¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

—Bah, esa leyenda nos la sabemos todos. Para lo que sirve… —se burló el Hermano Vigilatorre—. A ver, para empezar, ¿qué hace ese tipo? ¿Llega a caballo con la Ley y la Verdad como si fueran los Cuatro Jinetes del Apocalipsis? «Hola a todos, soy el rey, y esa de ahí es la Verdad, que está dando agua al caballo.» No parece muy sensato. Naa, uno no se puede fiar de esas leyendas antiguas.

—¿Por qué no? —preguntó el Hermano Yonidea.

—Porque son legendarias. Por eso —replicó el Hermano Vigilatorre.

—Pues a mí me gustan las de princesas durmientes —intervino el Hermano Revocador—. Sólo un auténtico rey puede despertarlas.

—No seas burro —lo reprendió el Hermano Vigilatorre—. No tenemos ningún rey, así que tampoco puede haber princesas. Es de lógica.

—Claro, que en los viejos tiempos era más sencillo —dijo el Hermano Portero.

—¿Por qué?

—Lo único que tenían que hacer era matar a un dragón.

El Gran Maestro Supremo juntó las manos y ofreció una plegaria silenciosa al dios que le hubiera estado escuchando. Había estado en lo cierto sobre aquel puñado de imbéciles. Tarde o temprano, sus cerebros atrofiados los guiaban hacia donde él quería.

—Qué idea tan interesante —aplaudió.

—Pero no sirve de nada —replicó el Hermano Vigilatorre—. Ya no hay dragones grandes.

—Pero podría haberlos.

El Gran Maestro Supremo hizo crujir los nudillos.

—¿Volverán? —se interesó el Hermano Vigilatorre.

—He dicho que es posible.

Desde las profundidades de la capucha del Hermano Vigilatorre se oyó una risita nerviosa.

—¿Los de verdad? ¿Los que tienen alas y triangulitos en el lomo?

—Sí.

—¿Los que lanzan llamas por la boca?

—Sí.

—¿Los que tienen esa especie de uñas largas en las patas?

—¿Garras? Oh, sí. Todas las que quieras.

—¿Cómo que tantas como quiera?

—Creo que está bien claro, Hermano Vigilatorre. Si quieres dragones, puedes tener dragones. Puedes traer un dragón aquí. Ahora. A la ciudad.

—¿Yo?

—Todos vosotros. Es decir, nosotros —insistió el Gran Maestro Supremo.

El Hermano Vigilatorre titubeó.

—Pues la verdad, no sé si es buena idea…

—Y obedecería todas vuestras órdenes.

Eso los hizo guardar silencio. Eso los hizo pensar. Eso cayó sobre sus diminutos cerebros como un buen trozo de carne en una perrera.

—¿Te importa repetirlo? —pidió el Hermano Revocador.

—Podéis controlarlo. Podéis obligarlo a que haga lo que queráis.

—¿A un dragón de verdad?

En la intimidad de su capucha, el Gran Maestro Supremo puso los ojos en blanco.

—Sí, uno de verdad. No uno de esos dragoncitos de pantano que la gente tiene en casa. Uno de verdad.

—Pero yo creía que eran…, ya sabes, ritos. El Gran Maestro Supremo se inclinó hacia adelante.

—Eran mitos, y eran reales —dijo en voz alta—. Onda y partícula a la vez.

—Ahí me he perdido —señaló el Hermano Revocador.

—En ese caso, os haré una demostración. Por favor, Hermano Dedos, el libro. Gracias. Hermanos, debo deciros que, cuando aprendía a los pies de los Maestros Secretos…

—¿De los qué, Gran Maestro Supremo? —preguntó el Hermano Revocador.

—¿Qué te pasa, por qué no escuchas nunca? ¡Ha dicho «Maestros Secretos»! —gritó el Hermano Vigilatorre—. Ya sabes, los venerables sabios que viven en no sé qué montaña, lo gobiernan todo en secreto, le enseñaron eso de la sabiduría y pueden caminar sobre el fuego y esas cosas. Nos lo dijo la semana pasada. Nos va a enseñar, ¿a que sí, Gran Maestro Supremo? —terminó, obsequioso.

—Ah, los Maestros Secretos —asintió el Hermano Revocador—. Lo siento. Es por estas capuchas místicas. Lo siento. Secretos. Ya me acuerdo.

Cuando yo gobierne esta ciudad, se dijo para sus adentros el Gran Maestro Supremo, se acabará todo esto. Fundaré una nueva sociedad secreta, llena de hombres astutos e inteligentes, aunque no demasiado inteligentes, claro, no demasiado inteligentes. Expulsaremos al tirano y habrá una nueva era de ilustración, fraternidad y humanismo, y Ankh-Morpork será una Utopía, y la gente como el Hermano Revocador arderá a fuego lento. Junto con sus lipasas[2].

—Como decía, cuando estaba aprendiendo a los pies de los Maestros Secretos… —continuó.

—Fue cuando te dijeron que caminaras sobre papel de arroz, ¿verdad? —lo interrumpió el Hermano Vigilatorre, en tono coloquial—. Siempre me ha parecido un buen detalle. Desde que lo contaste la primera vez, guardo el papel que viene en las cajas de zapatos. Es realmente sorprendente. Puedo caminar sobre él sin problemas. Eso demuestra lo mucho que te ayuda estar en una buena sociedad secreta.

El Hermano Revocador no arderá solo, pensó el Gran Maestro Supremo.

—Tus pasos por el camino de la iluminación son un ejemplo para todos nosotros, Hermano Vigilatorre —dijo—. De todos modos, si me permitís proseguir, entre los muchos secretos que aprendí…

—… sobre la esencia del ser… —aportó el Hermano Vigilatorre, aprobador.

—… sobre la esencia del ser, como dice el Hermano Vigilatorre, estaba la ubicación exacta actual de los dragones nobles. Es erróneo pensar que todos murieron. Sencillamente, encontraron un nuevo camino de evolución. Y podemos invocarlos. —Blandió el libro—. Aquí tenemos las instrucciones concretas.

—¿Y están en un libro, así como si tal cosa? —se asombró el Hermano Revocador.

—No es un libro cualquiera. Es el único ejemplar que existe. He tardado años en localizarlo —dijo el Gran Maestro Supremo—. Está escrito del puño y letra de Tubal de Malaquita, un gran experto en el tema de los dragones. Es su propia caligrafía. Él invocaba dragones de todos los tamaños, y vosotros podéis hacer lo mismo.

Hubo otro largo silencio de asombro.

—Mmm —dijo al final el Hermano Portero.

—A mí es que eso me parece como…, bueno, ya sabes, cosa de magia —señaló el Hermano Vigilatorre, con el tono nervioso de quien acaba de ver bajo qué vasito está la bola, pero no quiere decirlo—. O sea, no quiero cuestionar tu sabiduría suprema ni nada por el estilo…, pero…, no sé…, eso de la magia…

Su voz se apagó.

—Exacto —asintió el Hermano Revocador, incómodo.

—Es…, es por los magos, ¿sabes? —intervino el Hermano Dedos—. A lo mejor no te enteraste porque estabas con los venerables venerados en esa montaña, pero aquí a los magos no les hace gracia que hagas nada mágico, se te ponen en contra, y no es buena cosa.

—Dicen que es cuestión de profesionalidad —dijo el Hermano Revocador—. O sea, que yo no voy por ahí metiéndome en asuntos místicos, y ellos no van por ahí haciendo revocados de fachadas.

—No comprendo cuál es el problema —replicó el Gran Maestro Supremo.

En realidad, lo comprendía perfectamente. Aquél era el último obstáculo. Si conseguía que sus cerebros atrofiados lo saltaran, tendría el mundo en la palma de la mano. El egoísmo estúpido de aquellos hombres no lo había decepcionado hasta entonces, y no lo haría ahora…

Los Hermanos se removieron, inquietos, hasta que el Hermano Yonidea rompió el silencio.

—Bah. Magos. Ésos sí que no han dado golpe en su vida.

El Gran Maestro Supremo suspiró, aliviado.

El ambiente general de resentimiento se había hecho casi palpable.

—Son unos vagos, desde luego —bufó el Hermano Dedos—. Siempre van por ahí con cara de ser mejores que nadie. Yo los veía a menudo cuando trabajaba en la Universidad. Unos fanfarrones, os lo digo yo. Nadie los ha visto hacer un trabajo honrado.

—¿Como robar, por ejemplo? —señaló el Hermano Vigilatorre, al que no le caía demasiado bien el Hermano Dedos.

—Pero claro —siguió el Hermano Dedos, haciendo caso omiso del comentario—, siempre te dicen que no puedes ir por ahí haciendo magia, por eso del equilibrio y la armonía universal, y no sé qué tonterías más. A mí siempre me han parecido sandeces.

—Bueeeno… —titubeó el Hermano Revocador—. La verdad, no sé. Quiero decir, si haces mal la mezcla, te pones hasta las rodillas de cemento. Pero si haces mal la magia, aunque sea sólo un poquito mal, dicen que aparecen cosas horribles y se te llevan.

—Sí, pero los que dicen eso son los magos —señaló el Hermano Vigilatorre, pensativo—. Si os he de ser sincero, yo tampoco los he soportado nunca. A lo mejor es que tienen un buen secreto y no quieren que los demás nos enteremos. Al fin y al cabo, sólo se trata de mover un poco los brazos y decir palabras raras.

Los Hermanos meditaron unos momentos. Parecía plausible. Si ellos tuvieran un buen chollo, no querrían que nadie más se metiera en el ajo.

El Gran Maestro Supremo decidió que ya había llegado la hora.

—Entonces, Hermanos, ¿estamos de acuerdo? ¿Estáis preparados para practicar la magia?

—Ah, practicar — suspiró el Hermano Revocador, ya más tranquilo—. Practicar no me importa. Mientras no la hagamos de verdad…

El Gran Maestro Supremo dio un golpe con el libro.

—¡Quiero decir que si estáis preparados para hacer auténticos hechizos! ¡Para devolver los buenos tiempos a la ciudad! ¡Para invocar un dragón! —gritó.

Todos dieron un paso hacia atrás…

—Y entonces… —titubeó el Hermano Portero—. Si hacemos que venga el dragón, ¿el rey legítimo aparecerá aquí, así, sin más?

—¡Exacto! —exclamó el Gran Maestro Supremo.

—Ya entiendo —lo apoyó el Hermano Vigilatorre—. Por el destino y esas cosas.

Hubo un momento de silencio, y luego un asentimiento general de capuchas. Sólo el Hermano Revocador parecía algo descontento.

—Bueno… —dijo—. No se nos escapará la cosa de las manos, ¿verdad?

—Te aseguro, Hermano, que podrás dejarlo cuando quieras —lo tranquilizó el Gran Maestro con la voz más dulce de que fue capaz.

—Vale…, entonces, bien —replicó el otro de mala gana—. Pero sólo un poquito de magia. Lo justo para quemar algunas verdulerías opresoras, por poner un ejemplo.

Ahhh.

Había ganado. Volvería a haber dragones. Y volvería a haber un rey. No como los reyes de antaño, claro. Un rey a quien decirle lo que debía hacer.

—Eso —dijo con voz pausada— depende de hasta qué punto colabores. Para empezar, necesitaremos todos los objetos mágicos que podáis conseguir.

Quizá fuera más conveniente que no vieran que la última mitad del libro de Malaquita estaba completamente quemada. Obviamente, el viejo Tocón no había estado a la altura de las circunstancias.

Él lo haría mejor. Y nadie, absolutamente nadie, podría detenerlo.

El trueno retumbó…

Se dice que los dioses juegan con las vidas de los hombres. Pero nadie sabe a qué juegan, ni por qué, ni quiénes son los peones, ni cuáles son las reglas del juego.

Es mejor no especular.

El trueno retumbó.

Y volvió a retumbar una y otra vez…

Ahora, salgamos por unos momentos de las lluviosas calles de Ankh-Morpork y viajemos por las nieblas matutinas del Disco para concentrarnos en un joven que se dirige hacia la ciudad con toda la inocencia, sinceridad y buena voluntad de un iceberg a la deriva hacia un yate de recreo.

El joven se llama Zanahoria. No es por causa de su pelo, que su padre le ha cortado al cepillo por motivos de Higiene. Es por causa de su forma.

Es esa forma que sólo se obtiene con una vida sana, comida saludable y aire limpio de las montañas a pulmones llenos. Cuando flexiona los músculos de los hombros, otros músculos tienen que apartarse antes para dejar paso.

También lleva una espada, que le fue entregada en circunstancias misteriosas. En circunstancias muy misteriosas. Pero, por sorprendente que parezca, esta espada no tiene nada de inexplicable. No es mágica. No tiene nombre. Cuando la esgrimes, no sientes una corriente de poder, sólo agujetas. Es una espada tan usada que se ha convertido en la esencia de una espada: un trozo de metal muy largo, con bordes muy afilados. Y no tiene un destino escrito a lo largo de toda su hoja.

Es, desde luego, una espada única.

El trueno retumbó.

Las alcantarillas de la ciudad eructaron suavemente mientras los desperdicios de la noche corrían por ellas, en algunos casos protestando débilmente.

Cuando la corriente llegó a la figura tendida del capitán Vimes, el agua se dividió y fluyó en torno a él en dos ramales. Vimes abrió los ojos. Tuvo un momento de paz vacía hasta que los recuerdos lo golpearon como un martillazo.

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