Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—No es un caso de desaparición. Es un caso de secuestro.

—Un secuestro sin exigencias. Que sepamos —añade Parra.

Éste se huele algo, piensa Jon. Igual el cachitas tiene algo de cerebro dentro de esa cabeza pelada, después de todo.

—Suponemos que las harán más adelante —interviene el abogado, ante el silencio de Ramón Ortiz—. Ustedes mismos lo han dicho.

—Sí. Sí que es verdad que lo hemos dicho, sí. Entonces ¿usted diría que el chófer, el señor Carmelo Novoa, es una persona de confianza?

Se huele algo, y va mareando la perdiz alrededor del viejo, a ver si comete un error. Porque sabe que no se lo está contando todo. El viejo truco.

—De toda confianza.

—Hemos enviado a un compañero de La Coruña a hacer alguna indagación sobre el señor Novoa —dice Parra, mostrando una ventana de WhatsApp abierta en su móvil—. Me cuenta que es un asiduo del Casino Atlántico.

Ortiz no responde.

—¿Sabía usted algo?

—Señores, mi cliente no tiene por qué tener conocimiento de…

—Sí, lo sabía —interrumpe el empresario—. Está controlado.

—Al parecer va varias noches por semana. Blackjack, sobre todo.

—También lo sé.

—Y tiene deudas de más de cien mil euros.

El abogado Torres alza la cabeza con sorpresa al escuchar aquello, y mira a Ortiz con preocupación.

Ortiz se para, se apoya en la chimenea, se muerde la cutícula del pulgar.

—No me siento cómodo hablando de esto.

—Lo entiendo, señor Ortiz. Pero es importante —insiste Parra.

Tras una eternidad haciéndose la manicura a bocados, Ortiz acaba por responder.

—Carmelo tuvo una crisis cuando murió su mujer. Treinta y un años casados. Le dio por las cartas.

—¿Y acudió a usted?

—Acudió a mí hace unos meses. Ya le he dicho, es de la familia. Soy el padrino de su nieto mayor, por el amor de Dios.

—¿Le dio usted dinero?

—No, claro que no —dice el empresario—. No habría sido buena idea.

—Para usted esa cantidad no es gran cosa, ¿verdad?

—El patrimonio de mi cliente es irrelevante en este caso, capitán Parra —interviene el abogado.

—Salvo que no lo es, ¿no?

Ortiz agarra uno de los adornos que hay sobre la chimenea —una bola de cerámica en delicados tonos chocolate y naranja, salida de una de sus tiendas de la división Hogar— y lo estrella contra el suelo. El crujido de la loza desintegrándose parte en dos el silencio incómodo que se había producido tras la aseveración de Parra, y lo convierte en un silencio glacial y físico.

—Soy rico —dice Ortiz, con el rostro desencajado—. Tengo dinero, muchísimo. Podría haber hecho que se esfumaran los problemas de Carmelo con un simple gesto, sí. En lugar de eso, le ofrecí mi apoyo. Le busqué ayuda. Le dije que seguiría trabajando con nosotros durante el resto de su vida. Que es lo que se hace con alguien de tu familia. Carmelo es de la familia.

—Su negativa a darle dinero, una cantidad que para usted es insignificante, sería humillante para él. Y eso podría haber desencadenado el resentimiento. En un viaje de seis horas por carretera hay muchas oportunidades. Sólo tenía que apartarse en un área de servicio con cualquier excusa, reducir a su hija y después pedirle a un cómplice que llamase por teléfono.

El rechazo a lo que dice el policía comienza a ceder. Ortiz no es un hombre dado a reconocer errores. No lo era cuando era un veinteañero pobre, y ahora mucho menos.

—Es decir, que yo tengo la culpa —dice el empresario, con un último arrebato de indignación—. Está acusándome de ser el causante de la desgracia de mi niña.

—Yo no he dicho eso, señor Ortiz. Sólo queremos que abra los ojos a la evidencia.

Y Ortiz abre los ojos, y con la evidencia se le desploman los hombros, y el aire se le escapa de los pulmones. Parece a punto de echarse a llorar, y no para de masajearse el brazo izquierdo con el derecho.

—No me encuentro muy bien —musita.

El abogado se acerca a él y le pone las manos en los hombros.

—Aguanta —le dice al oído—. El médico está esperando.

Y a los demás:

—Señores, esta reunión ha concluido.

Parra y Sanjuán se ponen en pie de mala gana. No parecen muy contentos con el desarrollo de los acontecimientos.

—Necesitaremos acceso al ordenador de Carla, las contraseñas…

—No dispongo de esa información, pero ayudaremos en lo que podamos —dice Torres, interponiéndose entre ellos y Ortiz—. Yo me encargaré personalmente.

Antonia maniobra para salvar la barrera que representa el abogado y se acerca al empresario.

—Una cosa más, señor. ¿Dónde está su nieto?

Ortiz la mira, como si intentara entender quién es esa mujer y qué está haciendo en casa de su hija. Cuando habla, su voz parece venir desde un millón de kilómetros de distancia.

—Mi nieto ha sido trasladado a un lugar seguro. Fuera de España. No quiero que esté aquí si todo esto acaba saliendo en los periódicos.

—Por nosotros no será, señor Ortiz —dice Parra.

Por nosotros, ni te cuento, añade Jon, para sus adentros.

Carla

Un golpe —metálico, atronador— interrumpe los gritos.

Ha perdido la cabeza durante un rato, no sabe cuánto. Es vagamente consciente de haber buscado a ciegas una salida, pero no hay ninguna. Dominada por la ansiedad, pidió auxilio hasta quedarse ronca, hasta que apenas pudo extraer un jadeo desfallecido de los pulmones. Entonces había sonado el golpe, retumbando alrededor de Carla con un eco sordo e impreciso.

—No me gusta que grites —dice alguien, cuando el eco enmudece.

Es una voz grave. Una voz de hombre.

—Señor. Oiga, señor. Necesito ayuda —contesta Carla, con un hilo de voz.

Silencio.

—Señor… ¿me oye? —insiste Carla, forzando al máximo su garganta. Suena como un fuelle al final de su recorrido.

—Te he oído. No me gusta que grites.

—Señor, necesito salir de aquí. Tiene que dejarme salir, por favor. Tengo miedo a la oscuridad.

—Dime la contraseña de tu correo electrónico.

Carla está mareada. Hace mucho, mucho calor. No puede respirar bien, apenas hay oxígeno. Necesita salir de ahí como sea.

—¡Déjeme salir! ¡Quiero salir!

Se echa hacia delante, gateando, en busca de una salida en la negrura, con las manos extendidas. Sus dedos encuentran algo sólido, metálico. Al apoyarse en ello, cede un poco y luego vuelve a su posición.

Una puerta. Es una puerta.

De rodillas, apoyada en la plancha metálica, Carla comienza a golpear con insistencia. Las palmas de sus manos apenas arrancan tímidos susurros al metal.

—¡Abra! ¡Abra, por favoooooor…!

La última sílaba de la súplica se resquebraja en un sollozo cada vez más débil. Carla se deja caer, de espaldas, contra la puerta de metal, sin dejar de llorar.

Entonces viene el segundo golpe. Al estar Carla apoyada en la plancha —con los hombros, con las manos, con la cabeza—, retumba por todo su cuerpo. Los oídos le zumban, el diafragma se le comprime, el dolor de la nariz se multiplica, se muerde la lengua por el sobresalto.

—No me gusta que grites y tampoco me gusta que llores.

Carla quiere gritar de nuevo, todo su cuerpo le pide gritar de nuevo, pedirle, exigirle a ese hombre que la deje libre, inmediatamente. Pero el agotamiento, el dolor, y algo más le dicen que espere.

Y eso hace, en silencio, apretando los puños para no gritar.

—¿Ya estás más tranquila?

—Sí —susurra Carla.

—Dime la contraseña.

Carla abre la boca para contestar, y de nuevo hay algo que la retiene. Es una voz que ya ha oído antes. En el bosque.

No digas nada.

Me matará.

No digas nada. Si le das la
contraseña, tendrá acceso a TODO.

Si me hace daño, la tendrá de todos modos.

Entonces negocia. Él quiere algo,
tú le pides algo.

—La contraseña —repite el hombre.

—No.

—Dame la contraseña o entraré ahí y te mataré.

La amenaza hace encogerse de nuevo a Carla. La respiración se le acelera.

Es un farol.

—No va usted a matarme. Si me mata, no tendrá la contraseña.

Silencio.

—Puedo entrar y hacerte daño hasta que me la digas.

No puedo. No puedo. Tengo que decírselo.

No te rindas tan fácil. Siempre te has
rendido demasiado fácil.

Carla aprieta los puños, menea la cabeza adelante y atrás, intentando pensar por encima del dolor.

Está bien. Está bien.

—¿Cómo se llama? Yo me llamo Carla. Mi nombre es Carla —repite, porque ha escuchado en algún sitio, o leído, quizás, o visto en alguna película, que hay que conseguir que el

Dilo. Secuestrador. Violador. Asesino.
Elige una.

hombre que puede hacerte daño, que te vea como una persona. Que te humanice. Que sepa que no eres sólo un cuerpo, que no eres un objeto.

—Ya sé cómo te llamas.

—Y usted, ¿cómo se llama?

Silencio.

—Puedes llamarme Ezequiel.

—Ezequiel… Yo me llamo Carla. Déjeme salir y le daré dinero. Puedo hacerle una transferencia ahora mismo. Luego me deja salir. Le juro que no diré nada de lo que ha pasado.

—No quiero dinero. Quiero la contraseña.

—Está bien. Deme agua, entonces.

Silencio.

—Me darás la contraseña si te doy agua. —No es una pregunta.

Un silencio más largo, al final del cual Carla oye un chirrido metálico en la puerta.

—Ahí la tienes.

—¿Dónde está? ¡No puedo ver nada!

Se oye un clic. Un rectángulo de luz se recorta en la oscuridad, en el suelo, al final de la puerta.

En su centro hay una botella de agua de medio litro.

El brillo que desprende es irreal, un recordatorio de que a su alrededor no hay más que negrura. Carla se arroja sobre ella. El plástico cruje bajo sus manos ansiosas cuando quita el tapón y se lo lleva a la boca. Se bebe la mitad de dos largos tragos. Caen en su estómago, vacío y débil, como dos puñetazos. Vuelven los retortijones, y Carla vomita casi todo el líquido en el suelo sin poder contenerse.

—Ya tienes tu agua. Ahora, la contraseña.

Carla se aproxima al rectángulo de luz. No debe medir más de un palmo de alto y dos de ancho. Intenta asomar la cara por él, arrodillada. Logra ver, al otro lado, unas botas, iluminadas por una linterna. El haz le hiere los ojos. Alza una mano e intenta ver algo a través de los dedos.

—Espere un momento. Hablemos, podemos… puedo…

El rectángulo de luz desaparece, con un repiqueteo metálico. Carla oye un chasquido al otro lado. Un pestillo, quizás.

No. No.

—¡Déjeme salir! —dice, golpeando de nuevo en la puerta.

—Has pedido agua a cambio de la contraseña. Dímela.

Carla, confusa, llora, desesperada.

No se la digas. Si se la dices, no te
quedará nada con lo que negociar.

—Por favor…

Esta vez son tres golpes, en rápida sucesión, furiosos, los que atronan el mundo de Carla. Sus tímpanos tañen, reverberan, la puerta se agita. Carla se hace una bola en el suelo, encogiendo las rodillas, tapándose los oídos con las manos.

Entre lágrimas, empieza a recitar la contraseña.

3
Un masaje

Antonia y Jon intentan marcharse discretamente en el ascensor, pero cuando llegan al portal del edificio se encuentran a uno de los hombres de la Unidad de Secuestros bloqueando la puerta.

—No nos vas a dejar pasar, ¿no?

El policía niega con la cabeza, señala detrás de ellos, se cruza de brazos. Cuando se vuelven, ven a Parra con el rostro encendido. Ha bajado las escaleras de dos en dos.

—¿Se puede saber de dónde salís vosotros? —dice, encarándose con Jon.

—Vamos a calmarnos, capitán, que aquí somos todos amigos —dice Jon, sacando la placa del bolsillo de la chaqueta y poniéndosela a la altura de los ojos.

Parra ni se molesta en mirarla.

—Ya sé quién eres, inspector Gutiérrez. Lo que no sé es qué está haciendo un poli de tercera categoría metiendo la nariz en un caso de primer nivel. Mi caso, por cierto. ¿Y ésta quién es?

Antonia se encoge un poco ante la agresividad del capitán. No puede moverse, el otro policía ha dado un paso adelante y la intimida por la espalda.