¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Van Pew abrió y cerró la boca unas cuantas veces. La respuesta sincera habría sido: sí, y si alguien se hubiera colado a hurtadillas, lo habría pasado mal. Fue su manera de entrar, como si fuera el dueño del edificio, lo que engañó a todo el mundo. Eso y el hecho de que no dejó de golpear a todo el mundo y de decirnos que Rectificáramos.

El patricio asintió.

—Me ocuparé de este asunto en un momento —dijo.

Era una buena frase. Siempre hacía titubear a la gente. Nunca estaban seguros de si quería decir que se ocuparía enseguida, o que se ocuparía brevemente. Y nadie se atrevía a preguntarle.

Van Pew reculó.

—Una disculpa en toda regla, te lo recuerdo. Tengo que proteger mi reputación —insistió.

—Gracias. No quiero entretenerte más —replicó el patricio, dando de nuevo su toque personal al idioma.

—Eso. Bien. Gracias. Muy bien —asintió el ladrón.

—Al fin y al cabo, tienes mucho trabajo —siguió lord Vetinari.

—Por supuesto, por supuesto.

El ladrón titubeó. La última frase del patricio tenía punta. Uno se encontraba a la espera de recibir el golpe.

—Ejem… —carraspeó, a la espera de recibir una pista.

—Lo digo por todo el trabajo que estáis haciendo, claro.

El pánico se apoderó del rostro del ladrón. Un sentimiento de culpabilidad sin rumbo fijo vagó por su mente. No se trataba de lo que había hecho, se trataba de lo que el patricio hubiera averiguado al respecto. Aquel hombre tenía ojos en todas partes, pero no había par más aterrador que los gélidos azules que brillaban sobre su nariz.

—Yo…, eh…, no acabo de comprender…

—Una selección muy curiosa. —El patricio tomó una hoja de papel—. Por ejemplo, una bola de cristal perteneciente a una adivina de Calle Abrupta. Un pequeño adorno del templo de Offler, el Dios Cocodrilo. Y más cosas. Chatarra.

—La verdad es que no sé… —tartamudeó el jefe de los ladrones.

El patricio se inclinó hacia él.

—No habrá ladrones sin licencia, claro —dijo[6].

—¡Investigaré ese asunto personalmente! —balbució el ladrón—. ¡Puedes estar seguro!

El patricio le dirigió una dulce sonrisa.

—Lo sé —replicó—. Gracias por venir a verme. No te entretengo más.

El ladrón salió lo más deprisa que pudo. Con el patricio siempre pasaba lo mismo, reflexionó amargamente. Acudías a presentarle una queja de lo más razonable, y lo siguiente que sabías era que te estabas retirando caminando de espaldas, haciendo reverencias y satisfecho de seguir con vida. Eso había que concedérselo al patricio, admitió de mala gana. Porque, si no se lo concedías, enviaba a sus hombres para que lo cogieran de todos modos.

Cuando se hubo marchado, lord Vetinari hizo sonar la campanita de bronce con la que llamaba a su secretario. Pese a su caligrafía, el hombre se llamaba Lupine Wonse. Apareció esgrimiendo ya la pluma.

La principal característica de Lupine Wonse era su limpieza. Siempre daba la impresión de estar recién hecho. Hasta su cabello era tan liso y engominado que parecía pintado.

—Parece que la Guardia ha tenido algunos problemas con el Gremio de Ladrones —dijo el patricio—. Van Pew acaba de pasar para decirme que un guardia lo arrestó.

—¿Por qué, señor?

—Al parecer, por ser un ladrón.

—¿Un miembro de la Guardia? — se asombró el secretario.

—Lo sé, lo sé. Arréglalo, por favor.

El patricio sonrió para sus adentros.

Siempre resultaba difícil entender el peculiar sentido del humor de lord Vetinari, pero no podía dejar de recordar al jefe de los ladrones, enrojecido y airado.

Una de las mejores contribuciones del patricio a las reformas de Ankh-Morpork había sido legalizar el antiguo Gremio de Ladrones, al principio de su mandato. Siempre habrá crimen, razonó, y por tanto, si tenemos que soportarlo, al menos que sea crimen organizado.

Así que habían persuadido al Gremio para que saliera de las sombras y construyera una gran casa de reuniones, ocupara su lugar en los banquetes de la ciudad y fundara una academia con cursillos acelerados, certificados de aprendizaje, libros de escolaridad y todo eso. A cambio de la no intromisión de la Guardia, accedieron a mantener el nivel de criminalidad según las cifras acordadas anualmente. De esa manera, dijo lord Vetinari, todo el mundo podía planear sus gastos por anticipado, y se eliminaban parte de las inseguridades del caos que es la vida.

Así, un poco más adelante, el patricio volvió a reunir a los ladrones y les dijo, oh, por cierto, ahora que me acuerdo…, vaya, no sé qué iba a decir… ¡ah, sí!

Sé quiénes sois, les dijo. Sé dónde vivís. Sé qué clase de caballos tenéis. Sé a qué peluquería van vuestras esposas. Sé los nombres de vuestros encantadores hijos, por cierto, ¿cuántos años tienen ya?, cielos, cómo pasa el tiempo, y sé dónde juegan. Así que no olvidéis nuestro acuerdo, ¿vale? Y sonrió.

Ellos también sonrieron, después de tragar saliva.

Y la verdad es que todo funcionó muy satisfactoriamente para todo el mundo. El jefe de los ladrones tardó poco en echar barriga y en hacerse diseñar escudos de armas, además de buscar un edificio adecuado para las reuniones y olvidarse para siempre de los antros llenos de humo. Establecieron un complicado sistema de recibos y facturas mediante el cual, aunque todo el mundo podía recibir las atenciones del Gremio, nadie las recibía en exceso, y la situación era muy aceptable…, al menos para los ciudadanos suficientemente ricos como para pagar la razonable tarifa que el Gremio cobraba a cambio de una vida sin sobresaltos. Había una extraña expresión extranjera para denominar esto: palizas de canguros. Nadie sabía exactamente qué significó en un principio, pero Ankh-Morpork la había adoptado.

A la Guardia no le hizo gracia, pero los hechos demostraron que los ladrones controlaban el crimen mejor de lo que lo habían hecho ellos. Al fin y al cabo, la Guardia tenía que trabajar el doble para hacer que el índice de criminalidad bajara, mientras que el Gremio lo único que tenía que hacer era trabajar menos.

Así, la ciudad prosperó, y la Guardia se fue atrofiando como un apéndice inútil, convirtiéndose en una pandilla de inútiles a los que nadie en su sano juicio tomaba en consideración.

Y nadie quería que se les metiera en la cabeza combatir el crimen. Pero ver la humillación del jefe de los ladrones había valido la pena, en opinión del patricio.

El capitán Vimes llamó a la puerta con mucho cuidado, porque cada golpe le resonaba en el cráneo.

—Adelante.

Vimes se quitó el casco, se lo puso bajo el brazo y empujó la puerta para abrirla. El crujido fue como una sierra roma en la parte delantera de su cerebro.

Siempre se sentía intranquilo en presencia de Lupine Wonse. En realidad, siempre se sentía intranquilo en presencia de lord Vetinari, pero eso era diferente… era cuestión de posición. Un temor de lo más normal. Mientras que a Wonse lo conocía desde su infancia en las Sombras. El muchacho había sido prometedor incluso entonces. Nunca fue un jefe de banda. No tenía ni la fuerza ni la vitalidad necesarias. Además, ¿de qué servía ser jefe de una banda? Tras cada jefe de banda hay un par de tenientes en busca de un ascenso. Ser jefe de banda no es una ocupación con muchas perspectivas. Pero en todas las bandas hay un jovencito pálido al que se acepta porque siempre se le ocurren buenas ideas, generalmente relativas a ancianas y a tiendas mal cerradas; ése era el lugar de Wonse en el orden natural de las cosas.

Vimes había estado en el pelotón, la versión en falseto de la carne de cañón. En su recuerdo, Wonse era un chaval flacucho, siempre caminando a saltitos para mantenerse al ritmo de los muchachos más corpulentos, y siempre con nuevas ideas para mantenerlos ocupados y que no se metieran con él, que era la diversión habitual si no había nada más interesante. Fue un entrenamiento excepcional para los rigores de la madurez, y Wonse adquirió una experiencia envidiable.

Sí, los dos habían empezado desde abajo. Pero Wonse había ascendido, mientras que Vimes era el primero en admitir que él se había limitado a seguir. Cada vez que parecía a punto de llegar a alguna parte, expresaba su opinión, o decía lo que no debía. Generalmente, ambas cosas a la vez.

Eso era lo que hacía que se encontrara incómodo en presencia de Wonse: el sonido del brillante mecanismo de la ambición.

Vimes nunca había dominado la ciencia de la ambición. Era algo que sucedía a los demás, no a él.

—Ah, Vimes.

—Señor —replicó Vimes, rígido.

No intentó saludar por si acaso se caía de bruces. Deseó haber tenido tiempo para beber la cena antes de acudir.

Wonse rebuscó entre los papeles de su escritorio.

—Están pasando cosas extrañas, Vimes. Me temo que hay algunas quejas graves sobre ti —dijo.

El secretario no llevaba gafas. Si las hubiera llevado, habría mirado al capitán por encima de ellas.

—¿Señor?

—Uno de tus hombres de la Guardia Nocturna. Al parecer, arrestó al jefe del Gremio de Ladrones.

Vimes se tambaleó y trató de concentrar la vista con todas sus fuerzas. No había acudido preparado para algo como aquello.

—Lo siento, señor, no he comprendido bien.

—He dicho, Vimes, que uno de tus hombres arrestó al jefe del Gremio de Ladrones.

—¿Uno de mis hombres?

—Sí.

Las células dispersas del cerebro de Vimes hicieron un valiente esfuerzo por reagruparse.

—¿Un miembro de la Guardia? — insistió.

Wonse le dirigió una sonrisa desagradable.

—Lo ató y lo dejó delante del palacio. La cosa no está muy clara. También dejó una nota…, ah… aquí está… «Este hombre ha sido arrestado acusado de Conspiración para cometer Crimen, bajo la Sección 14 (iii) del Acta General de Felonías, 1678, por mí, Zanahoria Fundidordehierroson.»

Vimes entrecerró los ojos para ver mejor.

—¿Catorce i-i—i?

—Eso parece —asintió Wonse.

—¿Qué significa?

—La verdad es que no tengo ni la más remota idea —replicó el secretario con voz seca—. Y en cuanto a ese nombre… ¿Zanahoria?

—¡Pero nosotros no hacemos esas cosas! —exclamó Vimes—. No podemos ir por ahí arrestando a los ladrones del Gremio. ¡Nos pasaríamos la vida haciéndolo!

—Por lo visto, el tal Zanahoria no opina lo mismo.

El capitán sacudió la cabeza y volvió a entrecerrar los ojos.

—¿Zanahoria? No me suena de nada.

El tono de seguridad resacosa fue suficiente hasta para Wonse, que quedó desconcertado por un momento.

—Fue bastante… —titubeó el secretario—. Zanahoria, Zanahoria —repitió—. Yo conozco ese nombre. Lo he visto escrito. —Su rostro se iluminó—. ¡Ya recuerdo, el voluntario! ¿Te acuerdas de que te enseñé la carta?

Vimes lo miró.

—Sí, la enviaba… creo que un enano…

—Decía no sé qué de mantener seguras las calles y servir a la comunidad, eso. Rogaba que se aceptara a su hijo en algún humilde puesto dentro de la Guardia.

El secretario estaba buscando entre sus archivos.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Vimes.

—Nada. Absolutamente nada. Eso es lo raro.

Vimes frunció el ceño mientras sus pensamientos daban forma a un concepto novedoso.

—¿Un voluntario? — preguntó.

—Sí.

—¿No lo obligaron a ingresar?

Quiso ingresar. Tú dijiste que debía de ser una broma, y yo te respondí que debíamos tratar de admitir a más minorías étnicas en la Guardia. ¿Te acuerdas ahora?

Vimes lo intentó. No era fácil. Tenía el vago recuerdo de que había bebido para olvidar. La cosa no tenía mucho sentido, porque últimamente no conseguía recordar lo que quería olvidar. Al final, resultaba que bebía para olvidarse de que bebía.

Una ristra de imágenes caóticas que no quiso dignificar dándoles el nombre de recuerdos pasó por su cabeza, sin darle ninguna pista.

—No —respondió, impotente.

Wonse cruzó las manos sobre el escritorio.

—A ver si nos entendemos, capitán —dijo—. Su señoría quiere una explicación. Y yo no tengo ganas de decirle que el capitán de la Guardia Nocturna no se entera de lo que hacen los hombres que están a sus órdenes, si entendemos la palabra órdenes en un sentido muy amplio. Este tipo de cosas sólo traen problemas, se hacen preguntas, todo eso. Y no es lo que queremos, ¿verdad?

—No, señor —murmuró Vimes.

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