Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—Y yo sólo quiero hablar contigo.

—No puedes entrar.

—No lo pretendía. Odio los hospitales.

—A nadie le gustan los hospitales.

Antonia le cierra la puerta en las narices.

Jon está tentado de volver a llamar, pero tiene el suficiente buen juicio para sentarse a esperar en un banco junto a la fuente de agua. Mata el rato leyendo un cartel escrito en elegante Comic Sans que avisa de que las infecciones contraídas en el hospital son la tercera causa de muerte en España y anima a usar el bote de gel antiséptico clavado en la pared. Jon aprieta el émbolo del dispensador que está, faltaría más, vacío.

Antonia sale al cabo de unos minutos. Se ha puesto los zapatos y se ha colgado al hombro su bolsa bandolera.

—Vamos a la cafetería.

Jon la sigue al piso de abajo, en silencio. Un policía tiene sus trucos. Uno de los más útiles es dejar que hablen otros cuando tu media de sueño en las últimas noches es de tres horas y cuarto.

Antonia se sienta a la barra. El camarero la saluda con una sonrisa deslavazada que reserva para los habituales y le sirve, sin preguntarle, una Coca-Cola Light de lata y un vaso con un hielo anémico y solitario.

—Y, ¿para usted? —le pregunta a Jon.

—Yo lo mismo, pero en un vaso limpio, por favor.

El camarero le dedica una mirada asesina y elige con sumo cuidado el vaso que ha salido más turbio del lavavajillas.

—Ponnos dos mixtos con huevo, Fidel.

—¿Comes siempre aquí? —le pregunta Jon.

—La cena, siempre. Suelo comer en casa.

El inspector recuerda los túpers resecos de la entrada con una mueca de disgusto. Cuando el sándwich mixto llega, Jon comprueba que en el hospital se apegan a la tradición. La plancha debe llevar sin limpiar desde que la compraron.

—Unas verduras te vendrían bien.

Por toda respuesta, Antonia se da un sarcástico paseo con la mirada por los ciento y pico kilos de policía que están haciendo crujir el taburete. Le lleva un rato.

—Yo no estoy gordo, lo que estoy es fuerte. Aunque te voy a confesar una cosa —dice, bajando la voz, como si fuera a hacerle partícipe de un gran secreto—. Me gusta comer.

—A mí tanto me da. Tengo anosmia.

Jon eleva una ceja, pidiendo desarrollo.

—Significa que no puedo oler nada.

—¿Nada de nada? ¿Como cuando estás acatarrado?

—Es de nacimiento. Sólo puedo percibir los sabores muy fuertes, como el dulce y el salado. El resto me sabe casi todo a cartón.

—¿Y si cortas cebollas? ¿No lloras?

—Lloro como todo el mundo. No tiene nada que ver con el olor, es que se te meten las moléculas de azufre de la cebolla que reaccionan con la humedad de tus ojos produciendo ácido sulfúrico.

—Qué putada —dice el inspector. Y lo dice en serio. Sin darse cuenta, porque es un trozo de pan, y porque cuando se le enternece el corazón no piensa mucho, pone su enorme manaza en el antebrazo de Antonia y le da un apretón.

Jon no es muy fan de los vídeos de gatos, pero hay una variedad que le hace mucha gracia: ésos en los que sus malnacidos dueños ponen un pepino detrás del animal, de forma que, cuando el felino se gira, pega un salto de medio metro, con todo el cuerpo en tensión. Su instinto lo ha confundido con una serpiente.

La reacción es bastante parecida a la que tiene Antonia cuando Jon le pone la mano en el brazo. El taburete cae al suelo, con un gran estrépito. La media docena de personas que hay en la cafetería se giran en dirección al espectáculo.

—Lo siento —intenta disculparse Jon. Se agacha a recoger el taburete al mismo tiempo que Antonia, y los dos se dan un cabezazo.

Idiota, idiota, idiota. Mira que te han dicho que no la toques nunca.

—No me toques nunca —dice Antonia, sujetándose la frente, allí donde se ha golpeado—. Madre mía, eres macizo, siento que me he dado con una pared.

—Cada uno usamos la cabeza para una cosa. La mía vale para allanar puertas.

—Y que lo digas.

Fidel aparece con unos cuantos cubitos de hielo envueltos en una servilleta. Sólo para ella, claro. A Jon también le duele, pero le da vergüenza pedir más y lo deja pasar.

El incidente no parece haberle quitado el hambre. Sujetando el hielo con una mano contra la frente se termina el sándwich con la otra. Y las patatas fritas de bolsa que les han puesto de acompañamiento. Y se pide otra Coca-Cola.

Tácticas de dilación. Está esperando a que hable yo, piensa Jon. Pero al juego de quién es más cabezón es muy difícil ganar a uno de Bilbao.

Así que se queda callado, acabando su propio y grasiento sándwich con bocaditos pequeños y educados.

—Vale, ¿qué es lo que quieres? —dice Antonia, cuando se cansa de esperar a que el otro empiece.

—Pues, chica, sinceramente, volverme a mi casa con mi madre, que está insoportable mandándome WhatsApps para ver cuándo regreso, que me necesita para mover la cómoda. Cada vez que veo en su estado Escribiendo… sé que en media hora más o menos voy a tener lío.

—¿Está enferma, o algo?

—Sólo de apego. Quiere que la lleve al bingo Arizona. A ella sola le da vergüenza cantar las líneas.

—Teniendo en cuenta que yo no voy a continuar, enseguida dejará de echarte de menos.

Jon asiente, con una sonrisa agotada.

—Tu amigo el conspirador ya me ha liberado —dice, y es verdad. Mentor le ha dicho que ya no está obligado a quedarse. Claro, que también le ha contado otra cosa. Una que lo cambia todo.

Antonia le mira, suspicaz.

—Entonces ¿a qué has venido? ¿A despedirte?

—No. He venido a saber qué es lo que quieres tú.

—Ya te lo he dicho. Quedarme aquí con mi marido. Y antes de que digas nada —advierte, viendo venir la pregunta en los ojos de Jon—, te aviso de que no es un tema del que me guste hablar.

—Lo entiendo. ¿Y qué pasa con Álvaro Trueba?

Ella se lo piensa durante lo que parece una semana y media, más o menos. Luego se lleva el vaso a la boca para acallar su conciencia. Claro que es de Coca-Cola Light, así que no queda como en las películas.

—No es mi problema. El chico está muerto, y nada va a cambiar eso.

—Y el que lo hizo está suelto por ahí.

—Puede que nunca volvamos a saber de él.

Jon sorbe fuerte por la nariz y mira para otro lado.

—Ya, bueno, ahora que lo dices…

Mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y saca la foto. La pone sobre la barra. Rubia teñida, ojos marrones y grandes, pómulos marcados. Más cerca de los treinta que de los cuarenta. Un aspecto corriente, como cualquier universitaria que esté empezando su vida laboral y haya comenzado a prosperar. No mira a la cámara, y en su sonrisa hay una timidez escueta. También un cierto calor humano, aún más escueto.

Antonia cree haberla visto en alguna parte. De pronto recuerda. Una revista de papel cuché que encontró tirada en uno de sus vagabundeos por el hospital. Una mujer, montada a caballo, con pantalones claros y cara de concentración.

—¿Es quien yo creo?

—Carla Ortiz —confirma Jon en voz baja, tras asegurarse de que el camarero está al otro extremo de la barra, enfrascado en el fútbol que están emitiendo por televisión—. La heredera del hombre más rico del mundo.

Antonia parpadea varias veces, mientras asimila la información. Luego deja escapar un suspiro cansado, con el que quiere alejar de sí lo inevitable, sin conseguirlo.

—¿La han…? ¿La han encontrado?

—No. Sabemos que ha desaparecido, junto a su chófer y a su yegua favorita. Ayer por la tarde salió de La Coruña en coche, destino a Madrid, pero nunca llegó.

—Podría haber tenido un accidente.

—El padre recibió una llamada del secuestrador esta mañana temprano.

Detrás de los ojos de Antonia se mueve maquinaria de gran tonelaje. Jon ya lo ha visto antes. La deja hacer.

—Podría ser nuestro hombre.

No «el mismo hombre», piensa Jon. Ha dicho «nuestro hombre». El que nos ha tocado en perra suerte. Con lo bien que estaría yo camino de vuelta a Bilbao, me cago en todo lo que se menea.

No necesita ya hacer la pregunta, pero la hace de todos modos.

Y Antonia Scott responde lo único que puede responder.

SEGUNDA PARTE
CARLA

Mentiras que ganan juicios
tan sumarios que envilecen
el cristal de los acuarios
de los peces de ciudad.

JOAQUÍN SABINA / PANCHO VARONA

La reina roja

1
Un inconveniente

—Tenemos que estudiar cómo abordamos la situación —dice Mentor.

Les ha citado en la plaza de París, en los jardines que hay junto al Tribunal Supremo. De jardines sólo tienen el nombre, porque aparte de cuatro setos mal puestos, lo único que crece allí son piedras. Mentor se ha sentado a esperarles en un banco junto a una farola. Ya es noche cerrada, y los otros únicos visitantes del parque son un hombre y su perro, que va olisqueando el suelo.

—¿Qué hay que estudiar? —se queja Jon—. Subimos, hablamos con él, y nos ponemos a trabajar.

—Me temo que va a haber inconvenientes.

—Ha venido alguien más —dice Antonia. No es una pregunta.

Mentor hace un gesto de exasperación.

—El señor Ortiz hizo una llamada a una persona adecuada, y esa persona adecuada nos llamó a nosotros. Pero su abogado se ha puesto nervioso y le ha puesto a él más nervioso. Así que los de la USE están ahí arriba, y ahora quien está nervioso soy yo.

La Unidad de Secuestros y Extorsiones de la Policía Nacional, piensa Jon, con una punzada de envidia. Un cuerpo de élite. Tipos duros, profesionales.

—Entonces ¿qué? ¿Lo dejamos en sus manos y nos vamos a casa?

—Trabajaremos como hemos hecho siempre antes de que llegara a nuestras vidas, inspector Gutiérrez. Ustedes se quedan en un lado, sin molestar. Y sin abrir la boca de más.

—¿A qué se refiere? —pregunta Jon, molesto.

—Se refiere a que nosotros no sabemos nada del otro caso —le aclara Antonia.

El caso del chico asesinado en La Finca, simplemente, no existe. Para ser una unidad creada para evitar la competencia y el secretismo entre distintos departamentos de Policía, no se nos da nada mal replicar los viejos vicios.

—No hay otro caso. Éste es el único caso —reitera Mentor, con énfasis en una larguísima u—. ¿Han comprendido?

Antonia asiente y Jon la imita de mala gana. Si se confirma lo que sospechan y la misma persona está tras la desaparición de Carla Ortiz y el asesinato del muchacho, tendrán que jugar según las normas.

—¿Usted no viene? —le pregunta a Mentor.

—Tengo llamadas que hacer. Pásenlo bien y no hagan ruido. Ah, por cierto, Scott…

Antonia le mira.

—… me alegro de que estés de vuelta.

Antonia se vuelve sin contestar. Cuando ella se aleja, Mentor le da a Jon una minúscula cajita metálica.

—¿Qué es esto? —dice Jon, agitándola—. Suena como una maraca.

—Usted guárdelo. Son para ella.

—¿Cápsulas? ¿Cuándo se supone que se las tengo que dar?

Mentor le guiña un ojo.

—Cuando ella se las pida.

El piso está a un par de minutos andando, en la calle General Castaños. Un ático de mil metros cuadrados, reformado con las más altas calidades por el estudio de arquitectura de Enrique Barrera. Con un salón precioso y acogedor. Y todo eso lo averigua Jon sin necesidad de subir, con un par de clics en el navegador de su móvil, mientras esperan abajo junto al telefonillo para que les permitan el acceso. Todas las fotos están en una famosa revista del corazón. El resto, en el Instagram de Carla Ortiz.

La vida de esta gente es un escaparate permanente, piensa Jon. Y una vía de entrada. Con cada foto que suben, abren una puerta a los tarados. ¿Es que no se dan cuenta?