarse.

Pero era popular, en cierto modo. Bajo su gobierno, por primera vez en mil años, Ankh-Morpork funcionaba. Quizá no fuera una ciudad justa, ni moral, ni particularmente democrática, pero funcionaba. Cuidaba de la ciudad como si se tratara de un arbusto ornamental, potenciando el crecimiento por aquí, podando alguna que otra ramita errante por allá… Se decía que toleraba absolutamente cualquier cosa que no amenazara a la ciudad[11], y aquí tenía un claro ejemplo.

Contempló el muro dañado durante largo rato, mientras la lluvia le resbalaba por la barbilla y le empapaba la ropa. Tras él, Wonse se removía, nervioso.

Luego, una mano larga, delgada, surcada de venas azules, siguió el perfil de las sombras en el muro.

Bueno, no eran exactamente sombras, sino más bien una serie de siluetas. Los perfiles eran clarísimos. Dentro de ellas, se veía el dibujo familiar de los ladrillos. Pero, fuera, algo había fundido el muro hasta convertirlo en una especie de cerámica, bastante bonita, que daba a la pared la textura de un espejo.

Las formas que se perfilaban sobre los ladrillos mostraban a seis hombres detenidos en actitud de sorpresa. Varias manos alzadas, obviamente, habían estado sosteniendo cuchillos y navajas.

El patricio contempló en silencio el montón de cenizas que tenía a los pies. Unas hebras de metal deforme por la fusión eran, quizá, las armas tan eficazmente dibujadas en la pared.

—Mmm —dijo.

Con todo respeto, el capitán Vimes lo guió hasta el callejón de la Suerte Veloz, donde le mostró la Prueba A.

—Huellas —dijo—. Si es que se puede llamar huella a algo producido por una zarpa.

El patricio contempló las impresiones en el barro. Su rostro no revelaba nada.

—Ya veo —dijo al final—. ¿Tienes por casualidad alguna opinión sobre esto, capitán?

El capitán la tenía. En las horas transcurridas hasta el amanecer, se había planteado toda clase de opiniones, empezando por la de que había cometido un terrible error al nacer.

Al final, la luz grisácea se filtró por el barrio de Las Sombras y él seguía vivo y crudo. Miró a su alrededor con una estúpida expresión de alivio, y vio, a menos de un metro de distancia, aquellas huellas. No había sido un buen momento para estar sobrio.

—Bueno, señor —empezó, dubitativo—, sé que los dragones se extinguieron hace miles de años…

El patricio entrecerró los ojos.

—Prosigue.

Vimes se lanzó al vacío.

—… pero quizá ellos no lo sepan, señor. El sargento Colon dice que oyó un sonido como de cuero o escamas justo antes de…, justo antes de…, del delito.

—De manera que piensas que un dragón extinguido, y con toda probabilidad mítico, voló hasta esta ciudad, aterrizó en un callejón estrecho, incineró a un grupo de criminales y volvió a marcharse —dijo el patricio—. Una criatura muy cívica, desde luego.

—Bueno, puesto así…

—Si mal no recuerdo, los dragones de las leyendas eran animales rurales y solitarios, que rehuían a la gente y habitaban en lugares a los que nadie iba nunca —señaló el patricio—. No eran lo que se dice criaturas urbanas.

—No, señor —respondió el capitán, conteniéndose para no señalarle que Las Sombras encajaba perfectamente en aquella descripción.

—Además —siguió lord Vetinari—, lo más probable es que alguien se hubiera dado cuenta, ¿no crees?

El capitán hizo una señal en dirección a la pared y a su horrible dibujo.

—¿Quieres decir aparte de ellos, señor?

—En mi opinión —dijo el patricio—, ha sido alguna pelea. Probablemente alguna banda rival ha contratado a un mago. Una pequeña refriega local.

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