Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Ezequiel

Para Nicolás, la noche ha estado plagada de espectros.

Se ha esforzado por dormir, porque el día siguiente será difícil, será peligroso, y necesita sus fuerzas. La muerte que contemplaba anoche —una salida, como una bendición oportuna— se le antoja ahora imposible. El infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga, es real. Ahora lo sabe, porque se lo han dicho los espectros. Esta noche han hecho cola para visitarle, para deslizarse entre el jergón y la pila de ropa que le sirve de almohada, para torturarle durante su duermevela. Los espectros. El niño al que desangró, los policías de su antigua casa. Su hija Sandra. Ella no había hablado, sólo le había mirado con aquellos ojos tristes, los párpados a media asta de quien vive una vida que no le corresponde.

Sandra, le había recordado con aquella mirada la realidad de la que él lleva escapando durante meses.

No estás muerta. No quiero que estés muerta.

Ezequiel se revuelve en el camastro. Ve delante de él —o quizás sueña— un nido, en el que un pájaro de plumas negras deposita un huevo, antes de marcharse. Se despierta, con la piel ardiendo, pero no suda, porque tiene fiebre, una fiebre alta que le deja la cabeza pesada y los brazos doloridos. En el bolsillo de la camisa se ha guardado los comprimidos de ibuprofeno, el último blíster de la caja. Echa mano a él. Al tacto nota que todos los compartimentos transparentes están vacíos, sus pequeños hímenes plateados colgando tristes.

Se incorpora lo suficiente para girar la llave de la lámpara de gas. La bombona azul está casi vacía, pronto habrá que cambiarla, pero queda la suficiente para iluminar una buena parte del andén. Contra la pared hay dos cajas fuertes, enormes, altas. Entre ellas, el pasillo que lleva a la habitación que una vez sirvió de oficina, y donde ahora duerme Sandra

(no está muerta)

junto al niño, el niño pequeño que no ha parado de llorar desde que llegó, y que ahora parece haberse rendido al agotamiento.

Sandra se ha levantado. La oye abrir la puerta de la oficina y dirigirse hacia allí.

Nicolás sabe lo que va a decirle. La noche se termina, y ha llegado el momento. La mujer tendrá que unirse a los espectros. Sandra ha pensado la manera, una particularmente cruel. También le ha explicado lo que harán luego con el cuerpo. Lo abandonarán de madrugada, frente a una de las tiendas de su padre. Donde todo el mundo pueda verlo. Sandra dice que ha acabado el tiempo de ocultarse. Que ha llegado la hora de que el mundo conozca su obra.

Nicolás no quiere.

Busca su cuaderno sobre la mesa con la mirada, pero está muy lejos, y ella ya está allí, vestida con un mono azul, en el que aún quedan resecas manchas marrones. El consuelo de la confesión tendrá que esperar unas horas. Habrá añadido un nuevo racimo de pecados para entonces. Y más manchas de sangre a ese mono.

—Espero que hayas descansado bien —dice Sandra. Y no hay ironía ni crueldad en su voz, ella no sabe de los espectros. Tampoco dulzura, ni auténtico interés. En esa voz neutra, aterradora, no hay más que la exposición de un deseo propio, de una necesidad propia.

Nicolás adquiere en ese momento —es un momento breve— la certeza de que los espectros tienen razón. La niebla que vela sus pensamientos desde hace meses se levanta, y Nicolás ve la realidad tal y como es por un segundo. Va a responder a Sandra que se marcha. Mejor, se irá sin decir nada.

Después la niebla vuelve a caer, la resolución le abandona, el momento pasa.

—Trae ya a la mujer —exige Sandra.

Nicolás mira su reloj. Negro. Correa de nailon. Esfera grande y cuadrada. Una maquinaria extraña en este lugar, un siervo del orden en un laberinto de caos.

—Aún quedan once minutos.

Sandra se encoge de hombros.

—No tiene sentido alargarlo más.

Trae las gruesas correas de cuero. Se las tiende a Nicolás con un gesto imperativo, enervante.

Nicolás mira la mano de Sandra como si de ella colgaran dos serpientes venenosas. Él sí que quiere alargarlo más. Posponerlo unas horas. Después de una noche acosado por los espectros, lo último que quiere es atar esos instrumentos de tortura, sentir la carne blanda, suave y trémula de la mujer bajo aquellas correas. Quizás mañana, cuando haya podido utilizar su cuaderno, encontrar un relato que dé sentido a lo que le pasa. A lo que está haciendo.

—¿Hay algún problema?

Sandra tiene un brillo extraño en los ojos. Hay amenaza, por supuesto, pero también algo más. Cálculo. Aritmética. Nicolás no sabe que está siendo evaluado, que Sandra intenta decidir si puede seguir obteniendo provecho de él o si, por el contrario, ha llegado la hora de dejar atrás un caballo desfondado. Nicolás no lo sabe, pero intuye un peligro, al igual que los perros cuando sus dueños se preparan para salir de casa y dejarlos solos durante horas.

—Ningún problema —afirma Nicolás, extendiendo la mano y asiendo las correas.

Ella aún no las ha soltado, cuando escuchan la voz.

—Buenos días. Perdonen que les interrumpa.

Hace un millón de años, Nicolás fue una vez al zoo con su hija. En el pabellón de las serpientes había una pitón de Burma. Cuando se acercaron, el reptil giró la cabeza exactamente igual que Sandra lo acaba de hacer hacia el sonido.

Proviene de las escaleras, al fondo del andén.

—Lamento haber estropeado con mi presencia lo que estuvieran haciendo —insiste la voz de Antonia Scott.

Sandra suelta las correas, que quedan en manos de Nicolás. Se inclina sobre la mesa, y coge la pistola y una de las linternas.

—Mata al niño —le ordena—. Yo me encargo de esto.

A Nicolás lo que le aterroriza no es la orden, sino la sonrisa que le acompaña. Como si estuviera esperando aquella intromisión. Como si fuera lo que realmente más desease en el mundo.

Carla
Tres minutos antes

La cuerda está casi cortada.

La piel de sus antebrazos está desgarrada por varios sitios, y sus hombros protestan por haber mantenido la misma postura durante horas, pero apenas quedan unas pocas fibras.

Con un último esfuerzo, logra acabar el trabajo. Tan pronto la cuerda se parte con un suave chasquido, el enorme peso de la puerta metálica cae sobre su brazo, presionándolo. El dolor es inhumano, pero ella no suelta la cuerda, a la que se ha aferrado con todas sus fuerzas.

Sujeta el pedazo de baldosa con los dientes y comienza a tirar, arrancando más piel aún de sus antebrazos, que se queda enganchada en el borde oxidado de la puerta. Consigue agarrarla también con la mano izquierda, y sigue tirando. No hay esperanza en su corazón, tampoco certeza de sobrevivir. Sólo la urgente necesidad de seguir respirando. El dolor es secundario, el dolor es asumible. El dolor es vida, el esfuerzo titánico es vida. La sed insoportable, el líquido corrosivo que le bulle en los pulmones, pidiéndole que abandone su empeño, es vida. Rendirse, es muerte.

Dos palmos. Tres. Las baldosas que había usado como tope caen al suelo, y el ruido que hacen se le antoja a Carla fuerte como una sirena de bomberos.

Tiene que darse prisa. Es imposible que no lo hayan oído.

Comienza a arrastrarse, poco a poco, hacia la abertura que ha conseguido crear. No puede soltar la cuerda. Cuando la suelte, caerá. El sonido podría alertar a sus captores, si es que no lo han hecho ya las baldosas al caer.

Cree oír voces a lo lejos, una voz fuerte de mujer, pero no le presta atención.

Tiene casi el cuerpo fuera. Pero sigue con el brazo extendido, sosteniendo la puerta metálica a duras penas.

Quien emerge al otro lado de la celda es la Otra Carla. La antigua Carla ahora le parece una pariente lejana, de esas que encuentras en las bodas y cuyo nombre alguien tiene que susurrarte al oído antes de saludar.

Es sobre el brazo derecho de la Otra Carla sobre el que cae la puerta —con un sonido tierno—, cuando las fuerzas la abandonan.

Cuando era niña, Carla —la antigua Carla— había corrido delante de su padre para impedir que una puerta de garaje se cerrara. Una de esas grandes puertas de garaje de cierre horizontal. Metió la mano para tocar la célula fotoeléctrica antes de que se cerrara del todo. Pero llegó tarde. Y la puerta la atrapó. La antigua Carla había chillado y llorado todo el camino al hospital. Le quedó una fea cicatriz en el antebrazo, y el músculo ligeramente hundido, incluso décadas después.

La Otra Carla, la Nueva Carla, no emite ni el más mínimo ruido. Sin soltar la baldosa, se muerde la cara interior de los carrillos para desviar la atención del dolor que está sintiendo en el brazo. Carla es ahora un animal atrapado, peligroso. Sería capaz de arrancarse a mordiscos su propio brazo con tal de salir de allí. Tiene que girar el cuerpo, ponerse en cuclillas, y alzar con sus últimas fuerzas la puerta sobre sus goznes, de forma que consigue liberar su antebrazo.

La puerta se encaja con un chasquido.

Carla está libre.

Estar allí, sola, en la penumbra incierta, le produce un miedo que no había sentido antes. El miedo a ahogarse en la orilla, tras haber cruzado a nado un mar embravecido.

Ahora su cuerpo le exige huir, correr en cualquier dirección. A un lado del pasillo puede percibir una luz tenue, así que intuye que ése no es el lado correcto. Lo sabe. La Nueva Carla sabe cosas. Al lado contrario sólo hay más oscuridad, en la que sólo hay una isla de luz.

Procede de una puerta.

La puerta de la habitación que había junto a su celda. Una puerta de madera y cristal. Una puerta a través de la cual se vuelve a escuchar el llanto de un niño, que llama a su madre.

Es un truco. Huye. Huye.

Pero no puede huir. Tiene que saberlo.

Tengo que saberlo, piensa, mientras se vuelve hacia la puerta de madera.

Puede que su cuerpo esté pidiendo a gritos no saber, pero lleva demasiado tiempo —una vida— dándole la espalda a la verdad como para ceder esta vez.

La habitación es una oficina minúscula iluminada por una lámpara de gas, en la que los muebles se han apartado para hacer sitio a un colchón en el suelo. Al otro lado, atado con cinta americana a una tubería por una de sus muñecas, hay un niño pequeño. Vestido con pantalón gris y jersey verde. Los ojos hundidos y enrojecidos, la voz ronca por el llanto. Cuando Carla entra en la habitación, el niño la mira, aterrorizado. Carla no es consciente de su propia imagen hasta que se contempla a sí misma a través de los ojos del niño. Una aparición ensangrentada, sin otra ropa que el sujetador y las bragas, cubierta de suciedad y sudor.

Carla se arrodilla junto al niño.

—¿Cómo te llamas?

El niño aparta la mirada, ante aquel nuevo monstruo que ha surgido de la negrura para atormentarla. Abre la boca para llorar, hincha de nuevo los pulmones.

—No. No. Cálmate. Me llamo Carla. Vengo a ayudarte.

No espera a que el niño le conteste o a que procese su presencia, porque no hay tiempo que perder. Empieza a cortar la cinta americana por la que el niño está sujeto a la tubería, usando el trozo de baldosa. Ahora que puede verlo, por primera vez, se da cuenta de lo minúscula y patética que es esa improvisada herramienta. Y, sin embargo, la ha traído hasta aquí.

El niño la mira con los ojos muy abiertos, sorbiéndose los mocos. No es capaz de comprender por qué el monstruo sucio y cubierto de sangre lo está ayudando.

De pronto mira por encima del hombro de Carla, y sus ojos vuelven a reflejar el terror.

Oh, no, piensa Carla, comprendiendo, un instante demasiado tarde, que ha cometido un error.

El hombre del cuchillo está a su espalda, la agarra del pelo, la lanza al suelo con brutalidad.

—No puedes hacer eso. ¡Se supone que no puedes hacer eso!

La cabeza de Carla rebota contra el cemento, y se queda atontada, boca arriba. El hombre del cuchillo se arroja sobre ella, entrelaza los dedos alrededor de su cuello y comienza a apretar.

Esto es lo que obtienes cuando intentas hacer algo bueno, piensa Carla. Esto es lo que obtienes.